domingo, 16 de noviembre de 2008

Pobres y ricos



Miguel Aranguren

ALBA

Aprender a ser ricos y pobres

Lástima que las dificultades no nos hagan más reflexivos, que de tiempos de pruebas y apreturas no saquemos enseñanzas para el resto de los días. Hablo de la crisis, claro, de esa hucha vacía y esa cola de acreedores a la puerta de casa. Vienen a por la televisión de plasma, a por el sillón que da masajes, a por los altavoces del ipod, a por la bodega que hemos ido fraguando en la bonanza... Afuera las nubes negras cubren los campos, de los que no brota ni siquiera una brizna, y el personal corre de un lado a otro, sin rumbo, con la sensación de que –de un momento a otro– el dragón del impagado se los va a zampar. Y mira que nos lo dijeron, que los expertos cantaban el rumbo incierto de nuestra economía, pero estábamos engolfados en el bienestar, como las cigarras, atados con mil dulces grilletes a la placidez de ser ricos, emborrachados de bienestar, felices de que en el banco nos acariciaran los lomos cada vez que firmábamos un nuevo préstamo para viajar a las Maldivas, para conducir un cuatro por cuatro, para cenar en un restaurante de cinco tenedores. El españolito, que venía de la sopa de ajo y los terrones yermos, se encontró de repente con la sensación de haber nacido para el bingo, los cruceros y las corbatas de Hermés, ¡pobre tonto!, y ahora que toca merendar rodajas de pan duro mojadas en vino peleón y azúcar de remolacha, cómo duele recordar ese pasado tan cercano en el que hasta los que se proclaman descamisados disfrutaban de cenar cigalas.

Sin duda, hay que aprender a ser ricos de igual forma que hay que aprender a ser pobres. El rico, si quiere que la dicha dure y hasta se multiplique, necesita el recato y la buena administración. El pobre, si no desea ulcerarse de inquina, precisa recordar muchas veces que Zamora no se ganó en una hora y que vale más la dignidad de un trabajo honrado que la fortuna lograda con malas artes. En fin, vanos consejos para una España en la que la sabiduría popular ha trocado por la ostentación, que envidia la suerte del millonario sospechoso y abre la boca –estúpidamente asombrada– ante la eslora de los yates que atracan en el puerto de Palma.

Tal vez en estos momentos de crisis económica, social y moral, sea bueno recordar que los cementerios revientan de ricos a los que la fortuna no les libró de la sentencia inexorable del tiempo y de pobres a los que ese mismo tiempo sí que libró de los padecimientos y la desgracia. No hay moneda que no pierda a causa de la inflación, billetaje que no se convierta en papel para quemar con el paso de los años. Sólo el amor, ese maravilloso don, es capaz de superar la corrupción de los tesoros terrenales.

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