Cuando asistimos a un evidente cambio de paradigma en la
familia la familia emerge en su verdad interior
“Todo queda en puro poder, poder en voluntad, voluntad en apetito, y el apetito,
ese lobo universal, doblemente secundado por voluntad y poder, hace del universo
todo su presa, hasta devorarse a sí mismo”. Este diagnóstico de Shakespeare,
donde manifiesta al destemplado hijo que asesina a su padre y donde la ley es la
fortaleza del imbécil para tragarse instituciones y tradiciones, como si no
hubiera miembros distintos en el cuerpo y todo confluyese al fin en un difuso y
envidioso igualitarismo, constituye el auténtico desafío, la verdadera actividad
subversiva amenazante de la familia.
Con motivo de la Jornada de la
Sagrada Familia el próximo 30 de diciembre, el mensaje
de los obispos se ha centrado en algo tan esencial como “Educar la fe en
familia”, invitando a potenciar la reflexión sobre la decisiva importancia de la
familia para vivir y crecer en la fe, en un tiempo donde la misma familia se
siente golpeada por los constantes cambios en la sociedad. La vivencia
cristiana, sofocada en muchos miembros de la familia por diversas
circunstancias, puede “renacer” desde el testimonio creíble de familias que,
iluminadas por la fe, sean capaces de “abrir el corazón y la mente de muchos al
deseo de Dios”, como afirma en Porta fidei Benedicto XVI.
Pero no sólo la
anhelada uniformidad y el debilitamiento en la transmisión de la fe se han
convertido en nuestra época en dos portentosos retos de la familia. La
permisividad sexual y el emotivismo yerguen su pecho sobre la realidad social,
postulándose como un virus destructor donde la familia deberá encontrar y
activar sus propios mecanismos de defensa si quiere sobrevivir a esta feroz
espiral de relativismo.
Cuando asistimos a un evidente cambio de
paradigma en la familia, a una nueva estructura de las relaciones sociales,
económicas y familiares, con propuestas resultantes de diversas variables;
cuando nuestra cultura sueña haber alcanzado la tierra de promisión desde la
exaltación de una libertad sin vínculos y el ominoso objetivo de moldear la
naturaleza desde la legislación y la educación, impregnadas de la “ideología de
género”, lejos de inventarse, la familia emerge en su verdad interior de ser una
comunidad de personas, una comunidad de vida y de amor vinculada al designio de
Dios sobre ella.
Cuando la nueva ortodoxia occidental propone un voraz
emotivismo, capaz de menoscabar la estabilidad del matrimonio y la familia en su
propuesta de sobrevalorar la emoción en detrimento de la razón, diluyéndose la
misma idea de familia; cuando el designio del mundo consiste en ampliar los
conceptos de “matrimonio” y “familia” hasta comprender a cualquier grupo de
personas entre las que se dé un vínculo sexual y afectivo, ajeno a la duración
de la relación o el número y sexo de los partners, se hace más necesario y
urgente para la familia perseverar en sus relaciones constitutivas y en su
propia identidad en un tiempo obstinado en la deconstrucción de las relaciones
personales.
La concepción emotivista de la familia, la frívola y malsana
costumbre de “dejarse llevar por los sentimientos”, ha desembocado en la
presuntuosa proclividad de llamar también matrimonio o familia a las parejas
homosexuales: si lo sustantivo es el sentimiento, ¿por qué el amor entre
personas del mismo sexo debería valer menos que el amor entre heterosexuales?
Pero semejante propuesta emotivista nos depara además una funesta consecuencia:
la volatilidad creciente de la familia, cuya estabilidad queda supeditada a los
vaivenes de la emoción, como bien explica desde su propia experiencia personal
Leonardo Mondadori: “El valor de la indisolubilidad parece haberse vuelto
incomprensible: la gente cree que el amor entre los cónyuges consiste en “sentir
algo”, en “quererse” en un sentido sentimental. Cuando uno piensa que ya no
“siente” nada se considera incluso un deber irse cada uno por su lado en busca
de un nuevo “sentimiento”. La entrega personal, el sacrificio, el perdón, la
comprensión, la paciencia, la fidelidad jurada: todo lo que hace posible que la
unión de un hombre y una mujer resista el desgaste del tiempo, no entra ya en el
plan de vida”.
La familia se comprenderá a sí misma como un sistema
social definido por las relaciones de conyugalidad y generatividad, por la
reciprocidad y el don, relaciones negadas desde la legislación que hay que
preservar o rehacer: no debería permitirse que se fuera cayendo la familia a
pedazos -dirá Chesterton- porque nadie tiene el debido sentido histórico de eso
que se está desmoronando, de lo que se ha convertido ya en un verdadero “éxodo
de lo doméstico”.
Desasistida por la ley y eclipsada por la cultura, la
familia, sin embargo, es defendida y protegida por los organismos nacionales e
internacionales en sus textos jurídicos. La Declaración de los Derechos Humanos
de la ONU establece: “La familia es el elemento natural y fundamental de la
sociedad y tiene el derecho a la protección de la sociedad y del Estado” (a.16,
3). Y la Constitución Española de 1978 determina: “los poderes públicos aseguran
la protección social, económica y jurídica de la familia” (a.39).
En la
Carta Magna de los Derechos Fundamentales de la Familia (24-XI-1983), se
señalará que tales derechos “están impresos en la conciencia del ser humano y en
los valores comunes de toda la humanidad”, así como que “derivan de la ley
inscrita por el Creador en el corazón de todo ser humano”. Por tanto, los
derechos de la familia derivan de la misma naturaleza de la familia, y no sólo
de las exigencias de la doctrina católica.
Asimismo, el Documento
Pontificio “desea estimular a las familias a unirse para la defensa y promoción
de sus derechos”, dirigiéndose, finalmente, a “todos los hombres y mujeres para
que se comprometan a hacer todo lo posible, a fin de asegurar que los derechos
de la familia sean protegidos y que la institución familiar sea fortalecida para
bien de toda la humanidad, hoy y en el futuro”.
Los derechos
fundamentales de la familia, “aunque no constituyen un tratado de moral
familiar”, ofrecen unos principios éticos válidos no sólo para las familias,
sino también para las personas y los poderes públicos, precisamente en un
momento crucial donde no se respeta el derecho a la vida ni a la libertad
religiosa en muchos lugares del mundo, ni tampoco parece existir una política
familiar adecuada cuando es el mismo concepto de familia lo que ha entrado en
crisis.
La familia, se quiera reconocer o no, es la estructura social de
la humanidad más universal, la célula básica de cualquier sociedad. El
cristianismo, leyéndola de atrás adelante, la convirtió en Sagrada Familia, “un
modelo perfecto de vida familiar, fundada en la fe, la esperanza y la caridad”,
el “Hogar santo donde José, María y el Niño nos han enseñado con su vida
silenciosa y humilde la dignidad y el valor de la familia”. En esta gran fiesta
de la familia, conviene recordar las palabras del beato Juan Pablo II, que se
convierten además en un poderoso estímulo: “Toda familia descubre y encuentra en
sí misma la llamada imborrable, que define a la vez su dignidad y su
responsabilidad”. ¿Por qué buscar fuera lo que está dentro, no reconocer que la
vida no es algo que provenga del exterior?: “Familia, ¡sé lo que eres!”.
Parece mentira,
pero a pesar de tanto "tiempo libre" no tenemos casi tiempo
para nada. Aumentan las necesidades, los planes, los compromisos,
y cuando queremos tener un rato para el descanso en familia, resulta
que no nos queda tiempo... Debemos sentarnos,
de vez en cuando, para reflexionar sobre lo que sea realmente importante
en nuestras vidas. Entonces descubriremos, entre otras cosas, que
resulta urgente rescatar el sentido del domingo, de un día
dedicado a los demás, a nosotros mismos, a Dios. Pensemos en lo
que es ahora el domingo para muchos. Después de seis días
de trabajo, con el agotamiento del tráfico, de las prisas,
de los roces con los compañeros y compañeras de la oficina
o de la fábrica, el domingo querríamos estar todo el
tiempo entre las sábanas, o tumbados en el sofá, o pasear
tranquilos por la calle. Pero ni siquiera podemos hacer esto. Unos
tienen que hacer deporte, casi obsesionados por la "condición
física". Otros salen de la ciudad, y a veces pasan varias
horas en la carretera, aprisionados entre millares de coches que avanzan
a paso de tortuga. Otros se quedan en casa, y descubren que tienen
que arreglar mil pequeños asuntos que terminan por dejarles
más cansados y más tensos. Otros, y es una enfermedad
que está creciendo poco a poco, se dedican a juegos electrónicos
que absorben toda la atención y que no dejan espacio para pensar
en cosas mucho más importantes. Otros, en fin, hacen el domingo
el trabajo que no pudieron hacer durante la semana: no saben lo que
es tomarse un poco de tiempo para descansar... Sin embargo,
casi todos hemos deseado llegar al domingo. Casi todos... porque siempre
hay quien es más feliz en el trabajo que en el hogar, pero
si esto ocurre es porque algo no funciona del todo bien en la vida
familiar... ¿Por qué nos alegra pensar en el domingo?
Porque lo vemos como nuestro día "libre", el día
en el que nos gustaría hacer eso que más llevamos en
el corazón, eso que nos descansa, que nos llena. El domingo,
en cierto sentido, revela aspectos muy profundos de nuestra personalidad,
cosas buenas y cosas malas, amores y tensiones, gozos y penas profundas.
Es un día especial, es nuestro día... No podemos venderlo
a las prisas, a la propaganda, al consumismo. No podemos hacer del
domingo un día perdido. Hemos de encontrar
tiempo para que el domingo sea, realmente, un día de plenitud,
de amor, de familia, de solidaridad. Para lograr que sea así,
no estaría mal quitar todo aquello que hemos escogido para
ese día y que sólo nos ha dejado más vacíos
y más angustiados. Es mejor un domingo con tiempo para la reflexión
y para el descanso que un domingo lleno con cientos de compromisos
que nos absorben completamente y nos apartan de lo importante... El domingo debe
ser, de modo especial, un momento para la familia. Conocemos o hemos
tenido la suerte de vivir en familias que pasan casi todo el domingo
unidos y en paz, con un proyecto común. Juntos se va a misa,
se prepara la comida, se juega un rato o se va de paseo. Juntos se
ve la televisión o se hacen los deberes para la escuela. Juntos
se distribuyen las tareas (siempre hay mil cosas que arreglar) y la
limpieza de la ropa, de la cocina, de las esquinas llenas de polvo
o de arañas... Juntos se va al club, o al cine. Son familias
que pueden hacerlo todo juntos porque, de verdad, se quieren a fondo,
y saben unos ceder un poco para la felicidad de otros. Y eso es muy
fácil si el amor es lo más importante de la casa. Por último,
o mejor, en primer lugar, el domingo es el día del Señor.
Una verdad profunda acompaña la vida de todo creyente: venimos
de Dios, vamos a Dios. El domingo agradece el don de la existencia,
el amor de un Dios que nos creó y que nos permite disfrutar
del sol, de la luna, del viento, de las enchiladas y de la sonrisa
de los niños. El domingo nos hace pensar en el "mañana"
que brillará después de nuestra muerte, y nos recuerda
que mediante una cruz el cielo está abierto. El domingo nos
susurra, sin gritos, pero con constancia, que Dios nos ama, que somos
sus hijos, que es un Padre que nos espera con cariño. Todo esto se
vive de modo especial en la Misa. Pero no sólo en ella. El
clima familiar del domingo debería suscitar en todos como una
nostalgia de Dios, desde que nos vamos levantando (sin las prisas
de siempre pero con gusto y con entusiasmo por el día libre)
hasta que llegamos a la noche y miramos el futuro que nos espera.
Un futuro que puede ser negro o de colores, pero en el que siempre
podremos descubrir una mano providente que nos guía hacia la
Patria del cielo. El domingo es
un día muy especial. Nos lo recordó el Papa Juan Pablo
II en su carta sobre el "Día del Señor", escrita
el año 1998. Nos decía en esa carta: "Por medio
del descanso dominical, las preocupaciones y las tareas diarias pueden
encontrar su justa dimensión: las cosas materiales por las
cuales nos inquietamos dejan paso a los valores del espíritu;
las personas con las que convivimos recuperan, en el encuentro y en
el diálogo más sereno, su verdadero rostro". Nos urge, por
lo tanto, revivir a fondo el domingo, hacer de cada domingo, de verdad,
el día del Señor y nuestro día favorito. El día
más deseado, el día vivido con más alegría,
el día que nos prepara para un cielo que será, nos lo
enseña la Iglesia, un domingo eterno y feliz...
El Adviento es el comienzo del Año Litúrgico, empieza el domingo más
próximo al 30 de noviembre y termina el 24 de diciembre. Son los cuatro
domingos anteriores a la Navidad y forma una unidad con la Navidad y la
Epifanía.
El término "Adviento" viene del latín adventus, que
significa venida, llegada. El color usado en la liturgia de la Iglesia
durante este tiempo es el morado. Con el Adviento comienza un nuevo año
litúrgico en la Iglesia, El sentido del Adviento es avivar en los creyentes la espera del Señor.
Id y haced discípulos a todos los
pueblos (cf. Mt 28,19)
Queridos jóvenes:
Quiero haceros llegar a todos un saludo lleno de alegría y afecto. Estoy
seguro de que la mayoría de vosotros habéis regresado de la Jornada Mundial de
la Juventud de Madrid «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf.
Col 2,7). En este año hemos celebrado en las diferentes diócesis la alegría de
ser cristianos, inspirados por el tema: «Alegraos siempre en el Señor» (Flp
4,4). Y ahora nos estamos preparando para la próxima Jornada Mundial, que se
celebrará en Río de Janeiro, en Brasil, en el mes de julio de 2013.
Quisiera renovaros ante todo mi invitación a que participéis en esta
importante cita. La célebre estatua del Cristo Redentor, que domina aquella
hermosa ciudad brasileña, será su símbolo elocuente. Sus brazos abiertos son el
signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden a él, y su corazón
representa el inmenso amor que tiene por cada uno de vosotros. ¡Dejaos atraer
por él! ¡Vivid esta experiencia del encuentro con Cristo, junto a tantos otros
jóvenes que se reunirán en Río para el próximo encuentro mundial! Dejaos amar
por él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita.
Os invito a que os preparéis a la Jornada Mundial de Río de Janeiro
meditando desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y haced discípulos a
todos los pueblos (cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación misionera que
Cristo dejó a toda la Iglesia
y que sigue siendo actual también hoy, dos mil años después. Esta llamada
misionera tiene que resonar ahora con fuerza en vuestros corazones. El año de
preparación para el encuentro de Río coincide con el Año de la Fe, al comienzo
del cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a «La nueva
evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Por ello, queridos
jóvenes, me alegro que también vosotros os impliquéis en este impulso misionero
de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más precioso que
podéis dar a los demás. 1. Una llamada apremiante
La historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso don de
sí mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido enormemente al Reino de
Dios y al desarrollo de este mundo. Con gran entusiasmo, han llevado la Buena
Nueva del Amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo, con medios y posibilidades
muy inferiores con respecto a los que disponemos hoy. Pienso, por ejemplo, en
el beato José de Anchieta, joven jesuita español del siglo XVI, que partió a
las misiones en Brasil cuando tenía menos de veinte años y se convirtió en un
gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que os dedicáis
generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un sorprendente
testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el encuentro con los
voluntarios.
Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un don y no ven con claridad
su camino. Ante las dificultades del mundo contemporáneo, muchos se preguntan
con frecuencia: ¿Qué puedo hacer? La luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos
hace comprender que cada existencia tiene un valor inestimable, porque es fruto
del amor de Dios. Él ama también a quien se ha alejado de él; tiene paciencia y
espera, es más, él ha entregado a su Hijo, muerto y resucitado, para que nos
libere radicalmente del mal. Y Cristo ha enviado a sus discípulos para que
lleven a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación y de vida nueva.
En su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con vosotros. Queridos
jóvenes: Vosotros sois los primeros misioneros entre los jóvenes. Al final del Concilio Vaticano II,
cuyo 50º aniversario estamos celebrando en este año, el siervo de Dios Pablo VI
entregó a los jóvenes del mundo un Mensaje que empezaba con estas palabras: «A
vosotros, los jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero, el Concilio quiere
dirigir su último mensaje. Pues sois vosotros los que vais a recoger la
antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las
más gigantescas transformaciones de su historia. Sois vosotros quienes,
recogiendo lo mejor del ejemplo y las enseñanzas de vuestros padres y maestros,
vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella».
Concluía con una llamada: «¡Construid con entusiasmo un mundo mejor que el de
vuestros mayores!» (Mensaje a los Jóvenes, 8 de diciembre de 1965).
Queridos jóvenes, esta invitación es de gran actualidad. Estamos atravesando
un período histórico muy particular. El progreso técnico nos ha ofrecido
posibilidades inauditas de interacción entre los hombres y la población, mas la
globalización de estas relaciones sólo será positiva y hará crecer el mundo en
humanidad si se basa no en el materialismo sino en el amor, que es la única
realidad capaz de colmar el corazón de cada uno y de unir a las personas. Dios
es amor. El hombre que se olvida de Dios se queda sin esperanza y es incapaz de
amar a su semejante. Por ello, es urgente testimoniar la presencia de Dios,
para que cada uno la pueda experimentar. La salvación de la humanidad y la
salvación de cada uno de nosotros están en juego. Quien comprenda esta
necesidad, sólo podrá exclamar con Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el
Evangelio!» (1Co 9,16). 2. Sed discípulos de Cristo
Esta llamada misionera se os dirige también por otra razón: Es necesaria
para vuestro camino de fe personal. El beato Juan Pablo II escribió: «La fe
se refuerza dándola» (Enc. Redemptoris Missio, 2). Al anunciar el Evangelio
vosotros mismos crecéis arraigándoos cada vez más profundamente en Cristo, os
convertís en cristianos maduros. El compromiso misionero es una dimensión
esencial de la fe; no se puede ser un verdadero creyente si no se evangeliza.
El anuncio del Evangelio no puede ser más que la consecuencia de la alegría de
haber encontrado en Cristo la roca sobre la que construir la propia existencia.
Esforzándoos en servir a los demás y en anunciarles el Evangelio, vuestra vida,
a menudo dispersa en diversas actividades, encontrará su unidad en el Señor, os
construiréis también vosotros mismos, creceréis y maduraréis en humanidad.
¿Qué significa ser misioneros? Significa ante todo ser discípulos de Cristo,
escuchar una y otra vez la invitación a seguirle, la invitación a mirarle:
«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Un discípulo
es, de hecho, una persona que se pone a la escucha de la palabra de Jesús (cf.
Lc 10,39), al que se reconoce como el buen Maestro que nos ha amado hasta dar
la vida. Por ello, se trata de que cada uno de vosotros se deje plasmar cada
día por la Palabra de Dios; ésta os hará amigos del Señor Jesucristo, capaces
de incorporar a otros jóvenes en esta amistad con él.
Os aconsejo que hagáis memoria de los dones recibidos de Dios para
transmitirlos a su vez. Aprended a leer vuestra historia personal, tomad
también conciencia de la maravillosa herencia de las generaciones que os han
precedido: Numerosos creyentes nos han transmitido la fe con valentía,
enfrentándose a pruebas e incomprensiones. No olvidemos nunca que formamos
parte de una enorme cadena de hombres y mujeres que nos han transmitido la
verdad de la fe y que cuentan con nosotros para que otros la reciban.
El ser misioneros presupone el conocimiento de este patrimonio recibido, que
es la fe de la Iglesia. Es necesario conocer aquello en lo que se cree, para
poder anunciarlo. Como escribí en la introducción de YouCat, el catecismo para jóvenes
que os regalé en el Encuentro Mundial de Madrid, «tenéis que conocer vuestra fe
de forma tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema
operativo de su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical. Sí,
tenéis que estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de
vuestros padres, para poder enfrentaros a los retos y tentaciones de este
tiempo con fuerza y decisión» (Prólogo). 3. Id
Jesús envió a sus discípulos en misión con este encargo: «Id al mundo entero
y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se
salvará» (Mc 16,15-16). Evangelizar significa llevar a los demás la Buena Nueva
de la salvación y esta Buena Nueva es una persona: Jesucristo. Cuando le
encuentro, cuando descubro hasta qué punto soy amado por Dios y salvado por él,
nace en mí no sólo el deseo, sino la necesidad de darlo a conocer a otros. Al
principio del Evangelio de Juan vemos a Andrés que, después de haber encontrado
a Jesús, se da prisa para llevarle a su hermano Simón (cf. Jn 1,40-42).
La evangelización parte siempre del encuentro con Cristo, el Señor. Quien se
ha acercado a él y ha hecho la experiencia de su amor, quiere compartir en
seguida la belleza de este encuentro que nace de esta amistad. Cuanto más
conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo. Cuanto más hablamos con él, más
deseamos hablar de él. Cuanto más nos hemos dejado conquistar, más deseamos
llevar a otros hacia él.
Por medio del bautismo, que nos hace nacer a una vida nueva, el Espíritu
Santo se establece en nosotros e inflama nuestra mente y nuestro corazón. Es él
quien nos guía a conocer a Dios y a entablar una amistad cada vez más profunda
con Cristo; es el Espíritu quien nos impulsa a hacer el bien, a servir a los
demás, a entregarnos. Mediante la confirmación somos fortalecidos por sus dones
para testimoniar el Evangelio con más madurez cada vez. El alma de la misión es
el Espíritu de amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos, para «ir» y
evangelizar. Queridos jóvenes, dejaos conducir por la fuerza del amor de Dios,
dejad que este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio mundo, en los
propios problemas, en las propias costumbres. Tened el valor de «salir» de
vosotros mismos hacia los demás y guiarlos hasta el encuentro con Dios. 4. Llegad a todos los pueblos
Cristo resucitado envió a sus discípulos a testimoniar su presencia
salvadora a todos los pueblos, porque Dios, en su amor sobreabundante, quiere
que todos se salven y que nadie se pierda. Con el sacrificio de amor de la Cruz, Jesús abrió el
camino para que cada hombre y cada mujer puedan conocer a Dios y entrar en
comunión de amor con él. Él constituyó una comunidad de discípulos para llevar
el anuncio de salvación del Evangelio hasta los confines de la tierra, para
llegar a los hombres y mujeres de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro
este deseo de Jesús!
Queridos amigos, abrid los ojos y mirad en torno a vosotros. Hay muchos
jóvenes que han perdido el sentido de su existencia. ¡Id! Cristo también os
necesita. Dejaos llevar por su amor, sed instrumentos de este amor inmenso,
para que llegue a todos, especialmente a los que están «lejos». Algunos están
lejos geográficamente, mientras que otros están lejos porque su cultura no deja
espacio a Dios; algunos aún no han acogido personalmente el Evangelio, otros,
en cambio, a pesar de haberlo recibido, viven como si Dios no existiese.
Abramos a todos las puertas de nuestro corazón; intentemos entrar en diálogo
con ellos, con sencillez y respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido con
verdadera amistad, dará fruto. Los «pueblos» a los que hemos sido enviados no
son sólo los demás países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la
vida: las familias, los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos
de amigos y los lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está destinado
a todos los ambientes de nuestra vida, sin exclusión.
Quisiera subrayar dos campos en los que debéis vivir con especial atención
vuestro compromiso misionero. El primero es el de las comunicaciones sociales,
en particular el mundo de Internet. Queridos jóvenes, como ya os dije en otra
ocasión, «sentíos comprometidos a sembrar en la cultura de este nuevo ambiente
comunicativo e informativo los valores sobre los que se apoya vuestra vida. […]
A vosotros, jóvenes, que casi espontáneamente os sentís en sintonía con estos
nuevos medios de comunicación, os corresponde de manera particular la tarea de
evangelizar este "continente digital"» (Mensaje para la XLIII Jornada
Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 mayo 2009).
Por ello, sabed usar con sabiduría este medio, considerando también las
insidias que contiene, en particular el riesgo de la dependencia, de confundir
el mundo real con el virtual, de sustituir el encuentro y el diálogo directo
con las personas con los contactos en la red.
El segundo ámbito es el de la movilidad. Hoy son cada vez más numerosos los
jóvenes que viajan, tanto por motivos de estudio, trabajo o diversión. Pero
pienso también en todos los movimientos migratorios, con los que millones de
personas, a menudo jóvenes, se trasladan y cambian de región o país por motivos
económicos o sociales. También estos fenómenos pueden convertirse en ocasiones
providenciales para la difusión del Evangelio. Queridos jóvenes, no tengáis
miedo en testimoniar vuestra fe también en estos contextos; comunicar la
alegría del encuentro con Cristo es un don precioso para aquellos con los que
os encontráis. 5. Haced discípulos
Pienso que a menudo habéis experimentado la dificultad de que vuestros
coetáneos participen en la experiencia de la fe. A menudo habréis constatado
cómo en muchos jóvenes, especialmente en ciertas fases del camino de la vida,
está el deseo de conocer a Cristo y vivir los valores del Evangelio, pero no se
sienten idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer? Sobre todo, con vuestra
cercanía y vuestro sencillo testimonio abrís una brecha a través de la cual
Dios puede tocar sus corazones. El anuncio de Cristo no consiste sólo en
palabras, sino que debe implicar toda la vida y traducirse en gestos de amor.
Es el amor que Cristo ha infundido en nosotros el que nos hace evangelizadores;
nuestro amor debe conformarse cada vez más con el suyo.
Como el buen samaritano, debemos tratar con atención a los que encontramos,
debemos saber escuchar, comprender y ayudar, para poder guiar a quien busca la
verdad y el sentido de la vida hacia la casa de Dios, que es la Iglesia, donde
se encuentra la esperanza y la salvación (cf. Lc 10,29-37). Queridos amigos, nunca
olvidéis que el primer acto de amor que podéis hacer hacia el prójimo es el de
compartir la fuente de nuestra esperanza: Quien no da a Dios, da muy poco.
Jesús ordena a sus apóstoles:
«Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado» (Mt 28,19-20).
Los medios que tenemos para «hacer discípulos» son principalmente el bautismo
y la catequesis.
Esto significa que debemos conducir a las personas que estamos evangelizando
para que encuentren a Cristo vivo, en modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este
modo podrán creer en él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia. Quisiera que
cada uno se preguntase: ¿He tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo
a los jóvenes que aún no lo han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un
camino para descubrir la fe cristiana? Queridos amigos, no tengáis miedo de
proponer a vuestros coetáneos el encuentro con Cristo. Invocad al Espíritu
Santo: Él os guiará para poder entrar cada vez más en el conocimiento y el amor
de Cristo y os hará creativos para transmitir el Evangelio. 6. Firmes en la fe
Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendréis la
tentación de decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no
sé hablar, que sólo soy un niño». Pero Dios también os contesta: «No digas que
eres niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene» (Jr
1,6-7). Cuando os sintáis ineptos, incapaces y débiles para anunciar y
testimoniar la fe, no temáis. La evangelización no es una iniciativa nuestra
que dependa sobre todo de nuestros talentos, sino que es una respuesta confiada
y obediente a la llamada de Dios, y por ello no se basa en nuestra fuerza, sino
en la suya. Esto lo experimentó el apóstol Pablo: «Llevamos este tesoro en
vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios
y no proviene de nosotros» (2Co 4,7).
Por ello os invito a que os arraiguéis en la oración y en los sacramentos. La
evangelización auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por ella.
Primero tenemos que hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la oración le
encomendamos al Señor las personas a las que hemos sido enviados y le
suplicamos que les toque el corazón; pedimos al Espíritu Santo que nos haga sus
instrumentos para la salvación de ellos; pedimos a Cristo que ponga las
palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de su amor. En modo más
general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición explícita
de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies»
(Mt 9,38).
Sabed encontrar en la eucaristía la fuente
de vuestra vida de fe y de vuestro testimonio cristiano, participando con
fidelidad en la misa
dominical y cada vez que podáis durante la semana. Acudid frecuentemente al
sacramento de la reconciliación,
que es un encuentro precioso con la misericordia de Dios que nos acoge, nos
perdona y renueva nuestros corazones en la caridad. No dudéis en recibir el
sacramento de la confirmación, si aún no lo habéis recibido, preparándoos con
esmero y solicitud. Es, junto con la eucaristía, el sacramento de la misión por
excelencia, que nos da la fuerza y el amor del Espíritu Santo para profesar la
fe sin miedo. Os aliento también a que hagáis adoración eucarística; detenerse
en la escucha y el diálogo con Jesús presente en el sacramento es el punto de
partida de un nuevo impulso misionero.
Si seguís por este camino, Cristo mismo os dará la capacidad de ser
plenamente fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A veces
seréis llamados a demostrar vuestra perseverancia, en particular cuando la
Palabra de Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas regiones del mundo,
por la falta de libertad religiosa, algunos de vosotros sufrís por no poder dar
testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien ya ha pagado con la vida el
precio de su pertenencia a la Iglesia. Os animo a que permanezcáis firmes en la
fe, seguros de que Cristo está a vuestro lado en esta prueba. Él os repite:
«Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de
cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa
será grande en el cielo» (Mt 5,11-12). 7. Con toda la Iglesia
Queridos jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe cristiana
allí donde habéis sido enviados, necesitáis a la Iglesia. Nadie puede ser
testigo del Evangelio en solitario. Jesús envió a sus discípulos a la misión en
grupos: «Haced discípulos» está puesto en plural. Por tanto, nosotros siempre
damos testimonio en cuanto miembros de la comunidad cristiana; nuestra misión
es fecundada por la comunión que vivimos en la Iglesia, y gracias a esa unidad
y ese amor recíproco nos reconocerán como discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35).
Doy gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización que realizan nuestras
comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros movimientos eclesiales.
Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno siembra y
otro siega» (Jn 4,37).
En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros, que
dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra.
Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que se
entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar
aquí a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con
entusiasmo en estas vocaciones: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch
20,35). A los que dejan todo para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento por
uno y la vida eterna (cf. Mt 19,29).
También doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se
encuentran, en familia
o en el trabajo, se esmeran en vivir su vida cotidiana como una misión, para
que Cristo sea amado y servido y para que crezca el Reino de Dios. Pienso, en
particular, en todos los que trabajan en el campo de la educación, la sanidad,
la empresa, la política y la economía y en tantos ambientes del apostolado
seglar. Cristo necesita vuestro compromiso y vuestro testimonio. Que nada – ni
las dificultades, ni las incomprensiones – os hagan renunciar a llevar el
Evangelio de Cristo a los lugares donde os encontréis; cada uno de vosotros es
valioso en el gran mosaico de la evangelización. 8. «Aquí estoy, Señor»
Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que escuchéis en lo
profundo de vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio. Como
muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su corazón está
abierto para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están extendidos para
abrazar a todos. Sed vosotros el corazón y los brazos de Jesús. Id a dar
testimonio de su amor, sed los nuevos misioneros animados por el amor y la
acogida. Seguid el ejemplo de los grandes misioneros de la Iglesia, como san
Francisco Javier y tantos otros.
Al final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a algunos
jóvenes de diversos continentes que partían en misión. Ellos representaban a
tantos jóvenes que, siguiendo al profeta Isaías, dicen al Señor: «Aquí estoy,
mándame» (Is 6,8). La Iglesia confía en vosotros y os agradece sinceramente el
dinamismo que le dais. Usad vuestros talentos con generosidad al servicio del
anuncio del Evangelio. Sabemos que el Espíritu Santo se regala a los que, en
pobreza de corazón, se ponen a disposición de tal anuncio. No tengáis miedo.
Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta el fin del
mundo (cf. Mt 28,20).
Esta llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo, asume una
particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes de América Latina. En la V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida en 2007, los obispos
lanzaron una «misión continental». Los jóvenes, que en aquel continente
constituyen la mayoría de la población, representan un potencial importante y
valioso para la Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los primeros misioneros.
Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a América Latina, exhorto a
todos los jóvenes del continente: Transmitid a vuestros coetáneos del mundo
entero el entusiasmo de vuestra fe.
Que la Virgen María,
Estrella de la Nueva Evangelización, invocada también con las advocaciones de
Nuestra Señora de Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe, os acompañe en
vuestra misión de testigos del amor de Dios. A todos imparto, con particular
afecto, mi Bendición Apostólica.
Vaticano, 18 de octubre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI
Cada familia
cristiana es una “comunidad de vida y de amor” que recibe
la misión “de custodiar, revelar y comunicar el amor,
como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por
la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa”
(Juan Pablo II, “Familiaris Consortio” n. 17). Es una comunidad
que busca vivir según el Evangelio, que vibra con la Iglesia,
que reza, que ama. Para vivir el
amor hace falta fundarlo todo en la experiencia de Cristo, en la vida
de la Iglesia, en la fe y la esperanza que nos sostienen como católicos.
En estas líneas
queremos reflexionar especialmente sobre la responsabilidad que tienen
los padres en el cultivo de la fe en la propia familia. No sólo
respecto de los hijos, sino como pareja, pueden ayudarse cada día
a conocer, vivir y transmitir la fe que madura en el amor y lleva
a la esperanza.
Los hijos también,
conforme crecen, se convierten en protagonistas: pueden ayudar y motivar
a los padres y a los hermanos para ser cada día más
fieles a sus compromisos bautismales.
Entre los muchos
caminos que existen para cultivar la fe en familia, nos fijamos ahora
en tres: la oración en familia, el estudio de la doctrina católica,
y la vida según las enseñanzas de Cristo.
Muchas de las
ideas que siguen son simplemente sugerencias o pistas de trabajo.
La actitud de fondo que debe acompañarlas, el amor verdaderamente
cristiano, da el sentido adecuado a cada una de las acciones que se
lleven a la práctica. Un gesto realizado sin profundidad puede
secar el alma, puede perder su eficacia. Es posible, sin embargo,
iniciar algunos actos sin comprenderlos del todo, pero con el deseo
de que nos conduzcan a una actitud profundamente evangélica,
a un modo de pensar y de vivir que corresponda plenamente con lo propio
de nuestra vocación cristiana.
1.
La oración en familia
La oración
es para cualquier bautizado lo que es el aire para los seres humanos:
algo imprescindible.
Aprender a rezar
toca a todos: a los padres, en las distintas etapas de su maduración
interior; a los hijos, desde pequeños y cuando poco a poco
entran en el mundo de los adultos.
La oración
en la vida familiar tiene diversas formas. El día inicia con
breves oraciones por la mañana. Por ejemplo, los padres pueden
levantar a sus hijos con una pequeña jaculatoria; o, después
de asearse o antes del desayuno, todos rezan juntos una pequeña
oración (el Padrenuestro, el Ave María, parte de un
Salmo o del Magnificat, etc.).
Otras plegarias
surgen de modo espontáneo, según las necesidades de
cada día. La familia reza por el examen de selectividad, por
la situación de la fábrica donde trabaja papá
o mamá, por las lluvias, por el eterno descanso del abuelo...
Son muy hermosas
aquellas oraciones que recogen la gratitud de todos y de cada uno.
Esas oraciones pueden fijarse en los hechos más sencillos:
ya funciona el frigorífero, tenemos pasteles para la merienda,
se acercan las vacaciones. O pueden dar gracias por hechos más
importantes: el amor entre papá y mamá ha sido bendecido
con un nuevo embarazo, acaba de nacer un nuevo sobrino, el abuelo
ha superado la pulmonía, un amigo ha ido a encontrarse con
Dios...
El clima de oración
se prolonga a lo largo del día. Para ello, ayuda mucho crear
un hábito de “jaculatorias”, pequeñas oraciones
espontáneas que dan un toque religioso a la jornada. “Señor,
confío en Ti”. “Creo, Señor, ayúdame
a creer”. “Te alabamos, Señor, porque eres bueno”.
“Gracias, Señor, por esto y por esto”. “Jesús,
manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante
al tuyo”...
La hora de comer
permite un momento de gratitud y de unión en la familia. ¡Qué
hermoso es ver que todos, junto a la mesa, rezan! Algunos hogares
recitan el Padrenuestro; en otros, los padres y los hijos se turnan
para dirigir una oración espontánea antes de tomar los
alimentos.
Otro momento
de oración consiste en el rezo del Ángelus (se puede
rezar hasta tres veces en la jornada, o si se prefiere al menos a
medio día) y del Rosario.
Para los niños
(y para algunos adultos también), a veces el Rosario resulta
un poco aburrido. Los padres pueden ayudar a los hijos a descubrir
la belleza de esta sencilla oración, quizá enseñándoles
a rezar primero un solo misterio, luego dos, etc., y explicando el
sentido de esta hermosa plegaria dirigida a la Madre de Dios y Madre
de la Iglesia.
Cuando llega
la noche, la familia busca un momento para dar gracias por el día
transcurrido, para pedir perdón por las posibles faltas, para
suplicar la ayuda que necesitan los de casa y los de fuera, los cercanos
y los lejanos. Es muy hermoso, en ese sentido, aprender a rezar por
las víctimas de las guerras, por las personas que pasan hambre,
por los que viven sin esperanza y sin Dios.
La oración
constante ha permitido a la familia, chicos y grandes, descubrir que
la jornada, desde que amanece hasta la hora de dormir, tiene sentido
desde Dios y hacia Dios. Todo ello prepara a vivir a fondo los momentos
más importantes para todo católico: los Sacramentos.
Si el Sacramento
de la Eucaristía es el centro de la vida cristiana, también
debe serlo en el hogar. La familia necesita descubrir la belleza del
domingo, la maravilla de la Misa, la importancia de la escucha de
la Palabra, la participación consciente y activa en los ritos.
Participar juntos,
como familia, en la misa del domingo es una tradición que vale
la pena conservar. También cuando los hijos son pequeños.
Los padres pueden enseñarles, poco a poco, el sentido de cada
rito, las posturas que hay que adoptar, el respeto que merece la Casa
de Dios. Son cosas que luego quedan grabadas en los corazones para
toda la vida.
La semana se
vive de un modo distinto si arranca del domingo y desemboca en el
domingo. Durante la semana, la familia busca vivir aquello que ha
escuchado, que ha vivido en la celebración eucarística
dominical. A la vez, se prepara con el pasar de los días para
el encuentro íntimo y personal con Cristo que tendrá
lugar, Dios mediante, el domingo siguiente.
Ayuda mucho,
en este sentido, hacer “visitas” a Cristo eucaristía
durante la semana, de forma personal o en pequeños grupos (el
padre o la madre con algunos hijos, varios hermanos juntos, etc.).
También es muy provechoso, entre semana, recordar en casa cuál
fue el evangelio del domingo anterior, o dar pistas para abrirse a
los textos sagrados que serán leídos el domingo siguiente.
Además
de buscar maneras para vivir mejor la Eucaristía, también
es hermoso recordar el aniversario del bautismo de cada miembro de
la familia. Si celebramos el nacimiento, ¿por qué no
celebrar también el día en que empezamos a ser hijos
de Dios y miembros de la Iglesia? Algo parecido podría hacerse
con la confirmación, un sacramento que debemos valorar en toda
su riqueza y que debemos tener muy presente en un mundo hostil al
Evangelio.
En cuanto al
matrimonio, el aniversario de bodas suele ser recordado por muchas
familias católicas, incluso con la ayuda de algún día
de retiro espiritual. En ese día, los esposos pueden renovar
sus promesas matrimoniales, o hacer un momento de oración familiar
con los hijos, quizá con la lectura en común de algún
texto bíblico (por ejemplo, Tb 8,5-10, o Ef 5,21-33).
Un sacramento
que merece ser vivido por todos los miembros de la familia es el de
la Reconciliación (la confesión). Los niños quedan
muy impresionados cuando ven a sus padres pedir perdón, de
rodillas, en un confesionario. No es correcto, desde luego, recurrir
a presiones para que se confiesen. Pero sí es hermoso enseñarles
lo que es el pecado, lo grande que es la misericordia divina, y cómo
la Iglesia pide que nos confesemos con frecuencia.
Un ámbito
de la oración familiar se construye con la ayuda de imágenes
de devoción. No basta con colocar aquí o allá
un crucifijo, una imagen de la Virgen o el dibujo de algún
santo. La imagen tiene sentido sólo si evoca y eleva los corazones
a la oración y a la confianza en un Dios que está muy
presente en la historia humana.
En algunos hogares
existe un cuartito en el que se encuentra una especie de “altar
de la familia”, donde todos se reúnen algún momento
del día para rezar juntos, o donde cada uno puede dedicar un
rato durante el día para meditar el Evangelio y dialogar de
modo personal con Cristo. La tradición es hermosa, pues así
es posible tener un lugar concreto donde todo ayuda a pensar en el
Dios que tanto nos ama.
Existen otros
modos para fomentar la oración en familia que se refieren a
los tiempos litúrgicos. Por ejemplo, preparar un Belén
en casa y tener ante el mismo momentos de oración y de cantos;
ayudarse de la “Corona de Adviento” o de otras iniciativas
parecidas para prepararse a la Navidad; dar un especial relieve a
la Cuaresma como tiempo de oración, limosna y sacrificio; participar
intensamente en la Semana Santa, de forma que permita a todos unirse
íntimamente a Cristo; descubrir en familia el sentido gozoso
de la Pascua y de Pentecostés, que ayude a participar del triunfo
de Cristo y a descubrir la presencia del Espíritu Santo en
lo más íntimo del corazón cristiano...
2.
Aprender la fe en familia
Vivir en un clima
continuo de oración abre los corazones al mundo divino. Esa
apertura necesita ir acompañada por el estudio de todos, tanto
de los padres como de los hijos, para conocer a fondo el gran regalo
de la fe católica.
Los modos para
lograrlo son muchos. La lectura y el estudio de la Biblia, especialmente
de los Evangelios, resultan un momento esencial para conocer la propia
fe. Para ello, hace falta recibir una buena introducción, sea
a través de cursos en la parroquia, sea a través de
la lectura de libros de autores católicos fieles al Papa y
a los obispos.
Existe, por ejemplo,
un curso de Biblia “on-line” del P. Antonio Rivero, que
ofrece una buena ayuda para comprender mejor los libros sagrados.
Se encuentra en http://es.catholic.net/conocetufe/804/2778/
De un modo más
concreto, la familia en su conjunto o cada uno (según la propia
edad) puede encontrar un momento al día para leer una parte
del Evangelio. No se trata de una lectura simplemente informativa.
Se trata de preguntarse, sencillamente, en un clima de oración:
¿qué quiere decirme Cristo con este texto? ¿Cómo
ilumina mi vida?
Junto a la lectura
de la Biblia, es necesario estudiar y conocer el “Compendio del
Catecismo de la Iglesia católica” y, si fuera posible,
también el mismo “Catecismo de la Iglesia católica”.
El primero debería ser leído por los padres y, en la
medida en que van creciendo, por los hijos. El segundo puede servir
para ir más a fondo sobre temas importantes o ante dudas que
puedan surgir. Los dos textos son ofrecidos en internet en la página
del Vaticano, www.vatican.va.
La lectura del
Catecismo permite conocer la fe católica en sus aspectos más
importantes. Además, une a la familia con toda la Iglesia,
al acercarse todos y cada uno a aquellas enseñanzas que nos
permiten tener vivos y actualizados contenidos que no son simple “doctrina”,
sino que nos ponen en contacto con Cristo y con su Cuerpo Místico:
con el Papa, los obispos, los sacerdotes, los demás creyentes;
con la Iglesia purgante (la que espera en el purgatorio) y con la
Iglesia triunfante (que ya participa en el Banquete de Bodas del Cordero).
A través
de estas lecturas, los padres estarán preparados para enseñar
la doctrina católica en casa, si esto fuera posible. Si los
hijos van a clases de catecismo en la parroquia o reciben clases de
religión en la escuela, los padres ayudarán mucho a
sus hijos para ver si han entendido bien, si tienen dudas. Les preguntarán
los temas que están aprendiendo, no para “controlar”,
sino para saber por dónde van en la catequesis y así
ayudarles a vivir lo que les explicaron.
Por desgracia,
en algunos lugares no se ofrece una buena enseñanza del catecismo
a los niños. En otros, incluso, se les enseña ideas
equivocadas. Toca a los padres velar para que la doctrina recibida
por los hijos corresponda a lo que nos enseña la Iglesia y
está contenido en el Catecismo. Si hace falta, pueden avisar
al párroco de los errores que reciben sus hijos, o incluso
al obispo, para que no se ofrezcan, bajo la apariencia de una “catequesis”,
ideas confusas o contenidos claramente ajenos a nuestra fe católica.
Hemos mencionado
la importancia de conocer a fondo la Biblia y el Catecismo. El estudio
de la propia fe se enriquece a través de buenos libros, adaptados
a cada edad. Unos serán cuentos navideños o novelas
misioneras. Otros ofrecerán consejos para los adolescentes.
Otros irán más a fondo sobre temas de fe, de ciencia,
de moral.
Hacer un elenco
de esos libros no resulta fácil. En catholic net hay un valioso
arsenal de libros “on-line” (cf. http://es.catholic.net/biblioteca/).
Podemos, además, recordar libros como los siguientes: * P. Jorge Loring,
“Para salvarte” (es posible encontrarlo en internet, o comprarlo
como volumen). * Mons. Tihámer
Toth, “El joven de carácter” (también presente
en internet).
Dos particulares
ámbitos formativos se encuentran en los modernos medios de
comunicación. Tenemos, en primer lugar, a los medios “clásicos”
de noticias (televisión, radio, prensa). La familia no puede
olvidar que en los mismos se ofrecen valoraciones sobre los hechos
religiosos llenas de distorsiones o, incluso, de mentiras solapadas.
Otras veces se escogen unos temas y se ocultan otros que tienen gran
importancia para la vida de la Iglesia. Los padres deben conocer estos
peligros y hacerlos presentes a sus hijos.
En segundo lugar,
tenemos el mundo informático, especialmente internet (aunque
no sólo). También aquí reina un enorme caos,
y los temas religiosos son tratados en algunas páginas con
mucha superficialidad, si es que no se cae en manipulaciones grotescas.
Los padres están
llamados a educar a los hijos para tener un sano espíritu crítico.
No se trata de aislarlos (hay temas que, a base de presión
informativa, se convierten casi en “obligados”), pero sí
de guiarlos para saber que no todo lo que se dice por ahí es
verdad, y para comprender que los medios de comunicación no
permiten alcanzar una imagen exacta de la Iglesia y de la vida ejemplar
de miles y miles de buenos católicos.
Ayudará,
en ese sentido, un doble esfuerzo. Por un lado, filtrar cualquier
tipo de programas o de textos (escritos en papel o en la computadora)
que presenten el mal como bien, que calumnien a personas o instituciones
de la Iglesia, que promuevan incluso actitudes claramente antievangélicas
(desenfreno, hedonismo, consumismo, odio racial o clasista, etc.).
Por otro, hay
que saber individuar tantas (y son muchas, gracias a Dios) fuentes
informativas sanamente católicas, que ofrecen la doctrina correcta
(según el Catecismo) y que ayudan a conocer la actualidad del
mundo y de la Iglesia en una perspectiva justa.
En ese sentido,
es.catholic.net es una página que merece la pena ser conocida
en sus distintas partes, así como otras páginas (la
enumeración podría ser larga) donde la familia puede
encontrar excelentes herramientas para la propia formación,
incluso grabaciones de radio o pequeñas conferencias filmadas
sobre la Iglesia, su historia, su doctrina, su vida actual.
En cuanto a la
información católica, contamos con la que se ofrece
con bastante puntualidad en www.vatican.va (la página del Vaticano),
y con los servicios informativos de agencias como www.zenit.com.
Una fe sin obras,
nos recuerda la Carta de Santiago, es estéril (cf. Sant 2,20).
No entra en el Reino de los cielos el que dice “Señor,
Señor”, sino el que cumple la Voluntad del Padre (cf.
Mt 7,21).
La familia que
reza, la familia que estudia su fe, también sabe vivir aquello
que ha llevado a la oración, busca aplicar lo que ha conocido
gracias a la bondad del Padre que nos ha hablado en su Hijo.
La mejor escuela
para vivir como cristianos es la familia. Las indicaciones que podrían
ofrecerse son muchísimas, como son muchas las enseñanzas
morales que encontramos en la Biblia (los diez Mandamientos, el Sermón
de la montaña, etc.) y que la Iglesia nos explica en la Tercera
Parte del Catecismo. Como un resumen, el Catecismo enumera las 14
“obras de misericordia” (7 corporales y 7 espirituales)
que ilustran ampliamente cuál es el modo de vivir según
el Evangelio.
Para concretar
un poco más cómo vivir evangélicamente, enumeremos
algunos ámbitos en los que la familia se hace educadora en
el arte de actuar como cristianos auténticos.
El primer ámbito,
desde luego, es el de la propia familia. Vivir el Evangelio implica
crear un clima en el hogar en el que se lleva a la práctica
el principal mandamiento: la caridad. El amor debe ser el criterio
para todo y para todos.
Ese amor se aprende,
se hace vida, cuando los hijos ven cómo se tratan sus padres.
Si los padres se aman profundamente, si saben darse el uno al otro
como Cristo se dio por la Iglesia (cf. Ef 5,21-33), si saben perdonar
hasta 70 veces 7 (cf. Mt 18,22), si confían en la Providencia
más que en las cuentas del banco (cf. Mt 6,24-34), si ayudan
al peregrino, al hambriento, al sediento, al desnudo, al enfermo,
al encarcelado (cf. Mt 25,33-40)... los hijos habrán encontrado
en la familia un auténtico “Evangelio vivo”.
Aprenderán
entonces a dar gracias, a ayudar al necesitado, a compartir sus objetos
personales, a escuchar a quien desea hablar, a dar un consejo a quien
tenga dudas (de matemáticas o de fe...).
La caridad debe
ser el criterio para lo que uno hace y para lo que uno deja de hacer.
Por ello, la misma caridad lleva al católico a mortificar los
apetitos de la carne, a controlar las propias pasiones, a huir de
aquellos estilos de vida que nos atan al mundo, que nos llevan al
egoísmo y a alejarnos de Dios y del prójimo.
No hay verdadera
vida cristiana allí donde no hay abnegación. Hay vida
cristiana allí donde cada uno renuncia al propio “yo”,
cuando aprende a desapegarse de lo material para abrirse confiadamente
a la providencia del Padre de los cielos (cf. el texto que ya citamos
de Mt 6,24-34).
Aprender lo anterior
resulta clave para lograr una familia auténticamente cristiana.
¿De qué manera puede conocer un hijo cómo se
vive el Evangelio si ve en sus padres rencillas, malas palabras, afición
por el dinero, críticas continuas a otros familiares o conocidos?
Al revés, el hogar en el que Cristo ha entrado realmente en
los corazones se convierte en un continuo testimonio de aquella caridad
que nos plasmó el Espíritu Santo en 1Cor 13.
Un “capítulo”
que resulta no fácil se refiere a modos de comportarse y de
vestir, a diversiones, a objetos de uso. La sociedad crea necesidades
y los hijos sienten una presión enorme que les hace desear
lo que tienen otros y hacer lo que “todos hacen”. Los padres
de familia sabrán discernir entre cosas sanas (como deportes
no peligrosos y capaces de promover un buen espíritu de equipo)
y “necesidades” que son falsas y que pueden llevar a los
hijos a la ruina personal, incluso a la triste desgracia del pecado.
Luchar contra corriente puede parecer duro, pero vale la pena si tenemos
ante los ojos el premio que nos espera: la amistad con Cristo.
El segundo ámbito
para vivir evangélicamente surge cuando la familia se abre
a los demás. Tratamos con personas muy distintas en las mil
encrucijadas de la vida. El corazón que aprende a vivir como
cristiano descubre en cada uno la presencia del Amor del Padre, el
deseo de Cristo de acogerlo en el número de los amigos, la
acción del Espíritu Santo que susurra en los corazones
y que los guía hacia la Verdad completa.
Un cristiano
necesita ver a todos “con los ojos de Cristo” (cf. Benedicto
XVI, encíclica “Deus caritas est” n. 18). Porque
lo que se hace al hermano más pequeño es hecho al mismo
Cristo (cf. Mt 25,40). Porque todos estamos invitados a ofrecer y
a recibir cariño. Porque no hay amor más grande que
el de dar la vida los unos por los otros (cf. 1Jn 3,16).
Esta actitud
se plasma en actos concretos, que van desde el “enseñar
al que no sabe” (las obras de misericordia espirituales) hasta
el “visitar y cuidar a los enfermos” (las obras de misericordia
corporales).
Es importante
lo que uno hace por el necesitado, y es importante la actitud con
la que se hace. Sirve de muy poco una limosna hecha con un rostro
apático. En cambio, muchas veces llega más al corazón
necesitado una mirada llena de afecto que la medicina regalada (desde
luego, hay que velar también para que el enfermo tenga sus
medicinas...). Los hijos que ven en sus padres actitudes profundas
y gestos sinceros de amor al prójimo aprenden, más allá
de las palabras, lo que significa ver a Cristo en los hermanos.
Vivir el Evangelio
llega hasta el heroísmo de amar al propio enemigo (cf. Mt 5,43-48).
Hay hogares en los que nunca se escucha una palabra de odio o de amargura
hacia quienes ofendieron en el pasado (quizá un pasado muy
reciente) a alguno de los miembros de la familia. Incluso hay hogares
en los que los hijos admiran a sus padres cuando saben acoger, con
los brazos abiertos, a alguien que les hizo daño, mucho daño... La actitud profunda
de amor a los otros lleva al apostolado, al compromiso continuo por
conseguir que muchos hombres y mujeres lleguen a conocer a Cristo.
Es muy hermoso,
en ese sentido, descubrir a familias que se convierten en “misioneras”.
Saben comunicar, con su testimonio y con palabras oportunas, que Dios
ama a todos, que Cristo ofrece la Salvación, que la Iglesia
es la barca regalada por Dios para acometer la travesía que
nos lleva a la Patria eterna.
4.
A modo de conclusión
En el V Encuentro
Mundial de las Familias que tuvo lugar en Valencia (España),
el Papa Benedicto XVI recordaba que “transmitir la fe a los hijos,
con la ayuda de otras personas e instituciones como la parroquia,
la escuela o las asociaciones católicas, es una responsabilidad
que los padres no pueden olvidar, descuidar o delegar totalmente”
(Benedicto XVI, 8 de julio de 2006).
El Papa añadía,
de un modo muy hermoso y comprometedor, que “la criatura concebida
ha de ser educada en la fe, amada y protegida. Los hijos, con el fundamental
derecho a nacer y ser educados en la fe, tienen derecho a un hogar
que tenga como modelo el de Nazaret y sean preservados de toda clase
de insidias y amenazas”.
Cuando un hijo
pequeño empieza a preguntar a sus padres cómo es Dios,
surge en algunos hogares una cierta inquietud: ¿estaremos preparados
para introducir al hijo en el mundo del Evangelio? ¿Seremos
capaces de ofrecer a los hijos un hogar semejante al de Nazaret?
Las preguntas
inocentes del niño pueden convertirse en una ayuda providencial
por la que Dios se vale para mover a los padres a elevar una oración
confiada, para abrirse a la ayuda divina a la hora de afrontar con
mayor entusiasmo sus compromisos como esposos llamados a la tarea
de educar a los hijos en la fe.
“Padre Santo,
los hijos que han nacido de nuestro amor existen porque Tú
los amas desde toda la eternidad. Enséñanos a cuidarlos
siempre con cariño exigente y con exigencia cariñosa.
Danos luz y consejo para que podamos transmitirles las palabras de
tu Hijo. Ayúdales a vivir según tu Amor. Protégelos
de los peligros del mundo. Sobre todo, permítenos ser, como
esposos y como padres, ejemplos limpios y alegres de tu bondad y de
tu misericordia. Para que así, algún día, podamos
cantar tu gloria, todos juntos, como familia, en el lugar que Cristo
nos ha preparado en el cielo. Amén”.
El Papa inaugura el Año de la Fe "Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe", con estas palabras el Papa inauguró esta mañana el Año de la Fe. En la homilía de la Misa que presidió en la Plaza de San Pedro señaló que este tiempo puede considerarse una peregrinación en los desiertos del mundo llevando sólo lo esencial: el Evangelio y la Fe de la Iglesia.
La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes
últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con
Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia. Autor: P. Horacio Bojorge | Fuente: EWTN
Este capítulo quiero dedicarlo a esta acedia demoniaca, ya no respecto de Dios
mismo -a quien considera malo este demonio, este ángel caído-, ni a sus obras de
revelación y de amor, sino a sus obras de creación.
La acedia del demonio
no solamente lo pone como un antagonista de Dios, sino que ese antagonismo del
demonio -de Satanás- contra Dios se desboca -puesto que no puede desbocarse con
el creador ni tocarlo- en las obras del creador, en la naturaleza, en las cosas,
pero particularmente en aquellas que son imagen y semejanza creada de Dios, es
decir en el ser humano. Por eso la acedia demoníaca se ceba en las criaturas
humanas.
No existe una criatura mejor para que se desboque contra ella el
odio demoníaco como esta criatura que es imagen y semejanza de Dios, que ha sido
creada para conocer y para amar a Dios, y para conocerse y amarse entre
ellas.
La acedia demoníaca se ceba contra el matrimonio, contra el varón,
contra la mujer, contra la diferencia entre ambos que pertenece al designio
divino porque los creó macho y hembra -varón y mujer- y contra la institución
familiar, porque ella estaba destinada a llenar la Tierra y someterla, la acedia
demoníaca se va a desfogar -principalmente- contra la institución
familiar.
En este tiempo que estamos viviendo asistimos a una embestida
contra la familia, ya desde hace muchos años Chesterton (aquel famoso autor
católico inglés) decía que el divorcio apuntaba a la destrucción de la familia
porque el Estado -de aquellos tiempos- deseaba tener delante de sí individuos
solos, sin una ayuda familiar, y que la familia era una institución que protegía
a los individuos, que destruyendo a la familia los individuos quedarían solos
ante el Estado y que así este podría disponer de ellos sin cortapisas, sin
ningún límite. Esta intuición de Chesterton se ha ido confirmando a lo largo del
tiempo que ha pasado.
Poco antes de finalizar el segundo milenio
cristiano, en la década del 90, Juan Pablo II -volviendo de una clínica- decía
que volvía al Vaticano para oponerse con toda sus fuerzas a un plan que estaba
en curso para destruir a la familia, se refería a la conferencia de El Cairo y a
la conferencia de Pekín, donde se gestaron los planes que actualmente se están
ejecutando -a través de los gobiernos del mundo- y que hieren las bases y las
raíces de la familia.
El Papa previó, como tantos otros católicos
profetas en este asunto -como Chesterton, C. S. Lewis y Juan Pablo II- vieron
venir esta embestida (contra la familia) de los poderes de este mundo, del
príncipe de este mundo, que son fruto de la acedia del demonio que se desboca
contra la obra de Dios, ya que no puede tocarlo a Él mismo, toca su imagen y
semejanza, al varón y la mujer, a su descendencia, a la humanidad.
Esta
acedia contra la familia es una acedia contra el amor, porque la familia es el
hogar del amor, es el hogar del amor de los esposos, es el hogar de los padres a
los hijos, es el hogar de los hijos a sus padres y de toda esa rica red de
relaciones familiares, de tíos, de cuñadas, de sobrinos, de abuelos, de
generaciones hacia atrás y también de la esperanza hacia el futuro, de este amor
a la vida que se debe dar. Y todo eso concebido religiosamente, como en la
mayoría de las culturas del mundo que han tenido una consideración bastante
religiosa de la familia, sobre toda en las culturas más primitivas, en muchas
otras -en cambio- esa familia comenzó ya a destruirse por los pecados -que son
consecuencia del pecado original-.
Dios emprendió la sanación de la
familia en el Antiguo Testamento con la santificación de la familia, Dios en el
Antiguo Testamento se hace miembro del pueblo elegido y bendice a los patriarcas
con hijos y tierras para criarlos, es decir con la familia, santifica la
familia, de este modo comienza la redención de la familia, que sin embargo aún
sigue siendo atacada -por obra demoníaca- dentro del pueblo santo de Dios, de
modo que esa familia se ve amenazada por muchos peligros, por los matrimonios
mixtos que Moisés y los profetas tratan de limitar, del cual Sansón es un
ejemplo muy claro, Sansón se casa con una mujer filistea, y esta mujer lleva a
este juez del pueblo de Dios a la ruina, traicionándolo, esta es una historia
bíblica que pone en guardia a los israelitas contra los matrimonios mixtos, que
pueden hacer del varón -del pueblo elegido- víctima de una visión distinta de la
vida, por eso los primeros patriarcas deseaban que sus hijos se casaran con
mujeres del pueblo de Dios, de su tribu, del mismo clan o de otros clanes. Así
por ejemplo en el libro de Tobías, Tobías -el hijo de Tobit- va a buscar mujer
en la familia amplia de su pueblo y encuentra a Sara con la que se casa. Es la
santidad de la familia.
El libro de Tobías es precisamente -dentro de la
Sagrada Escritura- el libro que nos habla de la familia santa, de cómo debe ser
santa la familia, de cómo el vínculo entre los esposos no debe estar sometido a
la lujuria, Tobías y Sara antes de convivir, después de casados, pasan tres días
en oración, y se unen no por lujuria ni por el apetito de la carne, sino por el
amor a la descendencia, el amor a los hijos. Es un amor que gobierna el amor
esponsal y que lo pone al servicio de un amor más grande, de la descendencia, de
la multiplicación del pueblo de Dios sobre la Tierra, el matrimonio tiene
entonces una misión santa en el pueblo de Dios, ha recibido una misión de
santidad sobre la Tierra, de engendrar a los hijos de un pueblo, de un pueblo al
que ha elegido Dios -los descendientes de Abrahán y Isaac, Jacob- para bendecir
a todas las naciones, porque las naciones celebraban esta visión rebelada por
Dios acerca de la familia, tenían atisbos de la sacralidad de la vida, que se
expresaban de una u otra manera en las distintas culturas, pero no tenían el
pleno conocimiento de la santidad.
Y esta santidad en el Antiguo
Testamento se eleva por que Dios mismo se hace como pariente del clan, es -como
dice la Sagrada Escritura- el pariente de Abrahán, el pariente de Isaac, el
pariente de Jacob, es miembro del clan. Dios entra en la historia del pueblo de
Israel como un miembro más en ese pueblo, y por eso recibe el título de Goel,
Goel era el pariente piadoso que se encargaba de cuidar y vigilar a sus
parientes, de vengar la sangre si alguno era asesinado -persiguiendo al
asesino-, de liberar a los esclavos -si caía alguno en la esclavitud-, de
asegurar la tierra para que no saliera de las manos de la familia, o si alguno
moría sin descendencia de tomar a la viuda y engendrar aquella descendencia que
llevaría el nombre del muerto.
El ejemplo típico de ese pariente piadoso
es Booz, en el libro de Ruth, Booz que significa “en Él al poder”, él es
poderoso -porque es un hombre pudiente- pero su poder se pone al servicio de la
piedad familiar, de la religiosa piedad familiar, hay una visión religiosa de la
familia. Y Booz, Ruth, Noemí -que tienen una vida dolorosa- son sin embargo los
antepasados del Mesías, los antepasados de David y por lo tanto de Nuestro Señor
Jesucristo, Dios bendice la piedad y el amor familiar porque están puestos al
servicio de la transmisión de esta misión santificadora del pueblo y de la
humanidad.
Por eso el Evangelio según San Mateo comienza con la
genealogía, las distintas generaciones que van preparando el nacimiento de
Nuestro Señor Jesucristo, de la Virgen María y de San José el descendiente de
David.
La santidad de la familia de Israel está al servicio de este plan
de salvación de Dios en la humanidad, hay una visión histórica de la familia, la
familia no es una cosa puramente natural que tiene una misión limitada a esta
vida: me caso y tengo hijos para que me mantengan o no los tengo porque así
tengo más comodidad, una visión puramente natural. No, esta familia es santa,
hay una designio de Dios sobre la familia, y cuando esto no se ve hay una acedia
que impide ver el bien, hay una ceguera para el bien.
Esa ceguera se
encuentra, por ejemplo -como habíamos dicho-, nada menos que en un juez, en el
juez Sansón que se casa con Dalila. Sansón quiere decir “pequeño sol” y Dalila
es “la noche”, de modo que esa mujer eclipsa el poder iluminador del varón
israelita, del varón que portador de esta misión divina sobre la Tierra y de su
fuerza puesta al servicio de la victoria sobre los filisteos.
Dios es,
por lo tanto, un miembro del clan en el Antiguo Testamento, y como miembro del
clan, a imitación de Booz se ocupa de sus amigos, les asegura la descendencia,
los salva de Egipto y de la esclavitud, lo saca de la esclavitud, y le asegura
una tierra para alimentar a sus hijos, ¿por qué?, porque Él es el pariente de
Abrahán, Isaac y Jacob y cuida de sus hijos y de su descendencia.
Por
eso, dentro de este pueblo, se cultiva la memoria agradecida de todas las
generaciones pasadas, se cultiva la genealogía.
Una de las consecuencias
de la infiltración de la acedia del mundo pagano en nuestro pueblo cristiano, en
el pueblo católico, ha sido la perdida progresiva de la memoria de los
antepasados, hay falta de agradecimiento a los que fueron, y eso crece en la
medida en que se debilita el catolicismo, la fe del pueblo católico, se debilita
también el amor a los antepasados y también el amor a la descendencia porque se
pierde el deseo de los hijos, ya no se piensa en los hijos sino desde un punto
de vista puramente privatista, egoísta, personal, que no es el de Dios sino que
es el de la acedia, es el de la ceguera para el bien a cuyo servicio está
nuestra vida.
Nuestra vida no es algo que nuestra naturaleza a puesto en
nuestras manos para que la usemos como nos parezca, o de pronto para que la
desperdiciemos o la reventemos como un cohete, como una bengala, la quememos
porque se nos antoja, cuantos se destruyen a si mismo con esta facilidad, como
nuestros jóvenes destruyéndose en la droga, o en los vicios, o simplemente en
una vida disipada y despreocupada precisamente porque les falta esta visión
cristiana de la sacralidad de la vida de la que son portadores, de la sacralidad
de la vida que el Señor tiene destinada para ellos, entonces pierden de vista
(por acedia, por ceguera para el bien, incluso confundiendo a veces el bien con
el mal y el mal con el bien, pensando que el matrimonio va a ser una carga en
vez de ser precisamente el instrumento de una misión reveladora) la misión de
amor para la que el Señor los ha creado.
Pero el Señor no se queda
simplemente siendo un pariente del clan, un miembro de la familia que se
preocupa que ese clan sea fecundo, que vaya de generación en generación
santificando el mundo, santificando a los hombres y siendo causa de bendición
para ellos, sino que cuando envía a Nuestro Señor Jesucristo, se da un paso más
en la santificación de la familia, se crea el sacramento del
matrimonio.
Pero en su providencia divina Dios no se contenga con ser un
miembro más del clan y santificar de esta manera la familia israelita, sino que
quiere algo más, quiere que ese matrimonio, que va a ser el matrimonio de los
discípulos de Cristo sea un sacramento.
¿Qué quiere decir un sacramento?,
un sacramento es un signo eficaz de la gracia divina, un sacramento es una
acción de Cristo que sentado a la derecha del Padre, por medio de algún
ministro, obra una obra de santidad, de santificación.
Por eso mediante
el ministro del Bautismo engendra hijos para el Padre; mediante el ministro de
la Confirmación -el Obispo- convierte que esos hijos del Padre sean adultos en
la fe; mediante el sacerdote perdona los pecados o reparte entre el pueblo su
cuerpo y su sangre; mediante el sacerdote también fortalece al enfermo y a aquel
que se acerca a la muerte, al último combate.
El sacramento del
matrimonio es una obra de Cristo, y en esto queridos hermanos -me parece- que ha
cundido dentro del pueblo católico una cierta acedia frente al matrimonio como
sacramento.
En muchos ámbitos del pueblo católico se contrae matrimonio
en la Iglesia más bien por motivaciones humanas, no religiosas, porque no se
advierte que en el sacramento del matrimonio Cristo quiere que los esposos sean
ministros -el uno para el otro- no de un amor puramente natural, sino de su amor
sobrenatural y transformador.
Quiere que el esposo sea ministro del amor
de Cristo para la esposa, de modo que Él quiere traducir su amor a la esposa en
forma de amor de esposo, y hacer del esposo un ministro del amor a la esposa, y
viceversa, quiere traducir su amor al esposo en forma de amor de esposa, de modo
que santifique al esposo a través del ministerio de la esposa.
Esta
visión sagrada y sacralizada del matrimonio, que es la culminación de la obra
santificadora y sacralizadora de Dios para esta unión que Él había destinado
-desde la creación- el uno al otro, que de esta manera se dispusieran los fieles
a entrar en comunión con la Santísima Trinidad ya desde esta vida, su amor no va
a ser solamente santo, como en el Antiguo Testamento (por la presencia de Dios
como miembro de la red de relaciones familiares del pueblo de Dios), sino que
ahora los esposos van a ser levantados a una comunión con el amor divino de la
Santísima Trinidad.
El amor esponsal sacramental cristiano es un amor
que, infundido por el Espíritu Santo, quiere realizarse en el corazón de la
esposa y del esposo de manera sacramental, de manera sagrada, sacralizante.
Cristo quiere ser, maestro, médico, pastor y sacerdote para los esposos y para
cada uno de los esposos, de modo que quiere ser en el esposo el maestro, el
médico, el pastor y el sacerdote para la esposa; y en la esposa quiere ser el
médico, el pastor, el maestro y el sacerdote del esposo.
¿Cuáles son las
funciones de Nuestro Señor Jesucristo?. • Como maestro nos enseña, sobre
todo nos enseña a conocer al Padre, la primera misión de Nuestro Señor
Jesucristo es darnos a conocer al Padre; • La segunda es la de la medicina,
la de sanarnos -con el Espíritu Santo- de las consecuencias del pecado original,
de nuestra impureza, santificarnos y unirnos al Señor, sanar nuestras heridas,
las heridas espirituales,, las heridas psicológicas,, toda clase de heridas,
para hacernos sanos con la sanidad y la santidad del Espíritu Santo. • El
también quiere ser nuestro pastor, ¿y cual es la misión del pastor?, el pastor
alimenta y el Señor Jesucristo nos alimenta con su cuerpo y su sangre. Los
esposos también tienen que alimentar en el otro la vida espiritual, con una
atención pastoral sobre el otro, atendiéndolo, llevándolo, nutriéndolo,
defendiéndolo de los enemigos, y por fin llevándolo a la santidad. • ¿Y la
santidad qué es?, es unir a Dios, los esposos deben unir al conyugue a Dios
Nuestro Señor, ayudándose a vivir como hijos de Dios, en primer lugar
considerándolo al conyugue como tal. Los primeros esposos cristianos se llamaban
uno al otro “hermanos”, y los paganos que los escuchaban se asombraban de que se
llamaran hermanos y sospechaban de que eran gente incestuosa, ¿por qué?, porque
los primeros cristianos tenían muy clara conciencia de que cada uno de ellos era
hijo de Dios, y que había sido dado por Dios y entregado por Cristo como esposa
o como esposo por un designio divino, que el esposo o la esposa era un don
confiado por Dios a su magisterio, a su medicación, a su pastoreo y a su
santificación.
Esta visión maravillosa del matrimonio cristiano en
nuestros tiempos está oscurecida por la ignorancia, por la ignorancia del bien,
por la ceguera para este bien tan grande, que si los esposos -con la gracia de
Dios- lo descubren, pueden transforma totalmente su vida conyugal en un
ministerio sacerdotal, en una misión del Padre con respecto a ese esposo y
respecto a esa esposa.
La función medicinal de Nuestro Señor Jesucristo,
ejercida recíprocamente a través de los ministros, hace que estos tengan
misericordia el uno del otro, para lo cual les hace comprender que muchas de las
cosas de las cuales consideran al otro como culpable, no son culpas sino que son
penas y consecuencias del pecado original, por lo tanto en vez de llevar a la
enemistad, al odio por los defectos del otro, lleva a la misericordia por las
penas que el otro sufre y a una compasión de médico que considera las
enfermedades y las llagas del otro como tarea propia a sanar.
Queridos
hermanos, esta visión maravillosa debemos tratar de vivirla y extenderla entre
los fieles, comprender este tesoro que el Señor le ha legado a su Iglesia: el
sacramento del matrimonio.
Pienso que todos los demás sacramentos apuntan
a capacitar al esposo y a la esposa para desempeñar este maravilloso ministerio
recíproco, que después va a ser la fuente para que de este amor religioso haya
una visión también religiosa de los hijos, de los cuñadas, de los suegros, de
esos vínculos que están tan sujetos a enemistades y a conflictos y que
fácilmente nosotros sacrificamos -a veces por menudencias, por pequeñeces-, que
importan estas pequeñeces si concebimos la grandeza de la misión de la que somos
portadores y a la que hemos sido llamados, esta misión santificadora de ser
ministros de Cristo sobre la Tierra, con una misión de ser partes de su cuerpo
místico que luce para santificar, ¡qué misión tan linda, tan grande, tan
bienaventurada, para la familia y para toda la Iglesia!.
De esta manera
el pueblo de Dios se ha de preparar como un pueblo santo, como un pueblo
elegido, un pueblo sacerdotal, un pueblo de Dios para esas bodas eternas de
Cristo con la Iglesia.
El Señor está preparando, a lo largo de este
tiempo a la novia, la está purificando, la está preparando para esas bodas
eternas de las que nos habla el Apocalipsis, y ella debe ser ahora la que espera
la venida del novio y con el Espíritu Santo dice «Ven, ven Señor
Jesús».
Pero sin esta visión religiosa de la sacramentalidad del
matrimonio y la unión esponsal, entonces la familia tampoco se mantiene unida ni
se mantiene sana ni santa.
A veces sucede que, si se pierde de vista que
la esposa tiene una misión para el esposo, ella se dedica más a los hijos que al
esposo, ella descuida al esposo apenas llega el primer hijo, he recibido las
quejas de eso, incluso alguna mamá puede poner a sus hijos contra el esposo,
contra el papá, estas cosas no pasarían si se tuviera una visión religiosa
verdadera, esas cosas pasan porque hay acedia, porque no se conoce el verdadero
bien, entonces el alma se pierde y vagabundea entre bienes secundarios y
egoístas, y eso produce la disolución de la familia, la destrucción de la obra
de Dios.
Volvamos entonces a vivir y a motivar la vivencia cristiana del
matrimonio, lo cual no quiere decir que si algún hijo o alguna hija se siente
llamado a la vocación sacerdotal o a la vocación religiosa eso se convierta en
motivo de tristeza para los padres, eso sería otro tipo de acedia del que no
tenemos ahora tiempo de ocuparnos, pero entristecerse por un bien no sería
coherente con la visión cristiana, sería una tentación demoníaca. Si el Señor ha
elegido a un hijo tuyo para el sacerdocio o una vida religiosa ¡alégrate!, es un
designio de Dios estar al servicio de la santificación y de la santidad de este
cuerpo, de la Iglesia, que se prepara para las bodas con el Esposo.