Queridos hermanos y hermanas,
El Evangelio de este cuarto domingo de Adviento nos vuelve a proponer el relato de la Anunciación (Lc 1,26-38), el misterio al que volvemos cada día al recitar el Angelus. Esta oración nos hace revivir el momento decisivo en el que Dios llamó al corazón de María y, al recibir su “sí”, comenzó a tomar carne en ella. La oración “Colecta” de la misa de hoy es la misma que se recita al final del Angelus y, en italiano, dice así: “Derrama, Señor, tu gracia en nuestras almas, para que los que por el anuncio del ángel hemos conocido la encarnación de tu Hijo Jesucristo, por su pasión y su cruz seamos llevados a la gloria de su resurrección”. A pocos días ya de la fiesta de Navidad, se nos invita a dirigir la mirada al misterio inefable que María ha custodiado durante nueve meses en su seno virginal: el misterio de Dios que se hace hombre. Y esta es la primera clave de la redención. La segunda es la muerte y resurrección de Jesús, y estas dos claves inseparables manifiestan un único diseño divino: salvar a la humanidad y a su historia asumiéndolas hasta el final haciéndose cargo enteramente de todo el mal que nos oprime.
Este misterio de salvación, además de la histórica, tiene una dimensión cósmica: Cristo es el sol de gracia que, con su luz, “transfigura y enciende el universo en espera” (Liturgia). La misma colocación de la fiesta de Navidad está ligada al solsticio de invierno, cuando las jornadas, en el hemisferio boreal, vuelven a empezar a alargarse. A propósito de esto, quizás no todos saben que la Plaza de San Pedro es también una meridiana: el gran obelisco, de hecho, arroja su sombra a lo largo de una línea que recorre el empedrado hacia la fuente que está bajo esta ventana, y en estos días la sombra es la más larga del año. Esto nos recuerda la función de la astronomía para determinar los tiempos de la oración El Angelus, por ejemplo, se recita por la mañana, a mediodía y por la noche, y con la meridiana, que antiguamente servía precisamente para conocer el “mediodía verdadero”, se regulaban los relojes.
El hecho de que precisamente hoy, a esta hora, cae el solsticio de invierno, me ofrece la oportunidad de saludar a todos aquellos que participarán en diverso grado en las iniciativas del año mundial de la astronomía, el 2009, en el que se cumple el 4º centenario de las primeras observaciones al telescopio de Galileo Galilei. Entre mis predecesores de venerada memoria ha habido cultivadores de esta ciencia, como Silvestre II, que la enseñó, Gregorio XIII, a quien debemos nuestro calendario, y san Pío X, que sabía construir relojes solares. Si los cielos, según las bellas palabras del salmista, “narran la gloria de Dios” (Sal 19[18],2), también las leyes de la naturaleza, que en el transcurso de los siglos tantos hombres y mujeres de ciencia nos han hecho entender cada vez mejor, son un gran estímulo para contemplar con gratitud las obras del Creador.
Volvamos ahora la mirada a María y José, que esperan el nacimiento de Jesús, y aprendamos de ellos el secreto del recogimiento para gustar la alegría de la Navidad. Preparémonos a acoger con fe al Redentor que viene a estar con nosotros. Palabra de amor de Dios para la humanidad de todo tiempo.
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