A cargo del Servicio de la Renovación Carismática Católica Internacional
ROMA, martes, 13 mayo 2008 (ZENIT.org).-
La oración de sanación ha sido a lo largo de los siglos un elemento esencial en la vida espiritual de los católicos, ligada inseparablemente a la proclamación del Evangelio.
Los verdaderos pioneros en el ministerio de sanación hay que buscarlos sin embargo en algunos grupos de protestantes que vivieron en Alemania y Suiza, en torno a finales del siglo XIX.
En la Iglesia católica, el Concilio Vaticano II (1962-1965) marca un redescubrimiento de este ministerio, como demuestra la inserción de una enseñanza sobre los carismas en la Constitución sobre la Iglesia, en el nº 12 de la Lumen Gentium.De modo especial, desde siempre empeñado en profundizar la comprensión y el aprecio del carisma de la sanación en ámbito católico, el Internacional Catholic Charismatic Renewal Services, ICCRS (Servicio de la Renovación Carismática Católica Internacional), un organismo de derecho pontificio reconocido en 1993, tiene la tarea de coordinar y promover el intercambio de experiencias y reflexiones entre las comunidades carismáticas católicas, en cuya espiritualidad participan más de cien millones de fieles esparcidos en 200 países.
Este descubrimiento cobró impulso en 1995, en San Giovanni Rotondo, Italia, cuando fue presentado un encuentro de sanación, en el que participaron 30.000 personas para celebrar el ministerio de sanación, entonces llevado adelante por el difunto padre Emiliano Tardif.
Posteriormente en 2001, en Roma, el ICCRS organizó, junto al Consejo Pontificio para los Laicos, un Coloquio para examinar el ministerio de sanación presente en la Renovación Carismática, ya analizado por la Congregación para la Doctrina de la fe en una Instrucción ad hoc.
Tras el encuentro, una Comisión doctrinal del ICCRS, presidida por monseñor Joseph Grech, obispo de Sandhursty, Australia, emitió un documento en inglés sobre este argumento titulado «Guidelines on Prayers for Healing» (Líneas guía sobre las oraciones de sanación), que se detiene sobre los contextos histórico, bíblico y teológico y sobre las diversas cuestiones pastorales.
Estas líneas guía se sitúan en la línea de los documentos de Malinas, realizados a comienzos de los años 70 tras coloquios promovidos en su diócesis por el cardenal Leòn Joseph Suenens, que fue un gran sostenedor de la Renovación Carismática, y fruto del trabajo de una Comisión doctrinal y teológica, que contaba entre sus miembros con el entonces cardenal Joseph Ratzinger.
En el documento se afirma que «la vasta difusión de los carismas de sanación y el desarrollo de varias prácticas y ministerios en los que se ejercitan, han hecho surgir la necesidad de un prudente discernimiento, en modo especial por parte de los pastores de la Iglesia».
Al mismo tiempo, en nuestros días se observa la tendencia a recurrir a la «medicina holística» o a formas de medicina alternativa para poner freno «a la desesperación que conduce a las personas débiles a buscar ayuda de cualquier fuente», y a menudo las fuentes son «tanto paganas como esotéricas, bajo forma de religión popular tradicional o como nuevas religiones con un énfasis en la aspecto terapéutico».
Del mismo modo, se advierte, «la acción de Satanás no se toma en seria consideración por muchos dentro de la Iglesia».
«Uno de los descubrimientos hechos por quienes están implicados en el ministerio de la sanación --puede leerse-- es la profundidad de las heridas interiores que necesitan ser sanadas en aquellas personas que exteriormente aparecen con salud y normales pero que, en el ‘interior', sufren profundamente».
Son diversos los tipos de enfermedad a los que se aplica este ministerio: física (para sanar enfermedades e invalideces); psicológica (para cicatrizar las heridas emotivas); espiritual (para restablecer la relación privilegiada con Dios resquebrajada por el pecado); exorcismo (para echar a los demonios) y liberación (para liberar a una persona de la influencia malvada a través de la oración dirigida a Dios); de la memoria (para la purificación de un pueblo o de una sociedad de los males del pasado); intergeneracional (para allanar los desórdenes heredados de los progenitores); de la tierra (para afrontar la contaminación y los daños causados al medio ambiente).
Sin embargo, se precisa, «es equivocado pensar que la voluntad de Dios sea la de curar todas las enfermedades y males en esta vida. Jesús dijo a los discípulos que no sólo curaran a los enfermos sino que los ‘visitaran' (Mt 25,36). De hecho, hay casos en el Nuevo Testamento en los que los enfermos permanecen tales, al menos por un poco, a pesar del carisma de sanación de los apóstoles».
En este sentido, se afirma, «El desafío está en purificarse de actitudes de pasividad frente al mal, de manera que cuando no se da la sanación, la aceptación positiva del sufrimiento se transforma en una actitud positiva de fe y no en una mera resignación pasiva»; la persona que sufre debería por tanto «ser animada a perseverar en la oración y en la entrega confiada a Dios».
En efecto «el carácter esencialmente gratuito de la sanación» lo hace «algo derivado de la libre iniciativa de Dios, y del contexto eclesial de la curación».
El intento llevado adelante por la Renovación Carismática es el de integrar los carismas en una renovada vida sacramental, en «un encuentro con la potencia sanadora de Cristo en un contexto sacramental... en una renovación de la fe sacramental, en una más profunda conciencia de que el Señor resucitado está presente y actúa en primera persona en los sacramentos para comunicar su gracia vivificante».
Por esta razón, se subraya, «es esencial que cada ministerio público de sanación se inicie con la proclamación de la Palabra y su exposición» para que «aunque el ministerio de sanación se de fuera del contexto litúrgico, el contexto para comprender la obra de sanación del Señor es siempre sacramental».
Ya de se trate de contextos litúrgicos (unción de los enfermos, liturgia de la Palabra, Santa Misa) o no, «los sacramentos, de modo especial la Eucaristía, son los contextos privilegiados en los que Cristo comunica su potencia sanadora y actualiza de modo misterioso en la Iglesia las obras que el mismo realizó durante la vida terrena».
Sin embargo, es necesario asegurarse de que «la Santa Misa y el Santo Sacramento no sean instrumentalizados para el beneficio de las oraciones de sanación sino que sean respetados en su finalidad, que es la de conducir al fiel a una comunión espiritual con Cristo».
Las líneas guía ponen también en guardia sobre un aspecto especial, el hecho de que el ejercicio de los carismas no puede acompañarse con el pecado, sino que debe unirse a la oferta al Señor de un corazón contrito y humillado.
Además, el poder de sanación es donado en un contexto misionero, no con vistas a la exaltación de los individuos, sino para confirmarles en su misión: «Un carisma de sanación no debe nunca ser tratado como una propiedad personal o usado para atraer la atención sobre sí».
Pero sobre todo «es importante que las sanaciones no sean nunca consideradas como aisladas, como eventos individuales, sino más bien como momentos de gracia dentro de un proceso de conversión de amplio alcance que se refiere a las vidas de las personas tocadas de este modo».
Por Mirko Testa, traducido del italiano por Nieves San Martín
EL PENSAMIENTO DE LA IGLESIA CATOLICA SOBRE TEMAS RELACIONADOS CON LA PERSONA HUMANA, LA FAMILIA, LA SOCIEDAD, EL ESTADO Y LA COMUNIDAD INTERNACIONAL.
sábado, 31 de mayo de 2008
viernes, 30 de mayo de 2008
Portavoz vaticano: La falta de voluntad provoca el hambre de los pobres
Análisis del padre Lombardi, director de la Oficina de Información de la Santa Sede
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 4 mayo 2008 (ZENIT.org).-
El aumento del hambre entre los pobres, debida al aumento del precio de alimentos, interpela a las conciencias pues no se debe a la falta de capacidad de producción de comida para todos, sino a la falta de voluntad, explica el portavoz vaticano.
El padre Federico Lombardi S.I., director de la Oficina de Información de la Santa Sede, analiza las causas y consecuencias éticas del «vertiginoso aumento de los precios de cereales», en el editorial del último número de «Octava Dies», semanario del Centro Televisivo Vaticano, del que es también director.
El análisis comienza recordando que «en el año 2000 la cumbre más grande de jefes de Estado de la historia proclamaba solemnemente la "Declaración del Milenio", que enunciaba los objetivos más urgentes para el bien de la humanidad a alcanzar antes del año 2015».
«El primero era reducir a la mitad, en este período, la pobreza extrema y el hambre. Han pasado casi ocho años y, en estos meses, está teniendo lugar una crisis alimentaria gravísima en muchos países a causa de l vertiginoso aumento de los precios de los cereales, de manera que el número de los hambrientos y subalimentados vuelve a crecer rápidamente, corriendo el riesgo de afectar a mil millones de personas, y no parece que la crisis sea pasajera», recuerda.
Citando estudios de expertos, el padre Lombardi ve tres causas en este fenómeno: «la distorsión en el mercado provocada por las subvenciones a la agricultura de los países ricos; la nueva producción de biocombustibles tras las preocupaciones ambientales; el mayor consumo de carnes en grandes países como China y la India, de manera que buena parte de la producción agrícola ya no se dedica directamente a los cereales para la alimentación humana».
Según el padre Lombardi, «lo que falta en el mundo no es comida o la capacidad para producirla, sino más bien la voluntad para resolver el problema más grave: es decir, que los pobres tengan de qué comer. Otras cosas, otras preocupaciones pasan antes».
«Los gastos militares por ejemplo, siguen creciendo --denuncia--. Otros intereses guían el juego de nuestro mundo, a pesar de que la Cumbre del Milenio había proclamado correctamente el primer objetivo». «Pero una cosa es una Declaración, y otra la dura realidad --concluye--. Ahora nuestra mirada se dirige a la nueva cumbre por la seguridad alimentaria del Fondo de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) de junio. Otra oportunidad que no hay que dejarse escapar, pues mientras tanto demasiados pobres mueren».
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 4 mayo 2008 (ZENIT.org).-
El aumento del hambre entre los pobres, debida al aumento del precio de alimentos, interpela a las conciencias pues no se debe a la falta de capacidad de producción de comida para todos, sino a la falta de voluntad, explica el portavoz vaticano.
El padre Federico Lombardi S.I., director de la Oficina de Información de la Santa Sede, analiza las causas y consecuencias éticas del «vertiginoso aumento de los precios de cereales», en el editorial del último número de «Octava Dies», semanario del Centro Televisivo Vaticano, del que es también director.
El análisis comienza recordando que «en el año 2000 la cumbre más grande de jefes de Estado de la historia proclamaba solemnemente la "Declaración del Milenio", que enunciaba los objetivos más urgentes para el bien de la humanidad a alcanzar antes del año 2015».
«El primero era reducir a la mitad, en este período, la pobreza extrema y el hambre. Han pasado casi ocho años y, en estos meses, está teniendo lugar una crisis alimentaria gravísima en muchos países a causa de l vertiginoso aumento de los precios de los cereales, de manera que el número de los hambrientos y subalimentados vuelve a crecer rápidamente, corriendo el riesgo de afectar a mil millones de personas, y no parece que la crisis sea pasajera», recuerda.
Citando estudios de expertos, el padre Lombardi ve tres causas en este fenómeno: «la distorsión en el mercado provocada por las subvenciones a la agricultura de los países ricos; la nueva producción de biocombustibles tras las preocupaciones ambientales; el mayor consumo de carnes en grandes países como China y la India, de manera que buena parte de la producción agrícola ya no se dedica directamente a los cereales para la alimentación humana».
Según el padre Lombardi, «lo que falta en el mundo no es comida o la capacidad para producirla, sino más bien la voluntad para resolver el problema más grave: es decir, que los pobres tengan de qué comer. Otras cosas, otras preocupaciones pasan antes».
«Los gastos militares por ejemplo, siguen creciendo --denuncia--. Otros intereses guían el juego de nuestro mundo, a pesar de que la Cumbre del Milenio había proclamado correctamente el primer objetivo». «Pero una cosa es una Declaración, y otra la dura realidad --concluye--. Ahora nuestra mirada se dirige a la nueva cumbre por la seguridad alimentaria del Fondo de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) de junio. Otra oportunidad que no hay que dejarse escapar, pues mientras tanto demasiados pobres mueren».
miércoles, 28 de mayo de 2008
Casarse por la Iglesia es un chollo
Fuente: Catholic.net
Autor: Remedios Falaguera Silla
SÍ, han leído bien. El amor de “uno con una y para siempre” es posible. Y no me voy a dejar “arrugar” por prejuicios que obstaculicen su defensa . A pesar de las rupturas familiares producidas en España - una cada 3,6 minutos-, y de los dramas personales, familiares y sociales que se derivan de ellas; a pesar de que la cultura dominante ataca frontalmente y sin escrúpulos al cristianismo; a pesar de la marea que nos envuelve del “todo vale” en el amor, el sexo y la convivencia; a pesar de todo ello, ... no me voy a dejar avasallar. ¿Y por qué? Sencillamente, porque la gracia sacramental que Dios concede a los que se quieren unir en su presencia, existe, y yo soy testigo de ello. Les cuento: Llevo casada 24 años con el mismo hombre. Raro en esta época, ¿verdad? Y les puedo asegurar que si no hubiera sido por la gracia que Dios concede a los que juntos quieren realizar su proyecto de amor de por vida, “lo nuestro” no hubiera funcionado. Es más, dice un amigo común de la infancia que nuestro matrimonio es la 6ª prueba de la existencia de Dios. ¿Cómo es posible que dos personas tan distintas hayan podido vivir juntas durante tantos años y se quieran hoy muchísimo más que el día que se comprometieron? Sin querer extenderme mucho, creo que una de las razones fundamentales es saber que cuando nos casamos nos entregamos el uno al otro por entero; no sólo lo que éramos entonces, sino todo lo que íbamos a ser juntos desde entonces; en palabras mas conocidas, porque nos entregamos el uno al otro “para toda la vida”; ser conscientes de esta realidad (que nos es una ilusión, sino que se puede tocar con las manos) nos ayuda a resolver nuestras pequeñas diferencias, nuestras quejas, nuestros problemillas... Porque no nos preocupa tanto si “el otro yo” es la persona ideal , como el hecho de trabajar para ser nosotros la persona apropiada para él. Porque el deseo de dar y compartir es superior a la avaricia de poseer. Porque la lealtad, el respeto, la amistad y el amor son los fundamentos de nuestra fidelidad. Porque saber pedir perdón y echarle mucho sentido del humor nos ayuda a volver a encarrilar nuestro sueño… ¿Inalcanzable? ¡No! Por eso, nosotros, como muchos otros, hemos dedicado para que esto funcione miles de horas, alguna que otra lágrima y cantidades enormes de sonrisas. Solo así tenemos la seguridad de que, por muchas pruebas que tengamos que sortear a lo largo de nuestro camino juntos, “lo nuestro” es para toda la vida. ¡Porque NUNCA estamos solos, como decía San Pablo: "Quien inició en vosotros esta buena obra, la irá consumando". Ya lo siento por los que se lo pierden! ¡Tal vez aún estén a tiempo!
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Autor: Remedios Falaguera Silla
SÍ, han leído bien. El amor de “uno con una y para siempre” es posible. Y no me voy a dejar “arrugar” por prejuicios que obstaculicen su defensa . A pesar de las rupturas familiares producidas en España - una cada 3,6 minutos-, y de los dramas personales, familiares y sociales que se derivan de ellas; a pesar de que la cultura dominante ataca frontalmente y sin escrúpulos al cristianismo; a pesar de la marea que nos envuelve del “todo vale” en el amor, el sexo y la convivencia; a pesar de todo ello, ... no me voy a dejar avasallar. ¿Y por qué? Sencillamente, porque la gracia sacramental que Dios concede a los que se quieren unir en su presencia, existe, y yo soy testigo de ello. Les cuento: Llevo casada 24 años con el mismo hombre. Raro en esta época, ¿verdad? Y les puedo asegurar que si no hubiera sido por la gracia que Dios concede a los que juntos quieren realizar su proyecto de amor de por vida, “lo nuestro” no hubiera funcionado. Es más, dice un amigo común de la infancia que nuestro matrimonio es la 6ª prueba de la existencia de Dios. ¿Cómo es posible que dos personas tan distintas hayan podido vivir juntas durante tantos años y se quieran hoy muchísimo más que el día que se comprometieron? Sin querer extenderme mucho, creo que una de las razones fundamentales es saber que cuando nos casamos nos entregamos el uno al otro por entero; no sólo lo que éramos entonces, sino todo lo que íbamos a ser juntos desde entonces; en palabras mas conocidas, porque nos entregamos el uno al otro “para toda la vida”; ser conscientes de esta realidad (que nos es una ilusión, sino que se puede tocar con las manos) nos ayuda a resolver nuestras pequeñas diferencias, nuestras quejas, nuestros problemillas... Porque no nos preocupa tanto si “el otro yo” es la persona ideal , como el hecho de trabajar para ser nosotros la persona apropiada para él. Porque el deseo de dar y compartir es superior a la avaricia de poseer. Porque la lealtad, el respeto, la amistad y el amor son los fundamentos de nuestra fidelidad. Porque saber pedir perdón y echarle mucho sentido del humor nos ayuda a volver a encarrilar nuestro sueño… ¿Inalcanzable? ¡No! Por eso, nosotros, como muchos otros, hemos dedicado para que esto funcione miles de horas, alguna que otra lágrima y cantidades enormes de sonrisas. Solo así tenemos la seguridad de que, por muchas pruebas que tengamos que sortear a lo largo de nuestro camino juntos, “lo nuestro” es para toda la vida. ¡Porque NUNCA estamos solos, como decía San Pablo: "Quien inició en vosotros esta buena obra, la irá consumando". Ya lo siento por los que se lo pierden! ¡Tal vez aún estén a tiempo!
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martes, 20 de mayo de 2008
El verdadero valor de los valores
Por Sergio Sinay
“No podemos enseñar valores, debemos vivir valores. No podemos dar un sentido a la vida de los demás. Lo que podemos brindarles en su camino por la vida es, más bien y únicamente, un ejemplo: el ejemplo de lo que somos”.
En 1970 el psicoterapeuta austriaco Víctor Frankl, fundador de la logoterapia, afirmaba esto al hablar de la voluntad de sentido. Frankl consideraba a la voluntad de sentido como la forma de percepción que impregna a cada hombre y que, cuando se hace conciente, le permite encontrar un propósito para cumplir más allá de sí mismo, en el encuentro con otro.
Ese propósito justifica y da significado a la existencia. Cada hombre, decía Frankl, debe encontrar el sentido de su vida porque solamente sobrevivir, insistía, no es el máximo valor.
Vivimos en una época y en una sociedad en las que, cada vez más, y en muchos aspectos, “solamente sobrevivir” parece haberse convertido en el único valor. Y no sólo en términos económicos, ser pobre no es único requisito para ser sobreviviente o para no ver otro horizonte que la supervivencia.
La pregunta que urge responder en un mundo que se hunde cada día en un pronunciado, inquietante y trágico vacío existencial es la pregunta por los valores que dan sentido a nuestra vida, a la de cada uno en particular.
Pocas veces la palabra valores ha de haber sido pronunciada tantas veces como en estos últimos tiempos. Esto es motivado por tragedias cercanas, como la de Carmen de Patagones, en donde un adolescente se convierte en asesino serial matando a varios de sus compañeros de colegio, o la de Cromagnon, donde casi doscientas personas mueren en un salón de baile gracias a un cóctel siniestro que combinó la corrupción privada y oficial, la negligencia criminal de un jefe de gobierno y su gabinete y la irresponsabilidad sin excusas de un grupo de rock cegado por la fama y la ambición.
Y también por tragedias con epicentro en otras regiones, como el genocidio, disfrazado de guerra santa, impulsado por el presidente del Imperio más grande del mundo y algunos secuaces menores (entre ellos el primer ministro de un ex imperio que perdió las uñas pero no las mañas), las irracionales matanzas del terrorismo fundamentalista, o las tragedias ecológicas que tienen colaboración humana.
Se habla de transmitir valores, de educar en valores, de preguntarnos por nuestros valores y por los que les dejamos a nuestros hijos.
Quizá cada uno de nosotros, células del organismo social que integramos, debiéramos preguntarnos, a la manera de Frankl, cómo estamos viviendo aquellos valores que declamamos.
Porque los valores son verbos antes que sustantivos. En un mundo donde basta una mentira mil veces repetida para invadir y destruir un país, en un mundo donde un candidato, ya convertido en presidente, puede admitir que mintió para ganar porque sino no lo hubieran votado, en un mundo donde las leyes sólo se invocan para que las cumplan los otros, en un mundo donde los derechos se reclaman pronto y las obligaciones se olvidan rápido, en un mundo donde cualquiera puede creerse dueño de Dios y, en consecuencia, matar a los “infieles”, en un mundo donde no tener es no ser, en un mundo donde consumir se percibe como sinónimo de vivir y se cree que la adrenalina es más importante que la sangre y por lo tanto hay que generarla todo el tiempo y de cualquier modo, ¿de qué hablamos al hablar de valores? ¿Qué decimos, más allá de palabras bellas, o fuertes, o asertivas, cuando proponemos valores?
En Calígula, la impresionante obra teatral de Albert Camus, cuando el emperador decide apoderarse de las herencias de todos los ciudadanos de Roma previa ejecución de los mismos, lo justifica de una manera clara y brutal: “Si el Tesoro tiene importancia, la vida humana no la tiene. La vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo”.
Resulta estremecedor observar el paisaje cotidiano de nuestra sociedad y los modelos que, cada vez más, prevalecen en las relaciones interpersonales, porque, sin distinción de clase, de nivel cultural o económico, pareciera que la idea de Calígula se impone con constancia, con prisa y sin pausa.
Vuelvo a Frankl. Él sostenía que era la conciencia el órgano que podría guiar al hombre en la búsqueda del sentido, que en ella reside la capacidad “de percibir totalidades de sentido en situaciones concretas de la vida”.
Para ello debe estar despierta. En estos días sombríos es importante no seguir adormeciendo a la conciencia bajo torrentes de declamaciones.
Esto no sólo vale para políticos, educadores, profesionales y funcionarios. También para cada uno, cada hombre, cada mujer, cada padre, cada madre, en su espacio más propio, íntimo y cotidiano.
Si no, los trágicos gritos que quedan como eco de las tragedias no naturales en el mundo que habitamos no bastarán para interrumpir el festival de sinsentido y vacío en el que baila una sociedad que, dos mil años después, podría volver a tener a Calígula como líder y mentor.
Si de veras creemos que vamos a enseñar valores, empecemos por vivirlos. Aquí y ahora.
Sergio Sinay - sergio@sergiosinay.com
“No podemos enseñar valores, debemos vivir valores. No podemos dar un sentido a la vida de los demás. Lo que podemos brindarles en su camino por la vida es, más bien y únicamente, un ejemplo: el ejemplo de lo que somos”.
En 1970 el psicoterapeuta austriaco Víctor Frankl, fundador de la logoterapia, afirmaba esto al hablar de la voluntad de sentido. Frankl consideraba a la voluntad de sentido como la forma de percepción que impregna a cada hombre y que, cuando se hace conciente, le permite encontrar un propósito para cumplir más allá de sí mismo, en el encuentro con otro.
Ese propósito justifica y da significado a la existencia. Cada hombre, decía Frankl, debe encontrar el sentido de su vida porque solamente sobrevivir, insistía, no es el máximo valor.
Vivimos en una época y en una sociedad en las que, cada vez más, y en muchos aspectos, “solamente sobrevivir” parece haberse convertido en el único valor. Y no sólo en términos económicos, ser pobre no es único requisito para ser sobreviviente o para no ver otro horizonte que la supervivencia.
La pregunta que urge responder en un mundo que se hunde cada día en un pronunciado, inquietante y trágico vacío existencial es la pregunta por los valores que dan sentido a nuestra vida, a la de cada uno en particular.
Pocas veces la palabra valores ha de haber sido pronunciada tantas veces como en estos últimos tiempos. Esto es motivado por tragedias cercanas, como la de Carmen de Patagones, en donde un adolescente se convierte en asesino serial matando a varios de sus compañeros de colegio, o la de Cromagnon, donde casi doscientas personas mueren en un salón de baile gracias a un cóctel siniestro que combinó la corrupción privada y oficial, la negligencia criminal de un jefe de gobierno y su gabinete y la irresponsabilidad sin excusas de un grupo de rock cegado por la fama y la ambición.
Y también por tragedias con epicentro en otras regiones, como el genocidio, disfrazado de guerra santa, impulsado por el presidente del Imperio más grande del mundo y algunos secuaces menores (entre ellos el primer ministro de un ex imperio que perdió las uñas pero no las mañas), las irracionales matanzas del terrorismo fundamentalista, o las tragedias ecológicas que tienen colaboración humana.
Se habla de transmitir valores, de educar en valores, de preguntarnos por nuestros valores y por los que les dejamos a nuestros hijos.
Quizá cada uno de nosotros, células del organismo social que integramos, debiéramos preguntarnos, a la manera de Frankl, cómo estamos viviendo aquellos valores que declamamos.
Porque los valores son verbos antes que sustantivos. En un mundo donde basta una mentira mil veces repetida para invadir y destruir un país, en un mundo donde un candidato, ya convertido en presidente, puede admitir que mintió para ganar porque sino no lo hubieran votado, en un mundo donde las leyes sólo se invocan para que las cumplan los otros, en un mundo donde los derechos se reclaman pronto y las obligaciones se olvidan rápido, en un mundo donde cualquiera puede creerse dueño de Dios y, en consecuencia, matar a los “infieles”, en un mundo donde no tener es no ser, en un mundo donde consumir se percibe como sinónimo de vivir y se cree que la adrenalina es más importante que la sangre y por lo tanto hay que generarla todo el tiempo y de cualquier modo, ¿de qué hablamos al hablar de valores? ¿Qué decimos, más allá de palabras bellas, o fuertes, o asertivas, cuando proponemos valores?
En Calígula, la impresionante obra teatral de Albert Camus, cuando el emperador decide apoderarse de las herencias de todos los ciudadanos de Roma previa ejecución de los mismos, lo justifica de una manera clara y brutal: “Si el Tesoro tiene importancia, la vida humana no la tiene. La vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo”.
Resulta estremecedor observar el paisaje cotidiano de nuestra sociedad y los modelos que, cada vez más, prevalecen en las relaciones interpersonales, porque, sin distinción de clase, de nivel cultural o económico, pareciera que la idea de Calígula se impone con constancia, con prisa y sin pausa.
Vuelvo a Frankl. Él sostenía que era la conciencia el órgano que podría guiar al hombre en la búsqueda del sentido, que en ella reside la capacidad “de percibir totalidades de sentido en situaciones concretas de la vida”.
Para ello debe estar despierta. En estos días sombríos es importante no seguir adormeciendo a la conciencia bajo torrentes de declamaciones.
Esto no sólo vale para políticos, educadores, profesionales y funcionarios. También para cada uno, cada hombre, cada mujer, cada padre, cada madre, en su espacio más propio, íntimo y cotidiano.
Si no, los trágicos gritos que quedan como eco de las tragedias no naturales en el mundo que habitamos no bastarán para interrumpir el festival de sinsentido y vacío en el que baila una sociedad que, dos mil años después, podría volver a tener a Calígula como líder y mentor.
Si de veras creemos que vamos a enseñar valores, empecemos por vivirlos. Aquí y ahora.
Sergio Sinay - sergio@sergiosinay.com
domingo, 11 de mayo de 2008
La fe de los ateos
La fe de los ateos
Fuente: Fluvium.org
Autor: Íñigo Alfaro
Xavier Zubiri decía –palabras más, palabras menos– que todos creemos en un Dios, lo que pasa es que no nos ponemos de acuerdo en cuál. La idea es tan provocadora como cierta. Provocadora del porqué basta asomarse un poco al mundo para darse cuenta de que hay muchos hombres y mujeres que afirman, sin pestañear, que Dios no existe. Cierta, porque si esas personas lo reflexionasen a fondo se darían cuenta de que su ateísmo va de la mano de una gran fe. Una fe tal vez mayor que la de los creyentes. Porque la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de todos los tiempos que han observado el mundo con sencillez –lo cuál no quiere decir sin pensar–, se ha dado cuenta de que lo más lógico es que exista un Dios que organice este jaleo cósmico y que lo haya guiado hacia ese milagro que llamamos vida. Porque por mucho que quitemos a Dios de en medio, el universo y sus maravillas nos siguen preguntando: ¿a dónde vamos? ¿De dónde venimos? La primera pregunta es más fácil de responder con banalidades: a ninguna parte; a la nada; no se sabe, etc. Creo que, a la hora de la verdad, cuando la vida apriete, la muerte nos acaricie o, simplemente, cuando tengamos un minuto para pensar, ninguna de esas respuestas nos consolará. Mientras tanto, para los que responden así, basta con no preocuparse demasiado. La segunda pregunta es más complicada. Las banalidades tienen que ser más sofisticadas. El porqué del universo no puede responderse con un simple “porque sí”. Por eso los ateos se han visto obligados a buscar otras respuestas que les sacien o que, al menos, les tranquilicen Por un lado están quienes, para salvar la ínfima probabilidad de la aparición de la vida, dicen que, en realidad, éste no es si no uno de los millones de universos que han existido y que ha sido precisamente en éste donde ha surgido la vida. La idea no está mal, incluso tiene cierto ingenio. Pero es totalmente gratuita e indemostrable. Si escribiésemos un libro al respecto, tendría que ser de ciencia ficción. Por otro lado están los que, para salvar las apariencias, se agarran al darwinismo como los náufragos de la balsa de medusa en medio de un mar de incongruencias. Hay que reconocer que Darwin tenía algo de razón, pero pretender que el ciego azar sea el creador de la inteligencia humana es como pretender que Rompetechos pintó la Capilla Sixtina. Existen muchos más intentos de respuesta, pero la mayoría son una variante más o menos manida de los anteriores. El problema de estas afirmaciones es que, al final, requieren de una gran dosis de fe para ser aceptadas. Porque –si creer es aceptar lo que no vemos- creer que la vida ha surgido por la existencia de infinitos –e indemostrables– universos supone un gran acto de fe. Porque creer que la inteligencia es fruto de una casualidad inconsciente es otro gran acto de fe. Ambos son actos de fe mucho mayores que creer que Dios ha creado, y dirige con sus leyes y con su amor, el universo en el que vivimos. Es verdad que la razón humana no puede decirnos todo sobre Dios. Es más, nos dice muy poco y pretender lo contrario sería muy pretencioso. Pero que Dios existe, está perfectamente a su alcance. En cambio, creer en el dios azar o en el mito de los infinitos universos parece más práctico. Ninguno de ellos puede reclamarnos la justicia, la coherencia de vida, el amor o el respeto por los demás. Pero tienen un problema: ni respetan la realidad ni respetan la inteligencia humana. Son actos de fe irracionales y nos convierten en seres aislados y egoístas. Al final –y también al principio– resulta que lo más razonable es creer en Dios. Por eso ya decía Juan Pablo II que la fe y la razón son dos alas que nos elevan a la contemplación de la verdad. El que encuentre a Dios con la razón será capaz de ver el mundo con mucha mayor amplitud y perspectiva, pero sin perder pie en la realidad. El que, además, crea lo que la revelación le dice podrá vivir en plenitud –aunque cueste– y sentirse amado siempre, hasta la eternidad. El que tenga que apostar que no lo dude.
Fuente: Fluvium.org
Autor: Íñigo Alfaro
Xavier Zubiri decía –palabras más, palabras menos– que todos creemos en un Dios, lo que pasa es que no nos ponemos de acuerdo en cuál. La idea es tan provocadora como cierta. Provocadora del porqué basta asomarse un poco al mundo para darse cuenta de que hay muchos hombres y mujeres que afirman, sin pestañear, que Dios no existe. Cierta, porque si esas personas lo reflexionasen a fondo se darían cuenta de que su ateísmo va de la mano de una gran fe. Una fe tal vez mayor que la de los creyentes. Porque la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de todos los tiempos que han observado el mundo con sencillez –lo cuál no quiere decir sin pensar–, se ha dado cuenta de que lo más lógico es que exista un Dios que organice este jaleo cósmico y que lo haya guiado hacia ese milagro que llamamos vida. Porque por mucho que quitemos a Dios de en medio, el universo y sus maravillas nos siguen preguntando: ¿a dónde vamos? ¿De dónde venimos? La primera pregunta es más fácil de responder con banalidades: a ninguna parte; a la nada; no se sabe, etc. Creo que, a la hora de la verdad, cuando la vida apriete, la muerte nos acaricie o, simplemente, cuando tengamos un minuto para pensar, ninguna de esas respuestas nos consolará. Mientras tanto, para los que responden así, basta con no preocuparse demasiado. La segunda pregunta es más complicada. Las banalidades tienen que ser más sofisticadas. El porqué del universo no puede responderse con un simple “porque sí”. Por eso los ateos se han visto obligados a buscar otras respuestas que les sacien o que, al menos, les tranquilicen Por un lado están quienes, para salvar la ínfima probabilidad de la aparición de la vida, dicen que, en realidad, éste no es si no uno de los millones de universos que han existido y que ha sido precisamente en éste donde ha surgido la vida. La idea no está mal, incluso tiene cierto ingenio. Pero es totalmente gratuita e indemostrable. Si escribiésemos un libro al respecto, tendría que ser de ciencia ficción. Por otro lado están los que, para salvar las apariencias, se agarran al darwinismo como los náufragos de la balsa de medusa en medio de un mar de incongruencias. Hay que reconocer que Darwin tenía algo de razón, pero pretender que el ciego azar sea el creador de la inteligencia humana es como pretender que Rompetechos pintó la Capilla Sixtina. Existen muchos más intentos de respuesta, pero la mayoría son una variante más o menos manida de los anteriores. El problema de estas afirmaciones es que, al final, requieren de una gran dosis de fe para ser aceptadas. Porque –si creer es aceptar lo que no vemos- creer que la vida ha surgido por la existencia de infinitos –e indemostrables– universos supone un gran acto de fe. Porque creer que la inteligencia es fruto de una casualidad inconsciente es otro gran acto de fe. Ambos son actos de fe mucho mayores que creer que Dios ha creado, y dirige con sus leyes y con su amor, el universo en el que vivimos. Es verdad que la razón humana no puede decirnos todo sobre Dios. Es más, nos dice muy poco y pretender lo contrario sería muy pretencioso. Pero que Dios existe, está perfectamente a su alcance. En cambio, creer en el dios azar o en el mito de los infinitos universos parece más práctico. Ninguno de ellos puede reclamarnos la justicia, la coherencia de vida, el amor o el respeto por los demás. Pero tienen un problema: ni respetan la realidad ni respetan la inteligencia humana. Son actos de fe irracionales y nos convierten en seres aislados y egoístas. Al final –y también al principio– resulta que lo más razonable es creer en Dios. Por eso ya decía Juan Pablo II que la fe y la razón son dos alas que nos elevan a la contemplación de la verdad. El que encuentre a Dios con la razón será capaz de ver el mundo con mucha mayor amplitud y perspectiva, pero sin perder pie en la realidad. El que, además, crea lo que la revelación le dice podrá vivir en plenitud –aunque cueste– y sentirse amado siempre, hasta la eternidad. El que tenga que apostar que no lo dude.
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