jueves, 24 de diciembre de 2009

Navidad, una fiesta de dimensiones cósmicas



Queridos hermanos y hermanas,

El Evangelio de este cuarto domingo de Adviento nos vuelve a proponer el relato de la Anunciación (Lc 1,26-38), el misterio al que volvemos cada día al recitar el Angelus. Esta oración nos hace revivir el momento decisivo en el que Dios llamó al corazón de María y, al recibir su “sí”, comenzó a tomar carne en ella. La oración “Colecta” de la misa de hoy es la misma que se recita al final del Angelus y, en italiano, dice así: “Derrama, Señor, tu gracia en nuestras almas, para que los que por el anuncio del ángel hemos conocido la encarnación de tu Hijo Jesucristo, por su pasión y su cruz seamos llevados a la gloria de su resurrección”. A pocos días ya de la fiesta de Navidad, se nos invita a dirigir la mirada al misterio inefable que María ha custodiado durante nueve meses en su seno virginal: el misterio de Dios que se hace hombre. Y esta es la primera clave de la redención. La segunda es la muerte y resurrección de Jesús, y estas dos claves inseparables manifiestan un único diseño divino: salvar a la humanidad y a su historia asumiéndolas hasta el final haciéndose cargo enteramente de todo el mal que nos oprime.

Este misterio de salvación, además de la histórica, tiene una dimensión cósmica: Cristo es el sol de gracia que, con su luz, “transfigura y enciende el universo en espera” (Liturgia). La misma colocación de la fiesta de Navidad está ligada al solsticio de invierno, cuando las jornadas, en el hemisferio boreal, vuelven a empezar a alargarse. A propósito de esto, quizás no todos saben que la Plaza de San Pedro es también una meridiana: el gran obelisco, de hecho, arroja su sombra a lo largo de una línea que recorre el empedrado hacia la fuente que está bajo esta ventana, y en estos días la sombra es la más larga del año. Esto nos recuerda la función de la astronomía para determinar los tiempos de la oración El Angelus, por ejemplo, se recita por la mañana, a mediodía y por la noche, y con la meridiana, que antiguamente servía precisamente para conocer el “mediodía verdadero”, se regulaban los relojes.

El hecho de que precisamente hoy, a esta hora, cae el solsticio de invierno, me ofrece la oportunidad de saludar a todos aquellos que participarán en diverso grado en las iniciativas del año mundial de la astronomía, el 2009, en el que se cumple el 4º centenario de las primeras observaciones al telescopio de Galileo Galilei. Entre mis predecesores de venerada memoria ha habido cultivadores de esta ciencia, como Silvestre II, que la enseñó, Gregorio XIII, a quien debemos nuestro calendario, y san Pío X, que sabía construir relojes solares. Si los cielos, según las bellas palabras del salmista, “narran la gloria de Dios” (Sal 19[18],2), también las leyes de la naturaleza, que en el transcurso de los siglos tantos hombres y mujeres de ciencia nos han hecho entender cada vez mejor, son un gran estímulo para contemplar con gratitud las obras del Creador.

Volvamos ahora la mirada a María y José, que esperan el nacimiento de Jesús, y aprendamos de ellos el secreto del recogimiento para gustar la alegría de la Navidad. Preparémonos a acoger con fe al Redentor que viene a estar con nosotros. Palabra de amor de Dios para la humanidad de todo tiempo.


sábado, 19 de diciembre de 2009

Él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí


Adviento. Cada acontecimiento de la jornada es un gesto que Dios nos dirige, signo de la atención que tiene por cada uno de nosotros.

Adviento, quiere decir: “venida”, en latín adventus, de donde viene el término Adviento.


Reflexionemos brevemente sobre el significado de esta palabra, que puede traducirse como “presencia”, “llegada”, “venida”. En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico utilizado para indicar la llegada de un funcionario, la visita del rey o del emperador a una provincia. Pero podía indicar también la venida de la divinidad, que sale de su ocultación para manifestarse con poder, o que es celebrada presente en el culto.

Los cristianos adoptaron la palabra “adviento” para expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey, que ha entrado en esta pobre “provincia” llamada tierra para visitarnos a todos; hace participar en la fiesta de su adviento a cuantos creen en Él, a cuantos creen en su presencia en la asamblea litúrgica. Con la palabra adventus se pretendía sustancialmente decir: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no lo podemos ver y tocar como sucede con las realidades sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos de múltiples maneras.

El significado de la expresión “adviento” comprende por tanto también el de visitatio, que quiere decir simple y propiamente "visita"; en este caso se trata de una visita de Dios: Él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí. Todos tenemos experiencia, en la existencia cotidiana, de tener poco tiempo para el Señor y poco tiempo también para nosotros. Se acaba por estar absorbidos por el “hacer”.

¿Acaso no es cierto que a menudo la actividad quien nos posee, la sociedad con sus múltiples intereses la que monopoliza nuestra atención?

¿Acaso no es cierto que dedicamos mucho tiempo a la diversión y a ocios de diverso tipo? A veces las cosas no “atrapan”.

El Adviento, este tiempo litúrgico fuerte que estamos empezando, nos invita a detenernos en silencio para captar una presencia. Es una invitación a comprender que cada acontecimiento de la jornada es un gesto que Dios nos dirige, signo de la atención que tiene por cada uno de nosotros. ¡Cuántas veces Dios nos hace percibir algo de su amor! ¡Tener, por así decir, un “diario interior” de este amor sería una tarea bonita y saludable para nuestra vida! El Adviento nos invita y nos estimula a contemplar al Señor presente. La certeza de su presencia ¿no debería ayudarnos a ver el mundo con ojos diversos? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como "visita", como un modo en que Él puede venir a nosotros y sernos cercano, en cada situación?

Otro elemento fundamental del Adviento es la espera, espera que es al mismo tiempo esperanza. El Adviento nos empuja a entender el sentido del tiempo y de la historia como "kairós", como ocasión favorable para nuestra salvación. Jesús ilustró esta realidad misteriosa en muchas parábolas: en la narración de los siervos invitados a esperar la vuelta del amo; en la parábola de las vírgenes que esperan al esposo; o en aquellas de la siembre y de la cosecha. El hombre, en su vida, está en constante espera: cuando es niño quiere crecer, de adulto tiende a la realización y al éxito, avanzando en la edad, aspira al merecido descanso. Pero llega el tiempo en el que descubre que ha esperado demasiado poco si, más allá de la profesión o de la posición social, no le queda nada más que esperar.

La esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una certeza: el Señor está presente en el transcurso de nuestra vida, nos acompaña y un día secará también nuestras lágrimas. Un día no lejano, todo encontrará su cumplimiento en el Reino de Dios, Reino de justicia y de paz.

Pero hay formas muy distintas de esperar. Si el tiempo no está lleno por un presente dotado de sentido, la espera corre el riesgo de convertirse en insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada, es decir, si el presente queda vacío, cada instante que pasa parece exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado grave, porque el futuro es totalmente incierto. Cuando en cambio el tiempo está dotado de sentido y percibimos en cada instante algo específico y valioso, entonces la alegría de la espera hace el presente más precioso. Queridos hermanos y hermanas, vivamos intensamente el presente donde ya nos alcanzan los dones del Señor, vivamoslo proyectados hacia el futuro, un futuro lleno de esperanza. El Adviento cristiano se convierte de esta forma en ocasión para volver a despertar en nosotros el verdadero sentido de la espera, volviendo al corazón de nuestra fe que es el misterio de Cristo, el Mesías esperado por largos siglos y nacido en la pobreza de Belén.

Viniendo entre nosotros, nos ha traído y continua ofreciéndonos el don de su amor y de su salvación. Presente entre nosotros, nos habla de múltiples modos: en la Sagrada Escritura, en el año litúrgico, en los santos, en los acontecimientos de la vida cotidiana, en toda la creación, que cambia de aspecto según si detrás de ella está Él o si está ofuscada por la niebla de un origen incierto y de un incierto futuro.

A nuestra vez, podemos dirigirle la palabra, presentarle los sufrimientos que nos afligen, la impaciencia, las preguntas que nos brotan del corazón. ¡Estamos seguros de que nos escucha siempre! Y si Jesús está presente, no existe ningún tiempo privado de sentido y vacío. Si Él está presente, podemos seguir esperando también cuando los demás no pueden asegurarnos más apoyo, aún cuando el presente es agotador.

Queridos amigos, el Adviento es el tiempo de la presencia y de la espera de lo eterno. Precisamente por esta razón es, de modo particular, el tiempo de la alegría, de una alegría interiorizada, que ningún sufrimiento puede borrar. La alegría por el hecho de que Dios se ha hecho niño. Esta alegría, invisiblemente presente en nosotros, nos anima a caminar confiados. Modelo y sostén de este íntimo gozo es la Virgen María, por medio de la cual nos ha sido dado el Niño Jesús. Que Ella, fiel discípula de su Hijo, nos obtenga la gracia de vivir este tiempo litúrgico vigilantes y diligentes en la espera. Amén.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Adviento: camino y pórtico


El pasar de los siglos no apagó la esperanza. El Señor cumple su promesa al mandarnos al Mesías.


El Adviento es como un camino. Inicia en un momento del año, avanza por etapas progresivas, se dirige a una meta.

Llega la invitación a ponernos en marcha. ¿Quién invita? ¿Desde dónde iniciamos a caminar? ¿Hacia qué meta hemos de dirigir nuestros pasos?

La invitación llega desde muy lejos. La historia humana comenzó a partir de un acto de amor divino: “Hagamos al hombre”. El amor daba inicio a la vida.

Ese acto magnífico se vio turbado por la respuesta del hombre, por un pecado que significó una tragedia cósmica. Dios, a pesar de todo, no interrumpió su Amor apasionado y fiel. Prometió que vendría el Mesías.

La humanidad entera fue invitada a la espera. El Pueblo escogido, el Israel de Dios, recibió nuevos avisos, oteó que el Mesías llegaría en algún momento de la historia. El pasar de los siglos no apagó la esperanza. El Señor iba a cumplir, pronto, su promesa.

Esa invitación llega ahora a mi vida. También yo espero salir de mi pecado. También yo necesito sentir el Amor divino que me acompaña en la hora de la prueba. También yo escucho una voz profunda que me pide dejar el egoísmo para dedicarme a servir a mis hermanos.

¿Desde dónde comienzo este camino? Quizá desde la tibieza de un cristianismo apagado y pobre. Quizá desde odios profundos hacia quien me hizo daño. Quizá desde pasiones innobles que me llevan a caer continuamente en el pecado. Quizá desde la tristeza por ver tan poco amor y tantas promesas fracasadas.

La voz vuelve a llamar. En el desierto del mundo, en la soledad de la multitud urbana, en la calma de la noche invadida por los ruidos, en las risas de una fiesta sin sentido... La voz pide, suplica, espera que dé un primer paso, que abra el Evangelio, que escuche la voz de Juan el Bautista, que abandone injusticias y perezas, que mira hacia delante.

El Salvador llega. Juan lo anuncia. La voz que suena en el desierto llega hasta nosotros: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15-16).

sábado, 5 de diciembre de 2009

El predicador papal sugiere a los miembros de la Curia ser como don Camilo



Hablar personalmente con Cristo para que lo urgente no aplace lo importante


CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 4 diciembre 2009 (ZENIT.org).-

La gran tentación actual del sacerdote es descuidar lo urgente por lo importante, advirtió el predicador del Papa a los miembros de la Curia Romana; por este motivo les aconsejó seguir el ejemplo de don Camilo, famoso por los diálogos con el Crucifijo.

En el año sacerdotal, el padre Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap., dedicó la primera meditación de este Adviento, pronunciada en presencia de Benedicto XVI y sus colaboradores, en la capilla "Redemptoris Mater" del Vaticano al tema "Siervos y amigos de Jesucristo".

El fraile capuchino invitó a "hacer de Jesús el alma del propio sacerdocio", lo que requiere "pasar del personaje Jesús al Jesús persona", aseguró.

"El personaje es uno 'de' quien se puede hablar con gusto, pero 'a' quien nadie puede dirigirse y 'con' quien nadie puede hablar. Se puede hablar de Alejandro Magno, de Julio César, de Napoleón todo lo que se quiera, pero si uno dijera que habla con algunos de ellos, le mandarían inmediatamente con un psiquiatra".

"La persona, por el contrario, es alguien con quien se puede hablar y a quien se puede hablar. Cuando Jesús no es más que un conjunto de noticias, de dogmas o de herejías, alguien del pasado, una memoria, no una presencia, se queda en un personaje. Es necesario convencerse de que está vivo y presente. Es más importante hablar con él que hablar de Él", aseguró.

En este contexto, presentó el ejemplo de la figura de don Camilo, el sacerdote de la novela de Giovanni Guareschi, llevado a la pantalla por el cómico francés Fernandel, enfrentado a don Peppone, el alcalde comunista de un pequeño pueblo italiano de la posguerra.

En particular, recordó, según el género literario de la novela, cuando el sacerdote "habla en voz alta con el Crucifijo sobre todo lo que le sucede en la parroquia. Si nos acostumbráramos a hacerlo, con tanta espontaneidad, con nuestras palabras, ¡cuánto cambiaría en nuestra vida sacerdotal!", reconoció el padre Cantalamessa.

"Nos daremos cuenta de que no hablamos al vacío, sino a alguien que está presente, que escucha y responde, aunque quizá no en voz alta como a don Camilo", aseguró.

"Nosotros, sacerdotes, más que cualquier otro, estamos expuestos al peligro de sacrificar lo importante por lo urgente".

"La oración, la preparación de la homilía o de la misa, el estudio y la formación, son cosas importantes, pero no urgentes; si se aplazan, en apariencia, no se hunde el mundo, mientras que hay muchas cosas pequeñas --un encuentro, una llamada por teléfono, un trabajito material-- que son urgentes. De este modo, se acaba aplazando sistemáticamente lo importante a un 'después' que nunca llega", concluyó.

Por Jesús Colina