domingo, 30 de mayo de 2010

El Dios de los Cristianos: LA SANTÍSIMA TRINIDAD I




1. INTRODUCCIÓN


Miles de personas abandonan cada año sus hogares para irse a servir a los más pobres en el nombre de Dios. La Inquisición juzgaba a sus reos en el nombre de Dios. Los hospitales fueron un invento de la Iglesia para curar a los enfermos en el nombre de Dios. Muchas guerras entre pueblos se hicieron en el nombre de Dios. Hay personas que no se casan, abandonan los bienes materiales, ayunan y se levantan de madrugada para orar en el nombre de Dios. Hay quien se mantiene en el poder y oprime al pueblo en el nombre de Dios. Algunos se consagran al servicio de las mujeres más desfavorecidas, para hacerlas descubrir su dignidad en el nombre de Dios. Otros no permiten estudiar a las mujeres y les practican la ablación del clítoris en el nombre de Dios. Una cosa está clara, todas estas cosas las hacen seres humanos influenciados por distintas maneras de entender a Dios.

Con motivo de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, así como de los acontecimientos posteriores, algunos periodistas escribieron en diarios de tirada nacional que las religiones son continuamente motivo de conflicto, que Dios es una proyección de los miedos y esperanzas del hombre primitivo, una excusa para defender los privilegios de unas clases o de unos pueblos sobre los demás y un impedimento para que los seres humanos se comprometan en la construcción de un mundo más racional. Se repetían los viejos tópicos que hicieron escribir a Martín Buber en 1961: «Dios es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna otra está tan manchada... Las generaciones humanas han cargado el peso de su vida angustiada sobre esta palabra y la han dejado por los suelos; yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas con sus disensiones religiosas han dilacerado esa palabra; han matado y se han dejado matar por ella; esa palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre... Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra "Dios"; se asesinan unos a otros y dicen hacerlo en el nombre de Dios... Debemos respetar a aquellos que evitan este nombre, porque es un modo de rebelarse contra la injusticia y la corrupción, que suelen escudarse en la autoridad de Dios». Así pues, antes de pasar adelante hemos de clarificar a qué «Dios» nos referimos.

La Filosofía habla de Dios en el tratado de Teodicea, como de un ser omnipotente, omnisciente, impasible, inmutable, feliz en la contemplación de sus perfecciones, motor inmóvil, causa increada, principio sin principio... Santo Tomás, en las primeras páginas de la Suma Teológica, nos dice que Dios es el fundamento último de toda la realidad, que no necesita a su vez ningún otro fundamento, que todo lo sustenta y todo lo mueve; Dios es el bien supremo en el que participan todos los bienes infinitos y que es su base; Dios es el último fin que dirige y ordena todas las cosas. S. Anselmo de Canterbury definió a Dios como «aquello, mayor de lo cual nada puede pensarse», no en el sentido de que es lo más grande que podemos pensar, sino que es más grande de todo lo que podemos pensar, porque supera nuestras capacidades.

Las distintas religiones también hablan de Dios, de los dioses o de lo divino, como aquel ser o aquellos seres que gobiernan el Universo, las estaciones, la vida sobre la tierra, que justifican o mantienen el orden establecido o que remedian las necesidades de los hombres. A lo largo de los siglos se han escrito páginas sublimes sobre Dios y sobre el culto que debemos ofrecerle y otras verdaderamente deplorables. Al fin y al cabo, son cosas que los hombres –normalmente con buena voluntad- han dicho o escrito sobre Dios. Pero no podemos olvidar que «a Dios nadie le ha visto nunca» (Jn 1, 18). S. Juan de la Cruz nos explica que «así como nuestros ojos pueden ver los objetos iluminados por la luz, pero no pueden mirar directamente al sol, porque el exceso de luz los quemaría, así nuestro entendimiento puede comprender las obras de Dios, pero no a Dios mismo, porque supera nuestras capacidades».

La Sagrada Escritura nos dice que Dios ha tenido una paciencia infinita con los hombres, porque nos ama como un padre a sus hijos. Ya antiguamente se manifestó de formas muy variadas a aquellas personas de buena voluntad que buscaron sinceramente su rostro y, de manera parcial, se fue revelando. Esto era una preparación para su manifestación definitiva. Finalmente, en Cristo se nos ha dado del todo, de manera directa, sin intermediarios: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres en el pasado, por medio de los profetas. Ahora, en estos tiempos finales nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1, 1-2). La pretensión cristiana es que «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su propio Hijo, nacido de una mujer» (Gal 4, 4). En su infinita misericordia, Dios nos ha hablado; y no por medio de mensajeros iluminados, sino haciéndose uno de nosotros, usando nuestro propio lenguaje para que podamos entenderle. Ha entrado en nuestra historia y se ha dirigido a nosotros para explicarnos quién es Él, qué espera de los hombres y quiénes somos nosotros mismos.

Compadeciéndose de nuestro extravío, en Jesucristo nos ha revelado el camino de la verdad y de la sabiduría: «¿Desprecias acaso la inmensa bondad de Dios, su paciencia y su generosidad, ignorando que es la bondad de Dios la que te invita al arrepentimiento?... Ahora se ha manifestado la fuerza salvadora de Dios que, por medio de la fe en Jesucristo, alcanzará a todos los que crean» (Rom 2, 4; 3, 21). Si en Cristo es Dios mismo el que nos habla, no podemos quedarnos indiferentes, porque Él espera una respuesta de nosotros. Ante nosotros se presentan la luz y las tinieblas, la vida y la muerte, la felicidad y la insatisfacción. Es necesario hacer opciones: «Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1Jn 5, 12). Así de sencillo y de contundente: Jesús no es un añadido, una opción entre otras, sino la presencia de Dios-con-nosotros. Si lo acogemos, tenemos la Vida eterna y la Verdad de Dios, si lo rechazamos nos quedamos con nuestra pequeña vida mortal y con nuestras verdades a medias. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de Él. El que cree en Él no será condenado; por el contrario, el que no cree en Él ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios. El motivo de esta condenación está en que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz» (Jn 3, 16ss).

San Juan de la Cruz, en dos de los capítulos más densos de sus obras (Subida al Monte Carmelo, libro 2, cap. 21 y 22) nos explica cómo, para quienes no conocen a Cristo o para quienes vivieron antes de la Encarnación, son lícitas cosas que no lo son para los cristianos. Dios ha usado con nosotros de una pedagogía exquisita y ha permitido muchas cosas que no eran buenas en nuestro proceso de crecimiento. Él sabe que buscábamos a tientas, guiados sólo de nuestros buenos deseos. Pero ahora ha salido a nuestro encuentro para revelarnos lo que nunca habríamos podido descubrir con nuestras fuerzas. Por eso se ha terminado el tiempo de la búsqueda. Ahora sólo nos queda acoger a Aquél que es la Verdad y profundizar en su mensaje: «Lo cual se entenderá mejor por esta comparación: Tiene un padre de familia en su mesa muchos y diferentes manjares y unos mejores que otros. Está un niño pidiéndole de un plato, no del mejor, sino del primero que encuentra; y pide de aquél porque él sabe comer mejor de aquél que de otro. Y, como el padre ve que aunque le dé del mejor manjar no lo ha de tomar, sino de aquel que pide, y que no tiene gusto sino en aquél, porque no se quede sin su comida y desconsolado, dale de aquél con tristeza... A la misma manera condesciende Dios con las almas, concediéndoles lo que no les está mejor, porque ellas no quieren o no saben ir sino por allí... En el Antiguo Testamento eran lícitas las preguntas que se hacían a Dios, porque aún entonces no estaba bien fundamentada la fe ni establecida la ley evangélica... Y todo lo que respondía, y hablaba, y obraba, y revelaba eran misterios de nuestra fe y cosas enderezadas a ella... Pero al darnos a su Hijo, que es su Palabra, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una sola vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar... Míralo tú bien, que ahí hallarás todo lo que buscas y deseas, y mucho más».

Podemos decir que las religiones representan el movimiento ascendente de la humanidad hacia Dios. Desde el principio de su historia, los seres humanos sienten la necesidad de Dios en lo más profundo de su ser y hacen lo posible por conocerle y agradarle, escribiendo tratados y buscando definiciones que descifren su misterio. Esfuerzo que surge de una necesidad interior escrita en nuestro corazón por Dios mismo, ya que fuimos creados para la comunión con Él. Pero esfuerzo estéril, al fin y al cabo, porque Dios siempre supera todo lo que podemos pensar o comprender. Todas nuestras torres de Babel están condenadas al fracaso, porque el cielo queda siempre más allá de nuestras capacidades. El Cristianismo, sin embargo, representa un movimiento descendente de Dios hacia los hombres. En el primer caso, nos encontramos ante los discursos o intuiciones de hombres piadosos o iluminados, en el segundo ante la misma Palabra de Dios que se dirige a nosotros. Las religiones son buenas y valiosas como revelaciones parciales de Dios, mientras no se conoce la Revelación definitiva del Dios Vivo. En Jesucristo ha terminado la búsqueda de la humanidad, porque es Dios mismo el que nos ha buscado a nosotros: «A Dios nadie lo ha visto nunca. El Hijo Único de Dios, que es Dios y está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18). Por lo tanto, como nos recuerda la Dominus Iesus, las creencias de las religiones son las experiencias y pensamientos que los hombres, en la búsqueda de la verdad, han ideado y creado en su referencia a lo Divino y Absoluto. A través de ellas, muchas personas han llegado a una experiencia religiosa con Dios, que no deja de hacerse presente de muchos modos en personas y pueblos para ofrecer su salvación, aunque las religiones contengan lagunas, insuficiencias y errores. Pero la revelación de Jesucristo tiene un carácter definitivo y completo. Con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, señales y milagros, con su muerte y resurrección, y con el envío del Espíritu Santo, lleva a plenitud toda revelación. El verdadero rostro de Dios sólo lo podemos conocer mirando a Jesucristo: «Llevo tanto tiempo contigo, ¿y aún no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9).

Lo que hemos descubierto en Jesucristo es un misterio que sobrepasa todas nuestras esperanzas e imaginaciones: Dios no es un ser solitario, que vive aburrido en su lejano cielo, sino que es Trinidad, Comunión, Acogida, Donación, Encuentro, Familia, desde toda la eternidad. Un Padre que da su Vida, su Ser y su Amor a su Hijo. Un Hijo que es igual que su Padre y le devuelve todo lo que de él recibe: su Vida, su Ser, su Amor. Un Espíritu Santo que es el Ser, la Vida y el Amor del Padre hacia el Hijo y del Hijo hacia el Padre. Toda familia y toda comunidad deberían tener por modelo a Dios mismo. En Él la entrega, el amor, el vivir el uno para el otro es lo único importante.

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