domingo, 30 de mayo de 2010

El Dios de los Cristianos: LA SANTÍSIMA TRINIDAD I




1. INTRODUCCIÓN


Miles de personas abandonan cada año sus hogares para irse a servir a los más pobres en el nombre de Dios. La Inquisición juzgaba a sus reos en el nombre de Dios. Los hospitales fueron un invento de la Iglesia para curar a los enfermos en el nombre de Dios. Muchas guerras entre pueblos se hicieron en el nombre de Dios. Hay personas que no se casan, abandonan los bienes materiales, ayunan y se levantan de madrugada para orar en el nombre de Dios. Hay quien se mantiene en el poder y oprime al pueblo en el nombre de Dios. Algunos se consagran al servicio de las mujeres más desfavorecidas, para hacerlas descubrir su dignidad en el nombre de Dios. Otros no permiten estudiar a las mujeres y les practican la ablación del clítoris en el nombre de Dios. Una cosa está clara, todas estas cosas las hacen seres humanos influenciados por distintas maneras de entender a Dios.

Con motivo de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, así como de los acontecimientos posteriores, algunos periodistas escribieron en diarios de tirada nacional que las religiones son continuamente motivo de conflicto, que Dios es una proyección de los miedos y esperanzas del hombre primitivo, una excusa para defender los privilegios de unas clases o de unos pueblos sobre los demás y un impedimento para que los seres humanos se comprometan en la construcción de un mundo más racional. Se repetían los viejos tópicos que hicieron escribir a Martín Buber en 1961: «Dios es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna otra está tan manchada... Las generaciones humanas han cargado el peso de su vida angustiada sobre esta palabra y la han dejado por los suelos; yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas con sus disensiones religiosas han dilacerado esa palabra; han matado y se han dejado matar por ella; esa palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre... Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra "Dios"; se asesinan unos a otros y dicen hacerlo en el nombre de Dios... Debemos respetar a aquellos que evitan este nombre, porque es un modo de rebelarse contra la injusticia y la corrupción, que suelen escudarse en la autoridad de Dios». Así pues, antes de pasar adelante hemos de clarificar a qué «Dios» nos referimos.

La Filosofía habla de Dios en el tratado de Teodicea, como de un ser omnipotente, omnisciente, impasible, inmutable, feliz en la contemplación de sus perfecciones, motor inmóvil, causa increada, principio sin principio... Santo Tomás, en las primeras páginas de la Suma Teológica, nos dice que Dios es el fundamento último de toda la realidad, que no necesita a su vez ningún otro fundamento, que todo lo sustenta y todo lo mueve; Dios es el bien supremo en el que participan todos los bienes infinitos y que es su base; Dios es el último fin que dirige y ordena todas las cosas. S. Anselmo de Canterbury definió a Dios como «aquello, mayor de lo cual nada puede pensarse», no en el sentido de que es lo más grande que podemos pensar, sino que es más grande de todo lo que podemos pensar, porque supera nuestras capacidades.

Las distintas religiones también hablan de Dios, de los dioses o de lo divino, como aquel ser o aquellos seres que gobiernan el Universo, las estaciones, la vida sobre la tierra, que justifican o mantienen el orden establecido o que remedian las necesidades de los hombres. A lo largo de los siglos se han escrito páginas sublimes sobre Dios y sobre el culto que debemos ofrecerle y otras verdaderamente deplorables. Al fin y al cabo, son cosas que los hombres –normalmente con buena voluntad- han dicho o escrito sobre Dios. Pero no podemos olvidar que «a Dios nadie le ha visto nunca» (Jn 1, 18). S. Juan de la Cruz nos explica que «así como nuestros ojos pueden ver los objetos iluminados por la luz, pero no pueden mirar directamente al sol, porque el exceso de luz los quemaría, así nuestro entendimiento puede comprender las obras de Dios, pero no a Dios mismo, porque supera nuestras capacidades».

La Sagrada Escritura nos dice que Dios ha tenido una paciencia infinita con los hombres, porque nos ama como un padre a sus hijos. Ya antiguamente se manifestó de formas muy variadas a aquellas personas de buena voluntad que buscaron sinceramente su rostro y, de manera parcial, se fue revelando. Esto era una preparación para su manifestación definitiva. Finalmente, en Cristo se nos ha dado del todo, de manera directa, sin intermediarios: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres en el pasado, por medio de los profetas. Ahora, en estos tiempos finales nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1, 1-2). La pretensión cristiana es que «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su propio Hijo, nacido de una mujer» (Gal 4, 4). En su infinita misericordia, Dios nos ha hablado; y no por medio de mensajeros iluminados, sino haciéndose uno de nosotros, usando nuestro propio lenguaje para que podamos entenderle. Ha entrado en nuestra historia y se ha dirigido a nosotros para explicarnos quién es Él, qué espera de los hombres y quiénes somos nosotros mismos.

Compadeciéndose de nuestro extravío, en Jesucristo nos ha revelado el camino de la verdad y de la sabiduría: «¿Desprecias acaso la inmensa bondad de Dios, su paciencia y su generosidad, ignorando que es la bondad de Dios la que te invita al arrepentimiento?... Ahora se ha manifestado la fuerza salvadora de Dios que, por medio de la fe en Jesucristo, alcanzará a todos los que crean» (Rom 2, 4; 3, 21). Si en Cristo es Dios mismo el que nos habla, no podemos quedarnos indiferentes, porque Él espera una respuesta de nosotros. Ante nosotros se presentan la luz y las tinieblas, la vida y la muerte, la felicidad y la insatisfacción. Es necesario hacer opciones: «Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1Jn 5, 12). Así de sencillo y de contundente: Jesús no es un añadido, una opción entre otras, sino la presencia de Dios-con-nosotros. Si lo acogemos, tenemos la Vida eterna y la Verdad de Dios, si lo rechazamos nos quedamos con nuestra pequeña vida mortal y con nuestras verdades a medias. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de Él. El que cree en Él no será condenado; por el contrario, el que no cree en Él ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios. El motivo de esta condenación está en que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz» (Jn 3, 16ss).

San Juan de la Cruz, en dos de los capítulos más densos de sus obras (Subida al Monte Carmelo, libro 2, cap. 21 y 22) nos explica cómo, para quienes no conocen a Cristo o para quienes vivieron antes de la Encarnación, son lícitas cosas que no lo son para los cristianos. Dios ha usado con nosotros de una pedagogía exquisita y ha permitido muchas cosas que no eran buenas en nuestro proceso de crecimiento. Él sabe que buscábamos a tientas, guiados sólo de nuestros buenos deseos. Pero ahora ha salido a nuestro encuentro para revelarnos lo que nunca habríamos podido descubrir con nuestras fuerzas. Por eso se ha terminado el tiempo de la búsqueda. Ahora sólo nos queda acoger a Aquél que es la Verdad y profundizar en su mensaje: «Lo cual se entenderá mejor por esta comparación: Tiene un padre de familia en su mesa muchos y diferentes manjares y unos mejores que otros. Está un niño pidiéndole de un plato, no del mejor, sino del primero que encuentra; y pide de aquél porque él sabe comer mejor de aquél que de otro. Y, como el padre ve que aunque le dé del mejor manjar no lo ha de tomar, sino de aquel que pide, y que no tiene gusto sino en aquél, porque no se quede sin su comida y desconsolado, dale de aquél con tristeza... A la misma manera condesciende Dios con las almas, concediéndoles lo que no les está mejor, porque ellas no quieren o no saben ir sino por allí... En el Antiguo Testamento eran lícitas las preguntas que se hacían a Dios, porque aún entonces no estaba bien fundamentada la fe ni establecida la ley evangélica... Y todo lo que respondía, y hablaba, y obraba, y revelaba eran misterios de nuestra fe y cosas enderezadas a ella... Pero al darnos a su Hijo, que es su Palabra, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una sola vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar... Míralo tú bien, que ahí hallarás todo lo que buscas y deseas, y mucho más».

Podemos decir que las religiones representan el movimiento ascendente de la humanidad hacia Dios. Desde el principio de su historia, los seres humanos sienten la necesidad de Dios en lo más profundo de su ser y hacen lo posible por conocerle y agradarle, escribiendo tratados y buscando definiciones que descifren su misterio. Esfuerzo que surge de una necesidad interior escrita en nuestro corazón por Dios mismo, ya que fuimos creados para la comunión con Él. Pero esfuerzo estéril, al fin y al cabo, porque Dios siempre supera todo lo que podemos pensar o comprender. Todas nuestras torres de Babel están condenadas al fracaso, porque el cielo queda siempre más allá de nuestras capacidades. El Cristianismo, sin embargo, representa un movimiento descendente de Dios hacia los hombres. En el primer caso, nos encontramos ante los discursos o intuiciones de hombres piadosos o iluminados, en el segundo ante la misma Palabra de Dios que se dirige a nosotros. Las religiones son buenas y valiosas como revelaciones parciales de Dios, mientras no se conoce la Revelación definitiva del Dios Vivo. En Jesucristo ha terminado la búsqueda de la humanidad, porque es Dios mismo el que nos ha buscado a nosotros: «A Dios nadie lo ha visto nunca. El Hijo Único de Dios, que es Dios y está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18). Por lo tanto, como nos recuerda la Dominus Iesus, las creencias de las religiones son las experiencias y pensamientos que los hombres, en la búsqueda de la verdad, han ideado y creado en su referencia a lo Divino y Absoluto. A través de ellas, muchas personas han llegado a una experiencia religiosa con Dios, que no deja de hacerse presente de muchos modos en personas y pueblos para ofrecer su salvación, aunque las religiones contengan lagunas, insuficiencias y errores. Pero la revelación de Jesucristo tiene un carácter definitivo y completo. Con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, señales y milagros, con su muerte y resurrección, y con el envío del Espíritu Santo, lleva a plenitud toda revelación. El verdadero rostro de Dios sólo lo podemos conocer mirando a Jesucristo: «Llevo tanto tiempo contigo, ¿y aún no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9).

Lo que hemos descubierto en Jesucristo es un misterio que sobrepasa todas nuestras esperanzas e imaginaciones: Dios no es un ser solitario, que vive aburrido en su lejano cielo, sino que es Trinidad, Comunión, Acogida, Donación, Encuentro, Familia, desde toda la eternidad. Un Padre que da su Vida, su Ser y su Amor a su Hijo. Un Hijo que es igual que su Padre y le devuelve todo lo que de él recibe: su Vida, su Ser, su Amor. Un Espíritu Santo que es el Ser, la Vida y el Amor del Padre hacia el Hijo y del Hijo hacia el Padre. Toda familia y toda comunidad deberían tener por modelo a Dios mismo. En Él la entrega, el amor, el vivir el uno para el otro es lo único importante.

sábado, 29 de mayo de 2010

Jesucristo: Sumo y Eterno Sacerdote






Jueves después de Pentecostés.



1."Os he llamado amigos, porque os he manifestado todo lo que he oído a mi Padre. No me habéis elegido vosotros a mí, soy yo quien os he elegido y os he destinado a que os pongáis en camino y deis fruto, y un fruto que dure" (Jn 15,15).

Jesús entrega su amistad y pide la nuestra. Ha dejado de ser el Maestro para convertirse en amigo. Escuchad como dice: Vosotros sois mis amigos... No os llamo siervos, os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer…En aras de esa amistad, que es entrañable, que es verdadera y ardorosa, desea atajar a los que aún pudieran no hacerle caso. "No sois vosotros -les dice- los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido".

Es un compañero deseoso de salvar, de alegrar y de llenar de paz a sus amigos. "Os he hablado para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud". El Maestro está con los brazos abiertos de la amistad tendidos hacia nosotros. Y con la alegría como promesa y como ofrenda. Nunca se ha visto un Dios igual. Camina ahora mismo y por cualquier calle. Por la acera de tu casa, seguro. Y está diciendo que es amigo tuyo, que te quiere igual que a su Padre y que desea llenarte de alegría. Lo va repitiendo al paso, según se acerca a tu puerta (ARL BREMEN).


2. Por lo mismo que Dios ama, creó el mundo: ¡Cuánta maravilla, cuánta belleza!:

"¡Oh montes y espesuras,
plantados por la mano del Amado!,
¡oh, prado de verduras de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha pasado" (San Juan de la Cruz)

Creó los hombres. Los hombres desobedecieron y pecaron. (Gén 3,9). El pecado es un desequilibrio, un desorden, como un ojo monstruoso fuera de su órbita, como un hueso fuera de su sitio, buscando el placer, la satisfacción del egoismo, de la soberbia. Como un sol que se sale del camino buscando su independencia. Frustraron el camino y la meta de la felicidad. De ahí nace la necesidad de la expiación, del sufrimiento, del dolor, por amor, para restablecer el equilibrio y el orden. Dios envía una Persona divina, su Hijo, a "aplastar la cabeza de la serpiente", haciéndose hombre para que ame como Dios, hasta la muerte de cruz, con el Corazón abierto.


3. Ese Hombre Dios, el Siervo de Yavé, que, "desfigurado no parecía hombre, como raiz en tierra árida, si figura, sin belleza, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, considerado leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes, como cordero llevado al matadero" Isaías 52,13, inicia la redención de los hombres, sus hermanos. El es la Cabeza, a la cual quiere unir a todos los hombres, que convertidos en sacerdotes, darán gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu, e incorporados a la Cabeza, serán corredentores con El de toda la humanidad. El Padre, cuya voluntad ha venido a cumplir, lo ha constituído Pontífice de la Alianza Nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinando, en su designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio. Para eso, antes de morir, elige a unos hombres para que, en virtud del sacerdocio ministerial, bauticen, proclamen su palabra, perdonen los pecados y renueven su propio sacrificio, en beneficio y servicio de sus hermanos. "Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en su nombre el sacrificio de la redención, y preparan a sus hijos el banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en su amor, se alimenta con su palabra y se fortalece con sus sacramentos. Sus sacerdotes, al entregar su vida por él y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad y amor" (Prefacio).

domingo, 23 de mayo de 2010

El don del Espíritu Santo



Monseñor Rodrigo Aguilar Martínez


TEHUACÁN, sábado, 22 mayo 2010 (ZENIT.org-El Observador).- Publicamos esta meditación del obispo de Tehuacán (México), monseñor Rodrigo Aguilar Martínez sobre la fiesta del Espíritu Santo, la solemnidad de Pentecostés, que se celebra este domingo.


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El Don del Espíritu Santo


El próximo domingo culminaremos el tiempo pascual con la fiesta solemne de Pentecostés.

Según nos dice san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, el Espíritu Santo que recibieron los discípulos de Jesús provocó diversas manifestaciones: Una primera, muy llamativa, fue que lo que ellos hablaban, cada uno de los oyentes lo entendía en su propio idioma, como signo de la unidad en la diversidad; pero quiero fijarme más en la actitud de valentía con que los discípulos, sostenidos por el Espíritu Santo, dan testimonio de Jesús muerto y resucitado, e incluso la enorme alegría que experimentan al sufrir cárceles o persecución por causa de este anuncio de Jesús.

El Espíritu Santo se derrama generosamente en nosotros en la medida de nuestra fe, o sea de nuestra disponibilidad a dejarnos conducir por el mismo Espíritu y dar frutos como discípulos y testigos de Jesucristo. Con nuestras solas fuerzas somos frágiles e inconstantes, pero Cristo Jesús nos concede su Espíritu para dar testimonio valiente de nuestra fe. Me vienen a la mente algunas de las palabras que el Papa Benedicto XVI pronunciaba la semana pasada en Portugal y que ahora cito: "cuando según la opinión de muchos -dice el Papa- la fe católica ha dejado de ser patrimonio común de la sociedad, y se la ve a menudo como una semilla acechada y ofuscada por "divinidades" y por los señores de este mundo, será muy difícil que la fe llegue a los corazones mediante simples disquisiciones o moralismos, y menos aún a través de genéricas referencias a los valores cristianos.

El llamamiento valiente a los principios en su integridad es esencial e indispensable; no obstante, el mero enunciado del mensaje no llega al fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia la vida. Lo que fascina es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él."

Cristo Jesús no deja de estar presente con la acción de su Espíritu en la vida de la Iglesia; pero hay muchos bautizados que no reconocen esta presencia de Jesús, ni la acción eficaz de su Espíritu.

El Espíritu Santo nos renueve y fortalezca con sus dones: Nos haga salir del miedo, de la poquedad, de la flojera para que, siendo fieles a Jesucristo, demos un testimonio valiente como discípulos suyos en nuestro ambiente, con obras de verdad, de bondad, de justicia, de solidaridad.

domingo, 16 de mayo de 2010

La Ascensión del Señor



Lucas 24, 46-53


En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Así estaba escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto. Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante Él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.


Reflexión


La Ascensión es sin duda un misterio de la vida de Cristo poco meditado. Sin embargo, adquiere especial consideración porque es parte de la resurrección de Cristo. No se entendería la resurrección sin la ascensión. De entre las muchas enseñanzas de la Ascensión podríamos considerar estas dos: Cristo fue levantado de la tierra para atraer a todos hacia Él (Jn 12, 32) y para sentarse a la derecha del Padre, como profesamos en la oración del credo cada domingo o con mayor frecuencia.

“La elevación de Cristo en la cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo”. (Catecismo de la Iglesia Católica no.662) Por ello encontramos en la cruz el inicio de su ascensión. Y todo con este único fin, atraer a todos lo hombres hacia Él. Jesús aceptó subir a la cruz para mantenernos unidos a Él, para que ninguno se perdiera. He aquí la grande y única aspiración de Cristo en la tierra. Su amor a cada hombre incluso por los que se resistirían a creer en Él. Sin embargo, así como aceptó subir a la cruz, sube al cielo para que disfrutemos de su gloria. Como lo hicieron sus apóstoles que después de verlo resucitado lo fueron a adorar al cenáculo. Nosotros, ¿cuándo fue la última vez dirigimos una oración de alabanza, de gloria, de adoración como lo hicieron los apóstoles?

Por otro lado, que Jesús esté sentado a la derecha del Padre nos quiere decir que a partir de ese momento Cristo inaugura el reino de Dios. Reino que no será destruido jamás. Reino que nunca pasará. Imperio que es eterno. Cada cristiano pertenece a este reino. De nosotros depende que este reino sea grande. Expandiéndolo por medio de la palabra de Cristo; y que sea fuerte en una unión monolítica por medio de la caridad, del perdón de la paciencia. Tal como la respondió Cristo a quienes le crucificaron.

sábado, 8 de mayo de 2010

8 de mayo - fiesta de la Virgencita de Lujan en la celebración del Bicentenario



Su maravillosa historia junto al negrito Manuel

Esta fecha inicia la celebración del Bicentenario en Argentina, festejo que se iniciará hoy con un gesto cuyo centro será la Basílica de Luján y que se replicará en todo el país. Frente al Santuario se realizará un acto que tendrá su momento culminante a las 15, con el encendido de un cirio realizado con velas de los peregrinos, que simbolizará “el pedido de una luz nueva de esperanza para la Argentina”. Este gesto se replicará en todo el país, por lo que se espera que el sábado 8 de mayo a las 15, en cada calle, plaza y hogar, en el lugar en el que la gente se encuentre, se encienda una vela y se rece la Oración por la Patria, un Padrenuestro y un Avemaría.

En esta especial celebración de la fiesta de la Virgencita de Lujan, los invitamos a conocer la maravillosa narración de su origen, junto al negrito Manuel, verdadero heroe de esta historia. Junto al milagro inicial, muchos otros milagros dieron impulso al surgimiento de nuestra Madre amorosa junto al Rio Lujan, cerca de Buenos Aires, Argentina.


En la foto adjunta pueden ver como es la imagen en realidad, al abrirse la capa que tradicionalmente la cubre, imagen que viniera desde Brasil para quedarse por siempre en el Rio de la Plata.


Virgencita de Lujan, andadora de caminos, danos a tu Hijo, Jesús. Danos tu mano para que aprendamos a rezar sujetos a vos. Que nunca te dejemos de imitar y de acompañar.

En Lujan se acuna la historia del hombre junto a Su Madre, la Virgen. En este mayo, mes de María, invoquemos su poderosa intercesión ante el Trono de Su Hijo, el Rey del Cielo y la Tierra.

http://www.reinadelcielo.org/estructura.asp?intSec=1&intId=3

sábado, 1 de mayo de 2010

San José Obrero - DIA del TRABAJADOR/A





Evangelio: Mt 13, 54-58


Y al llegar a su ciudad se puso a enseñarles en su sinagoga, de manera que se quedaban admirados y decían: —¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto? Y se escandalizaban de él. Pero Jesús les dijo: —No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra y en su casa. Y no hizo allí muchos milagros por su incredulidad.


El valor del trabajo

Celebramos hoy con toda la Iglesia a San José, esposo de la Santísima Virgen y, según la ley judía, padre de Jesús, aunque no lo fuera por la generación habitual de la carne. No era, sin embargo, Jesús menos hijo de su corazón que los hijos comunes lo son de sus padres. Sin temor a exagerar, podemos afirmar que José es padre de Jesús, el hijo de María siempre Virgen, con una paternidad excelsa y muy superior a la de los padres que engendran según la carne. Como afirma san Agustín, a José no sólo se le debe el nombre de padre, sino que se le debe más que a otro alguno (...), ¿cómo era padre? Tanto más profundamente padre, cuanto más casta fue su paternidad. Algunos pensaban que era padre de Nuestro Señor Jesucristo, de la misma forma que son padres los demás, que engendran según la carne, y no sólo reciben a sus hijos como fruto de su afecto espiritual. Por eso dice San Lucas: se pensaba que era padre de Jesús. ¿Por qué dice sólo se pensaba? Porque el pensamiento y el juicio humanos se refieren a lo que suele suceder entre los hombres. Y el Señor no nació del germen de José. Sin embargo, a la piedad y a la caridad de José, le nació un hijo de la Virgen María, que era Hijo de Dios.

José amaba a Jesús como no somos capaces de amar los demás hombres. Entregó al Hijo de Dios encarnado lo mejor de sí mismo, incluyendo el trabajo que llenaba su vida y sustentaba a la Familia que quiso Dios para nacer, crecer y alcanzar su madurez entre los hombres. Por eso Nuestro Señor que era conocido como artesano: el hijo del artesano. Y nos lo imaginamos durante muchos años –tenía Jesús al comenzar unos treinta años, cuando comenzó su vida pública, según nos cuenta san Lucas– en el taller de su padre, José, y más tarde posiblemente al frente del mismo. Jesús pasó la mayor parte de sus días sobre la tierra trabajando, como todos los hombres y mujeres de bien. Se ocupaba en una tarea corriente, sin más relieve la mayoría de las veces que el sobrenatural, por el amor y la perfección que ponía en cada detalle.

El trabajo ocupa la mayor parte de nuestro tiempo. Trabajo no es exclusivamente la ocupación profesional en sentido estricto. Trabajo es asimismo cualquier otra actividad productiva en sentido amplio, que, por lo general, requiere un cierto esfuerzo por parte de quien la realiza: desde responder el correo a leer un artículo cultural que contribuye a la propia formación o charlar con un hijo o con un amigo, tratando de ayudarle.

El esfuerzo: he aquí la dificultad. Dificultad añadida al trabajo como consecuencia del pecado. Ganarás el pan con el sudor de tu frente, advirtió Dios en nuestros Primeros Padres en el Paraíso Terrenal, después de la desobediencia. Habiendo perdido al desobedecer la inocencia original, el trabajo, desde entonces, es en cierto sentido una pena, un castigo a la rebeldía humana. Ahora trabajar cuesta. Cualquier actividad –hasta la más pequeña– que emprende el hombre en beneficio propio le supone esfuerzo: es trabajosa, decimos, para indicar que de algún modo nos pesa.

De modo espontáneo el trabajo no se realiza con gusto y constancia. Es preciso casi siempre un empeño por mantener la decisión –que cuesta– del orden, de la puntualidad, del cuidado del detalle... Sucede, por el contrario, que lo fácil es generalmente de poco valor y no cubre las expectativas y requerimientos personales. Todo lo que vale es trabajososo, decimos: ningún ideal se hace realidad sin sacrificio..., leemos en Camino. Se trata, en todo caso, de un esfuerzo, de un sacrificio, de una renuncia incluso –si queremos llamarlo así–, aunque sea llevadera. De ordinario, en efecto, lo que se espera de cada persona en el terreno profesional y en sus deberes familiares y sociales es algo posible, razonable.

Sin embargo, el hombre trabajaba antes de pecar. Como dice el libro del Génesis, tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en al jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase. Sólo después del pecado sintió el hombre la dificultad del esfuerzo. El trabajo de la tierra no sería en adelante una tarea confortable: espinas y abrojos te producirá, aseguró Dios a Adán. Lo cual, en modo alguno privó al trabajo de su grandeza original, por la que el hombre había sido constituido Señor de la naturaleza: llenad la tierra y sometedla, dijo Dios al hombre haciéndolo señor de toda la creación terrena. El trabajo aparece, pues, como un designio y don de Dios a los hombres, por el que los constituye en señores del mundo que había creado para ellos.

La actividad humana, por tanto, ya que puede ser trabajo casi siempre, es una permanente ocasión de configurar nuestra existencia según el querer divino, de amar a Dios agradecidamente y del más pleno desarrollo personal: aquel querido desde el principio por nuestro Creador.

Pedimos a Santa María que contemplemos en cada instante esa ocasión irrepetible de vivir según Dios. Con su ayuda maternal no nos faltará la fuerza necesaria y sabremos superar la debilidad y falta de constancia que son consecuencia del pecado.