sábado, 25 de agosto de 2012

Los golpes de la vida

William Shakespeare dejó escrito que no hay otro camino para la madurez que aprender a soportar los golpes de la vida.
Porque la vida de cualquier hombre, lo quiera o no, trae siempre golpes. Vemos que hay egoísmo, maldad, mentiras, desagradecimiento. Observamos con asombro el misterio del dolor y de la muerte. Constatamos defectos y limitaciones en los demás, y lo constatamos igualmente cada día en nosotros mismos.
Toda esa dolorosa experiencia es algo que, si lo sabemos asumir, puede ir haciendo crecer nuestra madurez interior. La clave es saber aprovechar esos golpes, saber sacar todo el oculto valor que encierra aquello que nos contraría, lograr que nos mejore aquello que a otros les desalienta y les hunde.
¿Y por qué lo que a unos les hunde a otros les madura y les hace crecerse? Depende de cómo se reciban esos reveses. Si no se medita sobre ellos, o se medita pero sin acierto, sin saber abordarlo bien, se pierden excelentes ocasiones para madurar, o incluso se produce el efecto contrario. La falta de conocimiento propio, la irreflexión, el victimismo, la rebeldía inútil, hacen que esos golpes duelan más, que nos llenen de malas experiencias y de muy pocas enseñanzas.
La experiencia de la vida sirve de bien poco si no se sabe aprovechar. El simple transcurso de los años no siempre aporta, por sí solo, madurez a una persona. Es cierto que la madurez se va formando de modo casi imperceptible en una persona, pero la madurez es algo que se alcanza siempre gracias a un proceso de educación —y de autoeducación—, que debe saber abordarse.
La educación que se recibe en la familia, por ejemplo, es sin duda decisiva para madurar. Los padres no pueden estar siempre detrás de lo que hacen sus hijos, protegiéndoles o aconsejándoles a cada minuto. Han de estar cercanos, es cierto, pero el hijo ha de aprender a enfrentarse a solas con la realidad, ha de aprender a darse cuenta de que hay cosas como la frustración de un deseo intenso, la deslealtad de un amigo, la tristeza ante las limitaciones o defectos propios o ajenos…, son realidades que cada uno ha de aprender poco a poco a superar por sí mismo. Por mucho que alguien te ayude, al final siempre es uno mismo quien ha de asumir el dolor que siente, y poner el esfuerzo necesario para superar esa frustración.
Una manifestación de inmadurez es el ansia descompensada de ser querido. La persona que ansía intensamente recibir demostraciones de afecto, y que hace de ese afán vehemente de sentirse querido una permanente y angustiosa inquietud en su vida, establece unas dependencias psicológicas que le alejan del verdadero sentido del afecto y de la amistad. Una persona así está tan subordinada a quienes le dan el afecto que necesita, que acaba por vaciar y hasta perder el sentido de su libertad.
Saber encajar los golpes de la vida no significa ser insensible. Tiene que ver más con aprender a no pedir a la vida más de lo que puede dar, aunque sin caer en un conformismo mediocre y gris; con aprender a respetar y estimar lo que a otros les diferencia de nosotros, pero manteniendo unas convicciones y unos principios claros; con ser pacientes y saber ceder, pero sin hacer dejación de derechos ni abdicar de la propia personalidad.
Hemos de aprender a tener paciencia. A vivir sabiendo que todo lo grande es fruto de un esfuerzo continuado, que siempre cuesta y necesita tiempo. A tener paciencia con nosotros mismos, que es decisivo para la propia maduración, y a tener paciencia con todos (sobre todo con los tenemos más cerca).
Y podría hablarse, por último, de otro tipo de paciencia, no poco importante: la paciencia con la terquedad de la realidad que nos rodea. Porque si queremos mejorar nuestro entorno necesitamos armarnos de paciencia, prepararnos para soportar contratiempos sin caer en la amargura. Por la paciencia el hombre se hace dueño de sí mismo, aprende a robustecerse en medio de las adversidades. La paciencia otorga paz y serenidad interior. Hace al hombre capaz de ver la realidad con visión de futuro, sin quedarse enredado en lo inmediato. Le hace mirar por sobreelevación los acontecimientos, que toman así una nueva perspectiva. Son valores que quizá cobran fuerza en nuestro horizonte personal a medida que la vida avanza: cada vez valoramos más la paciencia, ese saber encajar los golpes de la vida, mantener la esperanza y la alegría en medio de las dificultades.

sábado, 4 de agosto de 2012

El demonio de la acedia (5 / 13)




La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia.
 
Autor: P. Horacio Bojorge | Fuente: EWTN
En este quinto capitulo vamos a asomarnos a la experiencia de los monjes del desierto; que fueron al desierto -a los monasterios- en búsqueda del amor de Dios; de entregarse enteramente al amor de Dios. Y es también la experiencia de los religiosos de todos los siglos que han querido dejar todas las cosas para seguir a Nuestro Señor Jesucristo.

En este impulso de buscar la perfección del amor de Dios en la Tierra, se manifiesta, con toda su agudeza, la oposición del demonio de la acedia que también los ataca. De manera especial cuanto más decidido es su impulso de buscar el amor de Dios y dedicarse a Él ya desde esta vida, enteramente, tanto más el enemigo se hace sentir poniéndoles obstáculos.

Esto dio lugar, en la Iglesia, desde muy temprano, una vez que terminaron las persecuciones exteriores y la vida de los fieles en las ciudades se fue como entibiando por las tentaciones de las cosas de este mundo, se perdió el fervor de los primeros mártires. Entonces muchos de los cristianos que querían vivir intensamente su entrega a Dios vieron que tenían que irse de la ciudad, irse al desierto; a buscar al Señor enteramente en una vida pura y sin las tentaciones de las ciudades; en donde muchos se ablandaba en sus virtudes teologales, en su fe, en su amor a Dios, en la esperanza de los bienes eternos y quedaban como prendidos en las redes de este mundo. Ellos precisamente hicieron esa experiencia de querer desprenderse de todos los impedimentos, irse al desierto y dedicarse enteramente a Dios. Y allí se encontraron -en toda su intensidad- con el demonio de la acedia; con el demonio de la tristeza por los bienes divinos.

Fue el impedimento más grande. Pero, al mismo tiempo, estos primeros Padres del Desierto -con esta experiencia- nos enseñaron mucho acerca de las causas de este demonio y de cómo se presenta. Por eso es tan importante que dediquemos este espacio a reconocer esta doctrina, a recordarla.

Muchos Padres del Desierto hablaron del demonio de la acedia. Entre otros pensamientos ellos hablaban de los ocho pensamientos o de los siete pensamientos -- refiriéndose a los vicios capitales -; pero no como fenómenos de orden moral sino del orden espiritual. Éstos siete pensamientos u los ocho pensamientos son los pensamientos que trae el enemigo para impedir el camino o disuadir del camino a los hombres que buscan a Dios. Nosotros actualmente conocemos esa lista como los 7 pecados o vicios capitales.

Evagrio Póntico, uno de los Padres del Desierto, habla de ocho pensamientos, él -como Casiano y otros padres- habla del demonio de la acedia. Y hacen una especie de retrato de lo que le sucede al monje ante este demonio de la acedia; retrato que quiero resumirles un poco brevemente.

El demonio de la acedia se presentaba en la vida del monje, - imagínense los monjes que vivían en los monasterios en el desierto, sin mayor vegetación, a veces en laderas de los torrentes, en cuevas excavadas en las rocas. Algunos, como ermitaños, en una cueva donde vivían con una austeridad muy grande, con largas horas de silencio y de soledad. Aparecía sobre todo el peso del demonio de la acedia a eso del mediodía. Habían ayunado desde la cena de la noche anterior, para celebrar la Eucaristía más tarde. Un ayuno muy largo, de muchas horas. Al mediodía, en el desierto, en esas zonas un calor tremendo, nada se movía afuera y ellos, en ayunas. Se les hacía muy largo el tiempo, y en ese momento entonces se presentaba como una pérdida del consuelo divino. Su voluntad los había empujado al desierto a buscar a Dios, pero ahora su sensibilidad se revelaba contra el sacrificio que esa búsqueda de Dios le imponía a su carne, a su naturaleza.

Naturaleza que se cansaba de esos ayunos, de esa fatiga, que se debilitaba... que por efectos de la soledad, del sol, del calor, sentía el peso de ese tipo de vida, entonces entraba en su sensibilidad ese desasosiego. Esa ansiedad le hacía asomarse a las ventanas, buscar con quien hablar, le producía una inquietud física a veces irresistible, y le venían pensamientos de que él vivía mejor afuera, añoraba su existencia en el mundo, se sentía tentado de irse de ese lugar a otro, donde quizás podría tener un oficio distinto dentro del monasterio; estar con otros hermanos en el monasterio y no solo en su gruta, en fin la tentación de la huída del lugar donde estaba.

Tanto Casiano como Evagrio dicen que el demonio de la acedia es el demonio más pesado entre los que atacan al monje, mucho más que los demás pensamientos, del pensamiento de la gula, de la lujuria, de la riqueza o el sueño por las cosas pasadas, de los afectos de la vida familiar, de su trabajo o de sus amistades en la ciudad... Mucho más pesado que todos esos pensamientos, era este pensamiento de no encontrar el consuelo de Dios que habían venido a buscar, porque -posiblemente- en sus primeros tiempos de conversión los consuelos habían sido -como suele suceder con los convertidos- muy abundantes, muy profundos.

Los dones espirituales que Dios imprime en la inteligencia y en la voluntad -como somos una sola unidad- redundaban en el resto de su persona, también en la parte sensible. Y entonces sus sentimientos eran muy agradables. Ahora quedaba la voluntad, quedaba la inteligencia, pero la sensibilidad estaba atormentada por las penas de esta vida dura que habían abrazado, por la abstención de la obediencia, de la pobreza, de la castidad. Las cosas que habían sacrificado. Y todo para encontrar el amor de Dios. Porque era un abandono radical de todas las cosas buscando a Dios. para que Dios se manifestara, y parecía que ahora Dios se ausentaba, se alejaba, no se manifestaba, no se lo encontraba.

La sensibilidad se revelaba contra este sacrificio que se le imponía, contra esta cruz que se le imponía y encontraba que buscar a Dios era algo demasiado costoso para ese aspecto de su personalidad, para su ser humano, que la vida que estaba viviendo se trasformaba -un poco- en inhumana, por querer ser demasiado divina, venían entonces estas tentaciones: ¿todo este sacrificio es necesario?, ¿podría yo encontrar a Dios de otra manera mucho menos radical?, ¿podría encontrarlo en la vida?, venían entonces las tentaciones de abandonar la vida monástica.

Esta es -globalmente- la descripción y las causas de cómo en la vida monástica, que era precisamente donde más radicalmente se buscaba a Dios, el demonio de la acedia se manifestaba también con una radicalidad mucho mayor. Tan es así que, las descripciones que estos monjes del desierto nos hacen del demonio de la acedia, parece que nos impiden reconocerlas en aquellas formas que se manifiesta entre los laicos, o entre personas que no viven la vida religiosa tan radicalmente, con un deseo tan grande y con una consecuencia mayor en dejar todas las cosas por seguir a Dios.

Esta radicalidad evangélica para buscar a Dios era el caldo de cultivo apropiado para que el demonio atacara con una mayor radicalidad en la vida monástica. Ya vamos a ver que en la vida laical, en la vida nuestra, la acedia se manifiesta de una manera mucho más sutil, porque como también la decisión de la búsqueda de Dios no es tan grande, no es tan radical y definida, entonces también es mucho más sinuoso el ataque del demonio de la acedia en los laicos o incluso en los religiosos de vida activa.

Es muy interesante la descripción que nos hace Evagrio Póntico, este padre del desierto, de cómo experimenta el monje el ataque del demonio de la acedia, que se llama demonio meridiano porque ataca generalmente alrededor del medio día, -dos horas antes, dos horas después-, en los monasterios se comía a lo que actualmente es hora de la siesta, de modo que el almuerzo estaba retrasado y se hacía muy penoso el ayuno. Los invito a ver esta descripción que nos hace -Evagrio Póntico- sobre el demonio de la acedia porque es muy gráfica (yo haré algún comentario en medio de ella).

Dice que el demonio de la acedia, o demonio del mediodía, es el más pesado y duro de sobrellevar, ataca entre dos horas antes y dos horas después del mediodía. Primero produce la sensación de que el sol se ha detenido, como si el tiempo no avanzase, (algo parecido a lo que nos pasa en los insomnios, en los que nos parece que han pasado horas y apenas han pasado diez minutos), el tiempo no pasa nunca.

Luego lo obliga a andar asomándose por las ventanas a ver si hay por allí algún otro con quien poder conversar, buscar el consuelo de las criaturas; pasar el tiempo encontrando algún consuelo y distracción. Le inspira una viva aversión al lugar donde está, “¿pero qué estoy haciendo yo aquí?”. Y le inspira también la idea de que la caridad ha desaparecido en el monasterio, (“nadie me quiere, nadie se preocupa por mí, estoy aquí tan solo”). Dios no me basta Busco un poquito de consuelo o afecto humano. Si por casualidad ha sucedido que en esos días alguien lo ha entristecido -dice Evagrio- el demonio se vale de esto para aumentar su aversión hacia el lugar donde está. Le hace desear estar en otro lugar, en otro monasterio, en cualquier lado menos aquí, se imagina que en otro lugar podrá encontrar más a Dios, donde podrá tener un oficio menos penoso, más entretenido, más provechoso, (la imaginación vuela hacia lugres donde se sentiría bien huyendo de esta sensación de malestar que lo acosa aquí) Razona que servir a Dios no es cuestión del lugar,

Piensa que podría servir a Dios en otro lugar más tranquilo, sin tantas privaciones El demonio de la acedia se le hace como consejero compasivo que le dice “¿no ves que aquí te estás dañando la salud?”, se hace el cariñoso con el monje. Se acuerda entonces de sus parientes, y de su vida pasada. Evagrio justamente dice que el demonio de la tristeza comienza con el recuerdo de las cosas dulces y termina con un “eso, ¡nunca más!, eso lo has perdido definitivamente”.

Y de paso, notemos hermanos, para nuestra propia experiencia, cómo también en nosotros puede entrar así la tristeza. A veces esos pensamientos dulces de la vida pasada nos precipitan después en la tristeza, en la desesperanza de que eso es ya irrecuperable y no lo podremos conseguir más. Por eso los santos Padres del Desierto son grandes maestros del alma de los cristianos, y tenemos muchísimo que aprender de ellos, no son exclusivamente maestros de los monjes y de los religiosos que viven en la vida recluida en los monasterios, también tienen muchísimas enseñanzas para nosotros, también para los fieles laicos que viven en el mundo, porque son maestros del alma, de la psicología, de las tentaciones, de cómo aparecen en el alma esos pensamientos que después lentamente nos van llevando a otra cosa, y de cuyo proceso no somos normalmente conscientes. Los Padres del Desierto nos enseñan a ser conscientes del proceso de los pensamientos. Volver sobre los pasos, como nos aconseja San Ignacio de Loyola, el patrono de este templo en que estamos grabando este programa, nos enseña a volver a recorrer los pasos de los pensamientos, para ver cómo de pronto empezaron de una forma agradable, buena, y luego nos fueron llevando a la tristeza, al desánimo, a la desesperanza.

Este demonio -dice Evagrio-, como para darle al monje el ánimo para que lo soporte, no es seguido por otro. Cuando el monje lo vence, después de esta lucha, sucede en el alma que nace un estado de paz y una alegría inefable. Porque, misericordiosamente para con su sensibilidad, le explica al alma: “¿Por qué estás triste alma mía?” - como dice el salmista - ¿Por qué me conturbas? ¡Espera en Dios que volverás a alabarlo!”

El comienzo del salmo 42 es precisamente un texto en el que el salmista habla con su alma que está acosada con el demonio de la acedia, en la lejanía de Dios, y le explica a su alma que debe mantenerse en la esperanza de los consuelos divinos, que Dios volverá a visitarla, y que debe soportar -por lo tanto- esa dureza de la ausencia de Dios, que es como el reverso de la moneda de su amor que quisiera estar siempre en su presencia, que quisiera estar ya en la eternidad gozando de Dios para siempre, pero que está todavía en esta vida, en este mundo, sufriendo la ausencia, la lejanía de Dios, que en ese momento se le hace especialmente dura, pero aceptando esa dureza en este mundo, el alma que busca a Dios encuentra una paz y un gozo muy grande en la fe. San Juan de la Cruz va a hablar de la noche del sentido, la noche del espíritu. El alma se aveza a pasar esas noches sabiendo que no son un signo de la lejanía de Dios, sino que Dios -de alguna manera- se ha escondido de la sensibilidad, pero que está alcanzable siempre a través de la fe; que quiere -precisamente- hacernos crecer en la fe, afirmarnos en la fe, y saber que la fe, aunque sea oscura, nos pone en contacto con su misterio, precisamente porque Él también es misteriosos, y el único camino que tenemos para alcanzar su misterio, es el camino de la fe.

Buen consejo final este que da Evagrio: de poder resistir el demonio de la acedia, las desolaciones en la vida. Esto para nuestros fieles laicos que a veces comienzan un camino de conversión, - a veces pasa, lo he visto en nuestros hermanos del movimiento carismático- que empiezan con un gran consuelo, una gran conversión sensible, pero apenas se extinguen los fuegos de la sensibilidad, les parece que han perdido a Dios. Se apartan de la comunidad, se van. No perseveran en el camino del Señor. El Señor exige que sepamos vivirlo en fe, no vivirlo solamente en lo sensible.

Hay experiencias sensibles, anteriores a la fe, que muchas veces nos pueden engañar. Otras que provienen de la fe pero que no le son esenciales porque la fe puede perseverar aunque sea sin ellas. Tal vez fueron -en el comienzo sobre todo- fuente de consolaciones para atraernos hacia Dios, después la fe debe perseverar y arraigarse en lo profundo.

Hay un poeta argentino, Francisco Luis Bernárdez que tiene un soneto muy hermoso que se puede aplicar a lo de la fe, dice:

«Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado».

Así también, en la vida cristiana. La vida cristiana tiene las flores de las virtudes de la vida cristiana que viven de la fe, que está como enterrada en la oscuridad de la tierra, pero que nutre - esa fe - a las virtudes de la caridad, de la esperanza.

Para animar al monje a que resista a ese espíritu, a ese demonio de la acedia, y persevere en la dureza de la prueba, Evagrio dice la verdad: que cuando el monje vence, sobreviene una paz y un gozo muy especial, muy particular, que no es quizá el de las consolaciones sensibles anteriores, pero que es un gozo muy profundo y espiritual.

¿Pero que pasa cuando el monje no resiste este embate y es vencido por el demonio de la acedia?, Isidoro de Sevilla tiene unos textos que quiero compartir con ustedes, son sabrosos y no necesitan comentarios:

«Quienes no practican la profesión monástica con intención inflexible, cuanto con más flojedad se dirigen a conseguir el amor sobrenatural tanto con mayor propensión se inclinan nuevamente al amor mundano»

Es decir vuelven a desparramarse en las cosas del mundo, y es mucho peor. Es como el soldado que deserta

«Porque la profesión que no es perfecta vuelve a los deseos de la vida presente, en los cuales, por más que de hecho no se vea atado el monje, pero ya se ata con amor de pensamiento».

Es decir lo preferiría. Hay como un haber dejado aquel impulso y aquel deseo que lo llevaba a buscar el amor de Dios y buscar a Dios sobre todas las cosas.

«Porque el ánimo que considera dulce a esta vida, está lejos de Dios».

En realidad nosotros estamos en situación de destierro, lo dicen todos los cristianos que han vivido su cristianismo, su fe, esperanza y caridad, se sienten aquí como en un destierro, como en un tiempo provisorio. Ésta es una experiencia cristiana, de la vida cristiana. No tenemos aquí una morada permanente, una patria permanente, dice la Carta a los Hebreos.

«Alguien así no sabe qué es lo que debe apetecer de los bienes superiores, ni qué es lo que ha de huir de los bienes inferiores»

Estos monjes, dice Isidoro de Sevilla, desearían volar a la gracia de Dios, pero los amores del mundo los retienen, la codicia del siglo los retrae. Quieren tener ambas cosas, todo lo de este mundo y a Dios también.

Y así sucede que:
«Quien ha prometido renunciar al siglo, se hace reo de transgresión si cambió de voluntad, y así se hacen dignos de ser severamente castigados en el juicio divino los que menospreciaron cumplir de hecho lo que en su profesión prometieron».

Hay como un menosprecio de las cosas divinas, un retroceder en ese impulso, que era un impuso de gracia Acá se trata de que han sido infieles a una gracia inicial, Dios los ha invitado, les ha dado una gracia, y ellos han menospreciado la gracia recibida al no continuar con ese impulso, al no aceptar la invitación al banquete que les ha hecho el Señor. Porque tienen otras ocupaciones u otros deseos. Hay aquí algo de reminiscencia de la parábola de Nuestro Señor Jesucristo de los invitados al banquete que después no son hallados dignos porque no tienen el traje de fiesta, no se han vestido enteramente para la fiesta. No han entrado en el banquete de la alegría divina, del amor divino, y se vuelven entonces a desear los manjares del mundo.

Por fin, un último tema de los Padres del Desierto que es muy importante, en cuanto a la doctrina de la acedia, es lo que los Padres llaman las “hijas de la acedia”, este pensamiento del demonio produce vicios en el monje pero también en los laicos.

Isidoro de Sevilla habla de que produce:
■ El ocio -la pereza- para las cosas divinas-, uno entonces ya no quiere orar, no quiere rezar los salmos, no quiere rezar el Rosario, o tiene una especie de pesadez para las cosas relativas a Dios. A los laicos les pasa que no tienen deseos de ir a Misa, no tienen ganas de hacer la lectura de la Sagrada Escritura, la somnolencia, la pereza en las cosas de Dios.
■ La importunidad de la mente: las distracciones que le vienen continuamente y que te atacan muchas veces en la oración;
■ La inquietud del cuerpo -la ansiedad, que necesita moverse, que no puede estar quieto-, la inestabilidad, la inconstancia -si hace un proyecto de vida espiritual, después no lo puede cumplir-;
■ La verbosidad -habla y habla, y busca siempre con quien hablar, se derrama en las cosas exteriores, en los comentarios de las cosas mundanas, en palabrería vana que no conduce a nada-; y por fin
■ La curiosidad -estar siempre atento a un montón de cosas, a la televisión, Unos religiosos contaban un chiste de la vida religiosa diciendo: “menos mal que el rayo cayó en el coro, porque si cae en la sala de la televisión nos mata a todos”. Estaban en la sala de televisión en lugar de estar frente al sagrario. Y a veces estamos delante de la televisión como delante de un sagrario. En vez de estar donde debemos estar que es delante del amor, del espectáculo del amor divino.

San Gregorio Magno habla más bien de las hijas espirituales de la acedia: la malicia, el rencor, la falta de ánimo para las cosas grandes de Dios, la desesperanza, la pesadez y la divagación de la mente en cosas inútiles.

Hemos terminado así, queridos amigos, esta breve síntesis de la doctrina de los Padres del Desierto acerca del demonio de la acedia, tal como se presenta en el monasterio, pero que también nos sirve a nosotros, por semejanza con situaciones de la vida laical, para darnos cuenta también de cómo nos ataca a nosotros, sobre todo cuando nos ponemos a buscar a Dios y sentimos cómo el demonio se opone a eso con mucha mayor fuerza.