“Los ojos, de ternura indecible, estaban fijos en nosotros. Como una verdadera madre, ella parecía más feliz mirándonos que nosotros contemplándola”
La noche estrellada del 17 de enero, en la pequeña aldea de Pontmain, en Bretaña, Cesar Barbadette y sus dos hijos, Joseph y Eugène, de 10 y 12 años, estaban terminando sus quehaceres en el granero. Eugène miró por la ventana y vio un área sin estrellas sobre la casa del vecino.
De repente, vio a Nuestra Señora sonriéndole. Joseph también la vio; más tarde, ya como sacerdote, él mismo contó lo que había visto:
“Era joven y alta, estaba vestida con un manto azul oscuro… Su vestido estaba cubierto de estrellas doradas brillantes. Las mangas eran amplias y largas. Usaba sandalias del mismo azul que el vestido, adornadas con arcos de oro. En la cabeza tenía un velo negro cubriéndole la mitad de la cabeza, escondiendo sus cabellos y orejas y cayendo sobre sus hombros. Encima, una corona semejante a una diadema, mayor en la frente que se ensanchaba sobre los lados. Una línea roja rodeaba la corona a la mitad. Sus manos eran pequeñas y se extendían en nuestra dirección, como en la medalla milagrosa. Su rostro tenía la más suave delicadeza y una sonrisa de dulzura inefable. Los ojos, de ternura indecible, estaban fijos en nosotros. Como una verdadera madre, ella parecía más feliz mirándonos que nosotros contemplándola”.
Aunque sus padres vieron sólo las tres estrellas en un triángulo, las religiosas de la escuela parroquial y el párroco fueron llamados. Dos niñas, Françoise Richer y Jeanne-Marie Lebosse, de 9 y 11 años, también habían visto a la señora.
Los habitantes, que eran alrededor de sesenta entre adultos y niños, comenzaron a rezar el rosario. Mientras oraban, los videntes contaron que la visión había sufrido un cambio.
En primer lugar, las estrellas en su vestido se habían multiplicado hasta que el vestido se volvió casi completamente de oro. En cada oración siguiente, letras parecían aclarar los mensajes en una cinta desplegada a sus pies: “Por favor, oren, hijos míos”, “Dios pronto oirá sus oraciones” y “Mi Hijo los espera”.
Cuando ellos cantaron Madre de Esperanza, uno de los himnos regionales más populares, Nuestra Señora sonrió y los acompañó. Durante el canto Mi Dulce Jesús, una cruz roja con un cuerpo apareció en los brazos de María, cuya sonrisa desapareció y dio lugar al pesar.
Cuando los habitantes cantaron Ave Maris Stella, además, el crucifijo desapareció, la sonrisa de la señora volvió y un velo blanco la cubrió, concluyendo la aparición a las 9 de la noche. La aparición había durado más de tres horas.
Esa noche, las tropas prusianas cercanas a Laval habían parado a las 5.30 de la tarde, a la misma hora en que la aparición había sucedido por primera vez en Pontmain, a pocos kilómetros de distancia. El general Von Schmidt, preparado para salir en dirección de Pontmain, había recibido órdenes del comandante para no tomar aquella ciudad.
Hay un registro de que Schmidt había dicho, en la mañana del día 18: “No podemos avanzar. Más adelante, en la dirección de Bretaña, hay una señora invisible impidiendo el camino”.
La pequeña villa de Pontmain es una prueba de que las oraciones fervorosas, aunque elevadas por la menor de las parroquias, son capaces de cambiar la historia.
Un año después, en la fiesta de la Purificación, el 2 de febrero, la aparición en Pontmain fue aprobaba como auténtica y confirmaba por el papa Pío XI con una misa.
En 1932, el papa Pío XII concedió que la Madre de la Esperanza, título dado a esa aparición, fuera solemnemente homenajeada con una corona de oro. Hoy, los peregrinos visitan la Basílica de Pontmain como señal de esperanza en medio de la guerra.
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