sábado, 26 de septiembre de 2020

Ser buena persona

 

¿Es mejor ser buena persona que creer en una religión?



Por: P.Fernando Pascual, L.C. | Fuente: Catholic.net



La frase aparece en muchos lugares, con variantes más o menos parecidas: es mejor ser buena persona que creer en una religión.

La frase muestra su complejidad cuando se la compara con frases parecidas que podrían ser elaboradas a su lado. Aquí algunas de ellas:

Es mejor ser buena persona que amar a la propia patria. Es mejor ser buena persona que tener un determinado carné de identidad. Es mejor ser buena persona que votar por izquierdas / por derechas. Es mejor ser buena persona que tener títulos universitarios. Es mejor ser buena persona que conocer lenguas. Es mejor ser buena persona que pensar autónomamente.

Cada una de esas posibilidades (y se podrían añadir muchas más) parecen contraponer el ser buena persona con algún modo de pensar o alguna característica propia de la gente.

En realidad, contraponer ser buena persona con la religión, o con propuestas políticas genéricas, o con el mayor (o menor) amor a la propia patria, resulta problemático.

¿Por qué? Porque parecería que la búsqueda de la bondad pudiera dejar de lado muchas otras cosas cuando en realidad es compatible con esas cosas, y en no pocos casos necesita a algunas de ellas.

Así, un hombre auténticamente religioso, que busca la verdad sobre Dios y sobre el modo de relacionarnos con Él, no solo sería buena persona, sino que incluso trabajaría en serio por mejorar en su vida personal y comunitaria.

Por lo mismo, no es correcto contraponer el ser buena persona con alcanzar otras calificaciones que son compatibles con la vida ética. Lo que sí resulta no solo correcto, sino también necesario, es analizar qué actividades y modos de pensar dañan la bondad de la gente, y cuáles la promueven y la conservan

sábado, 19 de septiembre de 2020

¿La Biblia considera impuro a algún alimento?

 

Lo que entra por la boca no hace impura a la persona (Mt 15, 11)



Por: Monseñor Jorge De los Santos | Fuente: elpueblocatolico.com



La prohibición de consumir ciertos alimentos es algo habitual en la inmensa mayoría de las sectas. La dieta de las sectas no viene provocada por razones higiénicas o culturales, como es el caso del judaísmo o del islam, sino que es consecuencia directa de una política de sus dirigentes, encaminada a conseguir que el adepto adquiera una identidad claramente diferenciada. A ello se debe que haya prescripciones dietéticas en los mormones, los adventistas, los testigos de Jehová y en prácticamente todas las sectas orientalistas. Pocas cosas sirven mejor para marcar distancias que la diferencia en la dieta o en la manera de vestir.

El Antiguo Testamento no prohíbe a los no judíos ningún alimento: El Antiguo Testamento establece una diferencia evidente entre los hijos de Israel y el resto de la humanidad. Ciertamente, los primeros se hallan sometidos (a partir de Moisés) a una dieta que se ha denominado convencionalmente levítica, en la que no sólo entra en juego la prohibición de ciertos alimentos, sino también de ciertas formas de sacrificarlos y cocinarles.

Ahora bien, para el no-judío, o sea, el no adepto no existía ninguna obligatoriedad de guardar esas normas dietéticas. Como dice Dt 14,21, incluso podían comer animales que no habían sido sacrificados ritualmente y que, por tanto, resultaban impuros por estar sin desangrar.

Jesús declaró puros todos los alimentos: Pablo nos ha transmitido la clara convicción de la Iglesia primitiva de que Cristo había nacido bajo la ley y la había cumplido para rescatarnos de la misma: “Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gal 4,4-5).

Por lo tanto, el que Jesús cumpliera con las leyes dietéticas de la ley de Moisés está fuera de discusión; como también lo está el que ciertamente fue circuncidado y el que celebró las fiestas judías. Ahora bien, lo que sí es evidente es que Jesús se preocupó de marcar los senderos por los que discurrirá con posterioridad la Iglesia apostólica; y entre ellos se hallaba el de la emancipación de la ley de Moisés, que no tenía sentido teológico tras su venida.

 Que esto incluía abolir las distinciones entre alimentos puros e impuros se desprende de los mismos evangelios: “Luego llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchadme bien todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, cuando entra en él, pueda convertirlo en impuro. Lo que sale del hombre es lo que hace impuro al hombre. 

El que tenga oídos para oír que oiga». Y luego, tras retirarse de la gente, cuando entró en casa le preguntaron sus discípulos sobre la parábola. Él les dijo: «¿Tampoco vosotros lo entendéis? ¿No comprendéis que todo lo que entra en el hombre desde fuera no puede hacerle impuro, porque no penetra en su corazón, sino en el vientre y va a dar en el retrete?» Así declaraba puros todos los alimentos. Y añadía: Lo que sale del hombre es lo que hace impuro al hombre” (Mc 7,14-20).

Los apóstoles enseñaron que los cristianos podían tomar todos los alimentos: “Al día siguiente, mientras iban de camino y se acercaban a la ciudad, Pedro subió a la terraza para hacer oración. Le dio hambre y sintió deseos de comer algo. 

Mientras se lo preparaban le sobrevino un éxtasis y vio los cielos abiertos y una cosa que se asemejaba a un gran lienzo que descendía hasta la tierra, atada por sus cuatro extremos. En su interior había todo tipo de animales de cuatro patas, reptiles de la tierra y aves del cielo. Y una voz le dijo: «Levántate, Pedro, mata y come». 

Pedro respondió: «De ninguna manera, Señor; jamás he comido nada profano e impuro». La voz le dijo por segunda vez: «Lo que Dios ha purificado no lo llames profano». Aquello se repitió por tres veces e inmediatamente la cosa fue elevada hacia el cielo” (Hech 10,9-16).

La abstinencia y el ayuno, por otra parte, son sanas costumbres bíblicas practicadas en el Antiguo y Nuevo Testamento que seguimos los católicos a ejemplo de Jesús y los Apóstoles – durante la Cuaresma y a lo largo del año.

 



sábado, 12 de septiembre de 2020

Computadoras, programas y finalidades

 Los fines están en la mente y en el corazón de quien programa y de quien usa la computadora.



Por: P.Fernando Pascual, L.C. | Fuente: Catholic.net



Una computadora hará miles de operaciones con rapidez y perfección. El programador lo sabe. Pero la computadora no se da cuenta.

¿Por qué? Porque darse cuenta de que uno actúa bien es posible cuando se alcanza un concepto sumamente rico: el de finalidad.

El fin es aquello por lo cual hacemos algo.

 Una misma operación puede tener varios fines según los deseos y los pensamientos de quien la realiza.

Así, comer tiene un fin espontáneo en el recuperar fuerzas, pero también puede servir para descansar, para disfrutar, para convivir con otros.

La computadora recibe instrucciones, "aprende" incluso caminos nuevos para realizarlas. Pero no sabe cuáles son las finalidades del programador ni del programa.

El mismo programa puede tener la potencialidad de mover un sofisticado aparato para curar a un enfermo o para montar las piezas de un cohete cargado con varias bombas atómicas.

Los fines están en la mente y en el corazón de quien programa y de quien usa la computadora

El aparato electrónico no puede protestar si es usado para un delito, ni alegrarse si ayuda a caminar a un niño inválido.

Desde luego, gracias a la precisión de la computadora el ser humano puede alcanzar metas que antes parecían imposibles. Pero el bien o el mal que esas metas posean no dependen del instrumento electrónico, sino de nosotros.

Las discusiones sobre la así llamada inteligencia artificial no pueden dejar de lado esta peculiaridad humana: la de prefijarse fines, y la de juzgarlos según las ideas del bien y del mal, de la justicia y de la injusticia, de la verdad y de la mentira.

Por eso, más allá de la ficción de quienes imaginan que un día las computadoras podrían ser más honestas que nosotros, necesitamos preguntarnos si los programas que elaboramos sirven para mejorar la vida humana, y si sabemos usarlos según criterios de justicia que resultan imprescindibles para convivir éticamente.