sábado, 27 de enero de 2018

¡Prometo serte fiel! ¿Sabes lo que significa esta promesa en el matrimonio?

Esta promesa significa muchísimo más que sólo no comenzar otra relación sentimental

Por: Ángel Espinosa de los Monteros | Extracto de su libro El anillo es para siempre | Fuente: Catholic.net




En el matrimonio, los novios pronuncian estos votos:
Prometo serte fiel, tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándote y respetándote durante el resto de mi vida
Lo importante es saber traducir ese “prometo serte fiel”. No nos referíamos solamente a la fidelidad en cuanto a que nunca comenzaríamos una relación sentimental, seria o superficial con otra persona, por un momento o para toda la vida. Significa muchísimo más.


Prometo llevar bien puesta la camiseta del equipo, tirar en la misma dirección y defender nuestra portería. Lo nuestro.

A veces me he topado con un hombre o una mujer, que sólo viendo cómo se comporta con la persona a quien dice que ama, me dan ganas de preguntarle: ¿tú, para dónde tiras?


Si los dos tuvieran puesta la camiseta del mismo color y “se pasaran el balón”, meterían goles, alcanzarían metas, jugarían en equipo y así harían la vida más simple y tendrían la felicidad más a la mano.
Pero uno parece ser delantero de un equipo y el otro defensa del contrario: se estorban en las jugadas, se cometen frecuentes faltas, se ignoran. Algunos parecen estar buscando la tarjeta roja ¡después de haber visto no una sino mil veces la amarilla!
Esto no debe suceder en el matrimonio. “Amarse no es mirarse uno al otro, sino mirar en la misma dirección”. Tirar en la misma dirección. Amarse es tener una meta común y unos mismos ideales, y eso debe reflejarse en los acontecimientos de la vida diaria. Amarse es mirarse uno al otro con comprensión, respeto y con capacidad incluso de diferir.


“Prometo no bajarme del burro”.

Te explico de qué se trata: en mis años de estudiante, paseaba en una ocasión por un pueblo de Santander, en el norte de España, y me encontré a un pastor con quien entablé una conversación debajo de un cobertizo, pues llovía a cántaros. La recuerdo como una charla muy interesante. En un determinado momento le pregunté cuántos años tenía de casado, a lo que respondió:

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-“¿Cómo ve, Padre? Tenemos treinta años de casados y no nos hemos bajado del burro”.
La expresión realmente me encantó. Si él hubiese dicho, “no nos hemos bajado del tren... o del caballo”, hubiese sido diverso. El caballo sugiere libertad, velocidad, crines al viento... En cambio dijo: “no nos hemos bajado del burro”.
En el burro, como en el matrimonio, a veces se va hacia adelante, a veces hacia atrás, a veces rebuznando… a veces, el animal, -me refiero al burro- como que no se mueve. Así es en el matrimonio. A veces para atrás, a veces para adelante, a veces rebuznando... pero siempre los dos en el burro. ¿Qué importa por dónde y cuánto haya costado mientras hayan ido juntos, en la misma dirección, apoyándose, acompañándose, amándose?


“Prometo buscar tu realización, tu felicidad”.

Si prometiste serle fiel, te comprometiste a buscar su felicidad, ya que la fidelidad no puede reducirse a no fallarle en el sentido de nunca enamorarte de otra persona. Eso es más que nada una obligación, un requisito y algo que deberían dar por supuesto.
“Prometo serte fiel”, es llenar las expectativas que tenían el uno sobre el otro cuando eran novios. “Desde que nos vimos y pensamos en unirnos para toda la vida, pensamos que juntos seríamos felices y desparramaríamos esa felicidad en nuestros hijos. Si queremos sernos fieles, tenemos que hacer realidad ese sueño que tuvimos desde el inicio”.
No voy a olvidar jamás esa escena de la película “Los puentes de Madison” en la que ya casi al final de la vida, el marido, muriendo en la cama, llama a sus esposa y le dice más o menos lo siguiente:
-“Fanny, yo sé que tenías tus propios sueños e ilusiones en la vida, perdóname por no haberlas hecho realidad”.
La mujer simplemente lo besó en la frente e hizo un gesto de resignación.
Es tan fácil hacer felices a los demás cuando uno se lo propone, que sinceramente, honestamente, para no lograrlo, se necesita ser de verdad egoísta.
Cuando prometieron ser fieles, entre otras cosas, prometieron buscar con tesón la felicidad del otro, pues la fidelidad no es sólo cuidar que no haya engaños, sino que apunta a todo un proyecto de vida. De hecho, y aunque no es el ideal, hay matrimonios en los que, uno de los dos, por descuido, ha caído en una infidelidad. Pero como siempre ha buscado hacer feliz al cónyuge, este error -por más grave que sea- no es más que una mancha en una pared llena de luz. Desde luego que no es el caso de la persona descuidada, sensual, irresponsable, que frecuenta ambientes inconvenientes y que trata con personas del sexo opuesto sin ningún pudor y sin respeto. En una persona así, la caída siempre será inminente e injustificada. El derrumbe comenzó desde que se descuidó en su conducta ordinaria.


“Prometo serte fiel” es también cuidar el corazón.

No permitir que nada ni nadie le robe la paz inicial. Prometieron luchar especialmente cuando les vinieran a la cabeza “ideas rubias”. La fidelidad no es no meterse con otra persona, sino sobre todo cuidar el corazón. Hay mucha gente que quizá jamás concretará una infidelidad conyugal, sin embargo vive en una continua deslealtad al no cuidar el corazón de cualquier amor que no sea su único y verdadero amor.


“Prometo serte fiel”, es decir, también, “prometo hablar bien de ti”.

“Lo que tenga que decirte, te lo diré a ti, para ayudarte, con amor y por amor. No se lo diré a mi mamá ni a mis hijos, menos a mis amigas en un desayuno. Prometo hacer crecer tu fama dentro de lo más íntimo que tenemos que son nuestros hijos, padres, hermanos y también nuestros amigos. “Me esforzaré para que ellos siempre tengan una buena imagen de ti. Sólo escucharán cosas positivas acerca de quién y cómo eres tú. Estarán orgullosos de nosotros”.


Finalmente, “prometo serte fiel”, ahora sí, significa “que no te cambiaré por nadie

No te quiero para un amor intermitente u ocasional, ni como un amor de paso”.
Estas promesas que hicieron, además tienen dos especificaciones que deben considerar como muy importantes y darles su sentido propio, porque de verdad, parece que no todos las han entendido. Cuando se da una infidelidad en el matrimonio por parte de quien sea, y el cónyuge decide que “esto es lo único que no está dispuesto a perdonar”, y que “ahora sí se acabó todo”, es simplemente porque no ha entendido qué fue lo que prometió. ¿Cuáles son esas dos especificaciones?


1. En lo próspero y en lo adverso.

Hay quienes creen que lo próspero es tener dinero mientras lo adverso se identifica con todo tipo de carencias económicas.
Muchas parejas tienen los recursos necesarios para vivir felices y sin embargo no alcanzan la felicidad porque ésta se compone de muchos otros factores que ellos no han logrado completar.
Lo próspero es efectivamente cuando todo va bien. Como se suele decir: “viento en popa”. Hay algo de dinero, tienen su propia casa, no hay grandes intromisiones de la suegra, siguen teniendo más o menos las mismas aficiones y casi idénticos gustos, no se han desgastado con el tiempo, hay armonía, diálogo, intimidad… ¡Ah, lo próspero! ¿Por qué no todo en la vida es crecer? ¿Por qué no todo en este mundo camina hacia adelante sin más complicaciones?
La respuesta es muy sencilla: los problemas y las dificultades existen desde que aparecieron hombre y mujer sobre la tierra, y esta vida simplemente no sería la misma si quisiéramos quitarle esta contrapartida de la dificultad. Además no siempre está en nuestras manos evitar algunas dificultades que se van suscitando en el camino, pues muchas de ellas nos las imponen la sociedad, la cultura, el entorno en el que nos movemos… Pero es interesante que sepan partir de este presupuesto cuando piensan ya en el matrimonio y cuando están por emitir estas promesas que los comprometen para siempre.
Cabe añadir que en el matrimonio, los problemas son una oportunidad maravillosa de crecimiento. Este debe ser un camino de crecimiento, y para eso necesitan aprovechar todas las oportunidades.
En el matrimonio, lo adverso puede ser: dificultades en el campo económico, la pérdida del trabajo o el fracaso rotundo en el negocio, la intromisión indeseada de algún familiar político en el propio hogar, la llegada de los niños quizá demasiado rápida, la enfermedad de uno de ellos que acusa gravedad… Y, ¿por qué no? el hecho mismo de que el amor que sentían el uno por el otro ya no sea como era en el noviazgo, o al inicio del matrimonio.


2. En la salud y en la enfermedad.

“Prometo que en la salud, te aplaudiré, te proyectaré, te acompañaré y apostaré por ti. No estaré celoso de tus triunfos, ni permitiré que me afecte el que tú seas más que yo a los ojos de los demás”.
En la enfermedad, prometes que estarás a su lado. Pero cuando prometiste esto, no te referías a enfermedades que se arreglan con un suero ni aun con una enfermera de cabecera. Te referías a enfermedades más profundas, más complicadas, con alcances más intensos, como el alcoholismo, el desánimo, la pérdida del sentido de esta vida o enfermedades “del corazón” o del carácter.
Tú un día puedes llegar a dejar de amarlo (la) y es entonces cuando debes demostrarle que prometiste serle fiel. Es precisamente en estos momentos –de enfermedad “del corazón”- cuando puedes probar tu fidelidad. Qué fácil era cuando todo marchaba bien, cuando parecían competir en el darse cariño.
La fidelidad se demuestra en la prueba y en el dolor, y quizá no haya prueba más grande para una persona que ama de verdad, que el sentir que no es correspondida y que no es amada con la misma intensidad. Ante un problema de esta naturaleza, se puede reaccionar de dos maneras: pagar con la misma moneda, que no sería ni amor ni fidelidad, o luchar con todo el corazón por recuperar ese amor que se está apagando o se ve casi perdido.
La fidelidad sólo acepta este segundo tipo de actitud. “Si te pierdo, lucharé por reconquistarte, ése será mi programa”.
“Si la enfermedad es grave y llego incluso a perderte definitivamente, seguiré siendo tuyo, y tú seguirás siendo parte de mi proyecto de vida”. El hecho de que uno de los dos haya fallado, no implica que el otro deba fallar también. “Lucharé por reconquistarte”, como se ve en algunas películas o novelas, sólo que aquí es de verdad: no hay actores ni música de fondo ni paisajes bonitos... sino sacrificio, humillación y mucho valor para reconquistar el amor que una vez iluminó la vida y del que surgió la familia que ya existe.


Una anécdota aleccionadora

Recuerdo a ese general francés, que después de la segunda guerra mundial fue requerido en el partido comunista. Con el aumento de sueldo y por participar de tantos beneficios que le ofrecieron, abandonó a su mujer de treinta y siete años, con siete hijos, y se marchó de la casa.
Lógicamente pronto encontró a otra y así continuaron sus vidas por separado. Pasaron veinte años y dicho partido nunca terminó de consolidarse bien, hasta que finalmente se disolvió. Muchos que habían gozado de los beneficios de la organización, pronto se vieron en la calle, sin dinero, sin familia y sin amantes, que son las primeras en irse cuando falta todo lo demás. Cansado, solo, ya acabado, vuelve un día a su casa, toca la puerta y le abre su mujer. Una esposa también cansada, que había sacado adelante a todos sus hijos, sola. Una madre heroica.
- “Quiero hablar contigo”- le dice.
-“Pasa”- abre la puerta y dibuja en el aire con su mano el ademán de “adelante”.
Pero él se da cuenta de que está la mesa puesta con dos lugares, y titubeando le dice:
-“Perdona, no quiero importunar, ¿estás esperando a alguien?”
-“Sí -responde segura y sin dejar de mirarlo a los ojos- desde hace veinte años todos los días la mesa ha estado puesta para dos, porque te sigo esperando”.
Lo más probable es que los sentimientos de esta mujer no fuesen tan favorables. Podemos incluso imaginar que ella hubiese querido golpearlo o que debió azotarle la puerta al instante sin permitirle no sólo entrar a la casa, sino tampoco entrar a un hogar que comenzaron los dos pero que sólo ella de verdad construyó. Este relato no tendría ningún valor si no fuera histórico.
Lo que lo hace grande es precisamente que sucedió. Es una mujer que sacó adelante sola a siete hijos y que se sobrepuso al orgullo y a un explicable rencor. Una de esas personas que tienen muy claro que el matrimonio es para siempre. Ella quizás pensaba: “él me dejó, pero yo no lo puedo dejar, porque Dios me lo dio, y por él tengo que responder”.
Ella sabía lo que era un compromiso con Dios, con un hombre y con unos hijos.
En una ocasión, una señora me vino a ver:
-“Padre, mi único pecado es que odio a mi marido".
Yo pensé: “pequeño detalle”.
- "Me dejó hace cinco años. Ni quiero, ni puedo verlo”.
Comprendí que la dificultad era muy grande y le ofrecí una solución más para ella misma que para su matrimonio:
-“Señora, lo que usted necesita es un cambio de mentalidad. Renueve el compromiso que hizo hace treinta años: rece por él, de vez en cuando escríbale, preocúpese en la medida de sus posibilidades por él, aunque ya nunca puedan volver a reunirse. Usted será más feliz amando con un amor realmente heroico, que dando rienda suelta a odios estériles. El amor siempre nos deja algo, nos lleva a algo, produce algo. Del odio sólo germinan rencores, soberbia, impaciencias, insatisfacciones y un sin número de frustraciones, pues nuestro corazón fue hecho para amar. Ir en contra del amor es luchar contra nosotros mismos”.
Desgraciadamente muchos matrimonios se romperán porque nunca se entendió que la fidelidad que se prometieron al inicio, debería ser, como los mejores relojes, “a toda prueba”. Así es, a prueba de todo, incluidas la peor enfermedad, la más tremenda crisis y el más injusto adulterio.


 Prometo serte fiel, tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándote y respetándote durante el resto de mi vida

sábado, 20 de enero de 2018

Basta de fanatismo religioso

La violencia religiosa, que eclipsa la verdad y atropella al hombre, no forma parte de la auténtica religiosidad


Por: P. Luis-Fernando Valdés | Fuente: Revista Vive




Víctimas del fanatismo religioso

En los últimos años, por la eficacia a los medios de comunicación, hemos seguido de cerca el dolor que la violencia perpetrada a nombre de Dios ha infligido a personas inocentes de Afganistán, Bangladesh, Bélgica, Burkina Faso, Egipto, Francia, Alemania, Inglaterra, Jordania, Irak, Nigeria, Pakistán, Estados Unidos de América, Túnez y Turquía. Como señaló en su momento el Papa Francisco, se trata de “gestos viles, que usan a los niños para asesinar, como en Nigeria; toman como objetivo a quien reza, como en la Catedral copta de El Cairo, a quien viaja o trabaja, como en Bruselas, a quien pasea por las calles de la ciudad, como en Niza o en Berlín, o sencillamente celebra la llegada del año nuevo, como en Estambul.” (Discurso, 9 enero 2017)

La raíz del fundamentalismo religioso

Aunque los terroristas utilizan como pretexto la defensa de la Ley de Dios, la realidad es que tratan de implantar una “voluntad de dominio y de poder”. Así lo explicó el Papa, y añadió que se trata de una “locura homicida que usa el nombre de Dios para sembrar muerte”. (Ibidem)
Para Francisco, la causa del terrorismo fundamentalista es una “grave miseria espiritual”, vinculada también a menudo a una considerable pobreza social. En efecto, nos damos cuenta que entre personas que carecen de toda oportunidad de desarrollo es fácil hacer una “leva” a nombre de la esperanza de un mundo mejor, que advendría cuando se acaben los “herejes”.

El papel de las autoridades religiosas

Para acabar con esa miseria espiritual que da pie al surgimiento de movimientos terroristas pseudo-religiosos, se requiere por una parte de mejorar las condiciones de vida (lo cual corresponde a las autoridades civiles). Por otra, enseñar los verdaderos valores religiosos (lo cual es cometido de los líderes espirituales).
Una tarea que corresponde a los dirigentes de las religiones para evitar la violencia es transmitir aquellos valores religiosos que “no admiten una contraposición entre el temor de Dios y el amor por el prójimo” (ibídem). Esto significa que nunca se puede atacar a los hombres bajo el pretexto de cumplir un mandato divino. Por eso, con mucha fuerza, en diversas ocasiones, el Papa Francisco ha hecho “un llamamiento a todas las autoridades religiosas para que unidos reafirmen con fuerza que nunca se puede matar en nombre de Dios”.


Educación cívica para evitar los fanatismos religiosos

También los poderes civiles tienen una tarea en este tema. En primer lugar, según explica el Pontífice, les corresponde garantizar en el espacio público el derecho a la libertad religiosa y, a la vez, fomentar que no se vean como contrarias la pertenencia social y la dimensión espiritual de sus ciudadanos.
A las autoridades civiles también les corresponde la responsabilidad de “evitar que se den las condiciones favorables para la propagación de los fundamentalismos” (ibídem). En concreto, deben establecer adecuadas políticas sociales que combatan las raíces del problema: la pobreza y la desintegración familiar.

Epílogo

Está por terminar el 2017, que nos deja por una parte una gran lección de diálogo ecuménico con motivo de los 500 años de la Reforma protestante; pero también este año quedarán en el recuerdo las víctimas del fanatismo religioso. Aguardemos el nuevo año con la esperanza de que las religiones vuelvan a ser factor de paz y unidad, y de que jamás vuelvan a ser utilizadas como pretexto para el odio.
Artículo originalmente publicado por la Revista Vive!

sábado, 13 de enero de 2018

La fe y las obras

¿No es suficiente la Sangre del Hijo de Dios por sí sola para reconciliarnos con el Padre?

Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org




Pregunta:
Parece ser que una de las principales diferencias entre católicos y protestantes, está en el hecho de que los primeros creen en el poder de las obras para alcanzar la salvación, mientras que los segundos no creen que el hombre, pecador por naturaleza, pueda hacer obras con valor salvífico, siendo la Sangre derramada por Jesús la única que puede salvarle, y ello de forma gratuita, aceptando por la sola fe que Él es su Salvador. Parece una opinión bastante coherente, pues se podría ver en la actitud católica una minusvaloración del valor salvador del Sacrificio de Jesús. La Iglesia católica pide una colaboración activa en la salvación, hace co-redentora a María y mediadores a los Santos… ¿No es suficiente la Sangre del Hijo de Dios por sí sola para reconciliarnos con el Padre?
Respuesta:
La doctrina católica sostiene –como doctrina revelada– que no basta la fe para la salvación, ya que sólo por la caridad la fe tiene la perfección de unirnos a Cristo y ser vida del alma, siendo meritoria de vida eterna. El Concilio de Trento expresamente enseña que “la fe, si no se le añade la esperanza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de su Cuerpo. Por cuya razón se dice, con toda verdad, que la fe sin las obras está muerta (St 2,17ss) y ociosa” [1]. Y expresamente condenó el concepto de “sola fe”, tal como lo entendió el luteranismo primitivo: “Si alguno dijere que el impío se justifica por la sola fe, de modo que entienda no requerirse nada más con que coopere a conseguir la gracia de la justificación y que por parte alguna es necesario que se prepare y disponga por el movimiento de su voluntad, sea anatema”[2].
Esta doctrina está expresamente enseñada en la Sagrada Escritura, pues si bien es cierto que hay muchos textos –especialmente paulinos– que hablan de un papel fundamental de la fe en la justificación[3], también es claro que hay muchos otros textos, tanto del mismo Pablo como de otros autores inspirados, que hablan de la ineficacia de la fe sin las obras, y en particular sin la caridad: la fe sin obras es muerta (St 2,17); el que no tiene caridad –se entiende que está hablando de quien tiene fe– permanece en la muerte (1Jn 3,14); si tuviere tanta fe que trasladase los montes, si no tengo caridad, no soy nada (1Co 13,2); en Cristo ni vale la circuncisión ni vale el prepucio, sino la fe, que actúa por la caridad (Gal 5,6; cf. 4,15).
Por tanto, es necesario armonizar las afirmaciones en que se atribuyen los efectos salvíficos a la fe, con aquéllos en que los mismos efectos son, no sólo atribuidos a la caridad, sino que se niega que puedan ser alcanzados por la fe sin la caridad y las obras de la caridad (pues al hablar de caridad se sobreentienden sus obras, como queda patente por las palabras del Señor en el Evangelio de San Juan (cf. Jn 15,10): el que me ama guardará mis palabras [= mandamientos]). Mala práctica exegética es negar los textos que crean dificultad, tanto por una parte (negando el papel clave que juega la fe en la justificación y la doctrina paulina de la exclusión de las obras de la Ley; sea negando el papel de las obras de la caridad). De aquí que haya que afirmar que los textos en que se habla de la fe, deben ser entendidos de la fe “perfeccionada” por la caridad (porque mientras los textos referidos a la fe salvífica, si fuesen entendidos de la fe al margen de la caridad, quedarían en oposición a los textos que hablan de la necesidad de la caridad para salvarse, por el contrario, entendidos de la fe perfeccionada por la caridad, se entienden tanto unos como otros).


Teológicamente, esta relación perfectiva de la caridad –llamada bíblicamente: perfección, vínculo, vida o alma– ha sido expresada con el concepto de “forma”: la caridad es la forma de todas las virtudes[4]. No debe entenderse en el sentido de forma intrínseca o sustancial, pues la fe y las demás virtudes tienen su propia especificación intrínseca que les viene de su objeto, la cual no muda al recibir la caridad sino como referida a una forma accidental y extrínseca (de orden operativo): en el sentido de que la caridad mueve e impera los actos de fe y de las demás virtudes al fin último (Dios), imprimiendo en ellos la cualidad de actos meritorios; de este modo eleva los actos de la fe al orden virtuoso y perfecto. En este sentido, la fe recibe de la caridad especificación sobrenatural, es decir, la orientación al fin último (el bien divino, que es objeto de la caridad): “la caridad, en cuanto tiene por objeto el último fin, mueve las otras virtudes a obrar”[5].
En referencia a cuanto decían las objeciones expuestas más arriba, debemos decir que de ninguna manera puede decirse que la Iglesia católica quite valor al sacrificio de Jesús. Su valor es infinito y una gota de sangre puede salvar el universo, como cantamos en el Adorote devote (himno atribuido a Santo Tomás). Lo que enseña la Iglesia, siguiendo al mismo Jesucristo, es que Dios no nos salvará (nos salva Dios, no nosotros) sin nosotros, es decir, sin que su sangre se convierta en fruto en nosotros. Y esto se pone de manifiesto en las obras (que si bien las hace Dios en nosotros, se hacen, existen). Por eso, Jesucristo al joven rico que quería salvarse le dice que haga obras: ¿Qué tengo que hacer para salvarme? Cumple los mandamientos, y le nombra los principales. Eso es lo mismo que enseña la Iglesia. Las obras son totalmente nuestras y totalmente de Dios que las hace en nosotros.
Lutero tergiversó esta doctrina, considerando inútil toda obra humana. Pero no es eso lo que enseña San Pablo cuando en 1Co 3,9 dice que somos colaboradores de Dios. Algunos protestantes, para evitar el sentido evidente del valor de las obras que tiene este texto, traducen “trabajadores de Dios”, pero no es ése el sentido verdadero de la expresión (¿dónde dejan estos biblistas el sentido literal cuando se torna comprometedor para sus doctrinas?). El texto griego dice “sunergoí” (“sunergós”): colaboradores, “adiutores” como dice la Neo Vulgata; el prefijo griego “sun” equivale al latino “cum”, con (como puede verse en palabras que han pasado a nuestra lengua: “síntesis”, “sincrónico”, “sinestesia”, etc.). Lo reconocen algunas versiones protestantes como la American Standard Version y la New King James Version, que traducen como “fellow-workers”, y la Reina-Valera que dice “colaboradores”. También San Pablo exclama con toda fuerza: De él (Dios) somos hechura, creados en Cristo Jesús a base de obras buenas, que de antemano dispuso Dios para que nos ejercitemos en ellas (Ef 2,10). “Epì érgois agathois” son obras, hechos buenos; y dice San Pablo que Dios ha querido que en ellas “peripatêsômen”: caminemos. No puede pensarse nada más lejos de una fe desencarnada del obrar. Y por el mismo motivo, Nuestro Señor nos recuerda que no basta el conocimiento para la salvación, cuando, tras lavar los pies de sus discípulos y recordarles la necesidad de “obrar” según su ejemplo (Jn 13,15: para que así como yo hice con vosotros, vosotros también hagáis: “húmeis poiête”), añade (Jn 13,17): Si sabéis esto, bienaventurados seréis si lo hiciérais (“ei tauta oidate, makárioí este eàn poiête autá). No basta saber; es necesario hacer, obrar (“poieô” en griego).
A una persona que me preguntaba: “si la salvación ya está dada por Jesús y en Jesús, ¿por qué tenemos que ‘trabajar’ para conseguirla?”, le respondí, en su momento, diciendo que si a alguien le comunican que el gobierno le ha adjudicado una casa pero tiene que ir a retirar el título, esa persona se daría cuenta de que la casa le pertenecerá desde el momento en que retire efectivamente el título; antes no puede entrar en esa casa. Del mismo modo, Jesús ha ganado los méritos para nuestra salvación, pero cada uno de nosotros debe hacer el trabajo de “aplicárselos” a sí mismo, mediante la santificación diaria y los sacramentos (aun así, los católicos sabemos y profesamos que esta misma aplicación no es sólo obra nuestra, sino al mismo tiempo toda nuestra y toda de Dios). Jesús murió por todos los hombres, pero el buen ladrón aceptó a Cristo y el mal ladrón murió blasfemando. Eso quiere decir que la salvación no es algo automático. Y las consecuencias a las que se puede llegar por la doctrina de la fe sola, sin obras, escandalizaría a todo buen protestante. Baste de prueba las palabras de Lutero en carta a Melanchton el 1 de agosto de 1521[6]: “Si pide gracia, entonces pida una gracia verdadera y no una falsa; si la gracia existe, entonces debes cometer un pecado real, no ficticio. Dios no salva falsos pecadores. Sé un pecador y peca fuertemente, pero cree más y alégrate en Cristo más fuertemente aún (…) Si estamos aquí [en este mundo] debemos pecar (…) Ningún pecado nos separará del Cordero, ni siquiera fornicando y asesinando millares de veces cada día”. El autor protestante De Wette, quien se dedicó a coleccionar frases célebres de Lutero, decía (atribuyéndolo a Lutero): “Debes quitar el decálogo de los ojos y del corazón”[7]
Me parece, así, muy equilibrado cuanto escribía un convertido: “muchos protestantes acusan a la Iglesia Católica de enseñar un sistema de salvación basado en obras humanas, independientemente de la gracia de Dios. Pero esto no es cierto. La Iglesia enseña la necesidad de las obras, pero también lo enseñan las Escrituras. La Iglesia rechaza la noción de que la salvación se puede alcanzar ‘sólo por las obras’. Nada nos puede salvar, ni la fe ni las obras, sin la gracia de Dios. Las acciones meritorias que llevamos a cabo son obras inspiradas por la gracia de Dios”[8].

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En ésta, como en otras cuestiones, creo que hay una incomprensión de parte de muchos protestantes respecto de la doctrina católica. Lo que ellos critican a los católicos, los católicos no lo enseñan de ese modo; es una mala imagen que no responde a la realidad, y para demostrarlo podemos invitar a cualquier protestante que nos diga dónde y en qué documento oficial, aprobado por el magisterio, la Iglesia enseña que alguien puede justificarse sólo por las obras.
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Bibliografía:
M. Bover, Las epístolas de San Pablo, Balmes, Barcelona 1959;
Idem, Teología de San Pablo, BAC, Madrid 1956;
Ferdinand Prat, La teología de San Pablo, Jus, México 1947 (2 volúmenes);
Settimio Cipriani, Le lettere di Paolo, Cittadella Ed., Assisi 1991.
En inglés puede encontrarse una importante bibliografía sobre la doctrina protestante y católica de la justificación en el artículo de Joseph Pohle, Justification, “The Catholic Encyclopedia”, vol. VIII, Robert Appleton Company, 1910.
[1] DS 1531.
[2] DS 1559; cf. 1532; 1538; 1465; 1460s.
[3] Por ejemplo: Le respondieron: Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa (Hch 16,31); el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley (Rom 3,28); Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación (Rom 5,1); otras citas semejantes: Hch 26,18; Rom 10,9; Ef 2,8-9; Gal 2,16; 2,21; 3,1-3. 9-14. 21-25.
[4] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1827; 1844; 2346.
[5] Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 64,5.
[6] Esta carta puede leerse en la “American Edition Luther’s Works”, vol. 48, pp. 281-282, ed. H. Lehman, Fortress 1963.
[7] Citado por P. F. O’Hare, The Facts about Luther, Rockford 1987, p. 311.
[8] Cf. Tim Staples, op. cit., p. 269-270.

sábado, 6 de enero de 2018

La Epifanía de DIOS y la Virgen María 6 de enero 2018





Jesús, te traigo mi oro, pues eres mi rey. Te traigo mi incienso para ofrecértelo en sacrificio oloroso de mi vida, pues eres Dios. Te traigo mi mirra para embalsamar mi cuerpo junto al tuyo en espera de la resurrección.

lunes, 1 de enero de 2018

Santa MARÍA madre de DIOS 01 de enero 2018






Porque Jesús, fue nacido de mujer, amamos y veneramos el nombre de esa mujer: María. Porque María, es espejo de la humanidad redimida, bendecimos y veneramos, en este Año Nuevo, a la nueva Eva, a Aquella que nos ha dado tanto el mejor regalo, Jesús. Para ser Madre de Dios y Madre nuestra, no dejó atrás su pobreza ni su sencillez, su obediencia y su ser maternal. ¡Bendecimos tu docilidad, María! Porque María, meditaba las cosas sagradas en lo más hondo de su corazón, bendecimos su memoria, su espíritu y su fe. ¡Bendita, Tú, María! Porque María, como el sol que amanece, ilumina los rincones más oscuros de nuestra casa.