sábado, 29 de diciembre de 2012

Familia, ¡sé lo que eres!

Cuando asistimos a un evidente cambio de paradigma en la familia la familia emerge en su verdad interior

“Todo queda en puro poder, poder en voluntad, voluntad en apetito, y el apetito, ese lobo universal, doblemente secundado por voluntad y poder, hace del universo todo su presa, hasta devorarse a sí mismo”. Este diagnóstico de Shakespeare, donde manifiesta al destemplado hijo que asesina a su padre y donde la ley es la fortaleza del imbécil para tragarse instituciones y tradiciones, como si no hubiera miembros distintos en el cuerpo y todo confluyese al fin en un difuso y envidioso igualitarismo, constituye el auténtico desafío, la verdadera actividad subversiva amenazante de la familia.

Con motivo de la Jornada de la Sagrada Familia el próximo 30 de diciembre, el mensaje de los obispos se ha centrado en algo tan esencial como “Educar la fe en familia”, invitando a potenciar la reflexión sobre la decisiva importancia de la familia para vivir y crecer en la fe, en un tiempo donde la misma familia se siente golpeada por los constantes cambios en la sociedad. La vivencia cristiana, sofocada en muchos miembros de la familia por diversas circunstancias, puede “renacer” desde el testimonio creíble de familias que, iluminadas por la fe, sean capaces de “abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios”, como afirma en Porta fidei Benedicto XVI.

Pero no sólo la anhelada uniformidad y el debilitamiento en la transmisión de la fe se han convertido en nuestra época en dos portentosos retos de la familia. La permisividad sexual y el emotivismo yerguen su pecho sobre la realidad social, postulándose como un virus destructor donde la familia deberá encontrar y activar sus propios mecanismos de defensa si quiere sobrevivir a esta feroz espiral de relativismo.

Cuando asistimos a un evidente cambio de paradigma en la familia, a una nueva estructura de las relaciones sociales, económicas y familiares, con propuestas resultantes de diversas variables; cuando nuestra cultura sueña haber alcanzado la tierra de promisión desde la exaltación de una libertad sin vínculos y el ominoso objetivo de moldear la naturaleza desde la legislación y la educación, impregnadas de la “ideología de género”, lejos de inventarse, la familia emerge en su verdad interior de ser una comunidad de personas, una comunidad de vida y de amor vinculada al designio de Dios sobre ella.

Cuando la nueva ortodoxia occidental propone un voraz emotivismo, capaz de menoscabar la estabilidad del matrimonio y la familia en su propuesta de sobrevalorar la emoción en detrimento de la razón, diluyéndose la misma idea de familia; cuando el designio del mundo consiste en ampliar los conceptos de “matrimonio” y “familia” hasta comprender a cualquier grupo de personas entre las que se dé un vínculo sexual y afectivo, ajeno a la duración de la relación o el número y sexo de los partners, se hace más necesario y urgente para la familia perseverar en sus relaciones constitutivas y en su propia identidad en un tiempo obstinado en la deconstrucción de las relaciones personales.

La concepción emotivista de la familia, la frívola y malsana costumbre de “dejarse llevar por los sentimientos”, ha desembocado en la presuntuosa proclividad de llamar también matrimonio o familia a las parejas homosexuales: si lo sustantivo es el sentimiento, ¿por qué el amor entre personas del mismo sexo debería valer menos que el amor entre heterosexuales? Pero semejante propuesta emotivista nos depara además una funesta consecuencia: la volatilidad creciente de la familia, cuya estabilidad queda supeditada a los vaivenes de la emoción, como bien explica desde su propia experiencia personal Leonardo Mondadori: “El valor de la indisolubilidad parece haberse vuelto incomprensible: la gente cree que el amor entre los cónyuges consiste en “sentir algo”, en “quererse” en un sentido sentimental. Cuando uno piensa que ya no “siente” nada se considera incluso un deber irse cada uno por su lado en busca de un nuevo “sentimiento”. La entrega personal, el sacrificio, el perdón, la comprensión, la paciencia, la fidelidad jurada: todo lo que hace posible que la unión de un hombre y una mujer resista el desgaste del tiempo, no entra ya en el plan de vida”.

La familia se comprenderá a sí misma como un sistema social definido por las relaciones de conyugalidad y generatividad, por la reciprocidad y el don, relaciones negadas desde la legislación que hay que preservar o rehacer: no debería permitirse que se fuera cayendo la familia a pedazos -dirá Chesterton- porque nadie tiene el debido sentido histórico de eso que se está desmoronando, de lo que se ha convertido ya en un verdadero “éxodo de lo doméstico”.

Desasistida por la ley y eclipsada por la cultura, la familia, sin embargo, es defendida y protegida por los organismos nacionales e internacionales en sus textos jurídicos. La Declaración de los Derechos Humanos de la ONU establece: “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene el derecho a la protección de la sociedad y del Estado” (a.16, 3). Y la Constitución Española de 1978 determina: “los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia” (a.39).

En la Carta Magna de los Derechos Fundamentales de la Familia (24-XI-1983), se señalará que tales derechos “están impresos en la conciencia del ser humano y en los valores comunes de toda la humanidad”, así como que “derivan de la ley inscrita por el Creador en el corazón de todo ser humano”. Por tanto, los derechos de la familia derivan de la misma naturaleza de la familia, y no sólo de las exigencias de la doctrina católica.

Asimismo, el Documento Pontificio “desea estimular a las familias a unirse para la defensa y promoción de sus derechos”, dirigiéndose, finalmente, a “todos los hombres y mujeres para que se comprometan a hacer todo lo posible, a fin de asegurar que los derechos de la familia sean protegidos y que la institución familiar sea fortalecida para bien de toda la humanidad, hoy y en el futuro”.

Los derechos fundamentales de la familia, “aunque no constituyen un tratado de moral familiar”, ofrecen unos principios éticos válidos no sólo para las familias, sino también para las personas y los poderes públicos, precisamente en un momento crucial donde no se respeta el derecho a la vida ni a la libertad religiosa en muchos lugares del mundo, ni tampoco parece existir una política familiar adecuada cuando es el mismo concepto de familia lo que ha entrado en crisis.

La familia, se quiera reconocer o no, es la estructura social de la humanidad más universal, la célula básica de cualquier sociedad. El cristianismo, leyéndola de atrás adelante, la convirtió en Sagrada Familia, “un modelo perfecto de vida familiar, fundada en la fe, la esperanza y la caridad”, el “Hogar santo donde José, María y el Niño nos han enseñado con su vida silenciosa y humilde la dignidad y el valor de la familia”. En esta gran fiesta de la familia, conviene recordar las palabras del beato Juan Pablo II, que se convierten además en un poderoso estímulo: “Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable, que define a la vez su dignidad y su responsabilidad”. ¿Por qué buscar fuera lo que está dentro, no reconocer que la vida no es algo que provenga del exterior?: “Familia, ¡sé lo que eres!”.

Autor: Roberto Esteban Duque | Fuente: Catholic.net

sábado, 22 de diciembre de 2012

Domingo, día del Señor y día de la familia

Parece mentira, pero a pesar de tanto "tiempo libre" no tenemos casi tiempo para nada. Aumentan las necesidades, los planes, los compromisos, y cuando queremos tener un rato para el descanso en familia, resulta que no nos queda tiempo...         Debemos sentarnos, de vez en cuando, para reflexionar sobre lo que sea realmente importante en nuestras vidas. Entonces descubriremos, entre otras cosas, que resulta urgente rescatar el sentido del domingo, de un día dedicado a los demás, a nosotros mismos, a Dios.
        Pensemos en lo que es ahora el domingo para muchos. Después de seis días de trabajo, con el agotamiento del tráfico, de las prisas, de los roces con los compañeros y compañeras de la oficina o de la fábrica, el domingo querríamos estar todo el tiempo entre las sábanas, o tumbados en el sofá, o pasear tranquilos por la calle. Pero ni siquiera podemos hacer esto. Unos tienen que hacer deporte, casi obsesionados por la "condición física". Otros salen de la ciudad, y a veces pasan varias horas en la carretera, aprisionados entre millares de coches que avanzan a paso de tortuga. Otros se quedan en casa, y descubren que tienen que arreglar mil pequeños asuntos que terminan por dejarles más cansados y más tensos. Otros, y es una enfermedad que está creciendo poco a poco, se dedican a juegos electrónicos que absorben toda la atención y que no dejan espacio para pensar en cosas mucho más importantes. Otros, en fin, hacen el domingo el trabajo que no pudieron hacer durante la semana: no saben lo que es tomarse un poco de tiempo para descansar...
        Sin embargo, casi todos hemos deseado llegar al domingo. Casi todos... porque siempre hay quien es más feliz en el trabajo que en el hogar, pero si esto ocurre es porque algo no funciona del todo bien en la vida familiar... ¿Por qué nos alegra pensar en el domingo? Porque lo vemos como nuestro día "libre", el día en el que nos gustaría hacer eso que más llevamos en el corazón, eso que nos descansa, que nos llena. El domingo, en cierto sentido, revela aspectos muy profundos de nuestra personalidad, cosas buenas y cosas malas, amores y tensiones, gozos y penas profundas. Es un día especial, es nuestro día... No podemos venderlo a las prisas, a la propaganda, al consumismo. No podemos hacer del domingo un día perdido.
        Hemos de encontrar tiempo para que el domingo sea, realmente, un día de plenitud, de amor, de familia, de solidaridad. Para lograr que sea así, no estaría mal quitar todo aquello que hemos escogido para ese día y que sólo nos ha dejado más vacíos y más angustiados. Es mejor un domingo con tiempo para la reflexión y para el descanso que un domingo lleno con cientos de compromisos que nos absorben completamente y nos apartan de lo importante...
        El domingo debe ser, de modo especial, un momento para la familia. Conocemos o hemos tenido la suerte de vivir en familias que pasan casi todo el domingo unidos y en paz, con un proyecto común. Juntos se va a misa, se prepara la comida, se juega un rato o se va de paseo. Juntos se ve la televisión o se hacen los deberes para la escuela. Juntos se distribuyen las tareas (siempre hay mil cosas que arreglar) y la limpieza de la ropa, de la cocina, de las esquinas llenas de polvo o de arañas... Juntos se va al club, o al cine. Son familias que pueden hacerlo todo juntos porque, de verdad, se quieren a fondo, y saben unos ceder un poco para la felicidad de otros. Y eso es muy fácil si el amor es lo más importante de la casa.
        Por último, o mejor, en primer lugar, el domingo es el día del Señor. Una verdad profunda acompaña la vida de todo creyente: venimos de Dios, vamos a Dios. El domingo agradece el don de la existencia, el amor de un Dios que nos creó y que nos permite disfrutar del sol, de la luna, del viento, de las enchiladas y de la sonrisa de los niños. El domingo nos hace pensar en el "mañana" que brillará después de nuestra muerte, y nos recuerda que mediante una cruz el cielo está abierto. El domingo nos susurra, sin gritos, pero con constancia, que Dios nos ama, que somos sus hijos, que es un Padre que nos espera con cariño.
        Todo esto se vive de modo especial en la Misa. Pero no sólo en ella. El clima familiar del domingo debería suscitar en todos como una nostalgia de Dios, desde que nos vamos levantando (sin las prisas de siempre pero con gusto y con entusiasmo por el día libre) hasta que llegamos a la noche y miramos el futuro que nos espera. Un futuro que puede ser negro o de colores, pero en el que siempre podremos descubrir una mano providente que nos guía hacia la Patria del cielo.
        El domingo es un día muy especial. Nos lo recordó el Papa Juan Pablo II en su carta sobre el "Día del Señor", escrita el año 1998. Nos decía en esa carta: "Por medio del descanso dominical, las preocupaciones y las tareas diarias pueden encontrar su justa dimensión: las cosas materiales por las cuales nos inquietamos dejan paso a los valores del espíritu; las personas con las que convivimos recuperan, en el encuentro y en el diálogo más sereno, su verdadero rostro".
        Nos urge, por lo tanto, revivir a fondo el domingo, hacer de cada domingo, de verdad, el día del Señor y nuestro día favorito. El día más deseado, el día vivido con más alegría, el día que nos prepara para un cielo que será, nos lo enseña la Iglesia, un domingo eterno y feliz...

Fernando Pascual, L.C
AutoresCatolicos.org

sábado, 1 de diciembre de 2012

El Adviento




El Adviento es el comienzo del Año Litúrgico, empieza el domingo más próximo al 30 de noviembre y termina el 24 de diciembre. Son los cuatro domingos anteriores a la Navidad y forma una unidad con la Navidad y la Epifanía.

El término "Adviento" viene del latín adventus, que significa venida, llegada. El color usado en la liturgia de la Iglesia durante este tiempo es el morado. Con el Adviento comienza un nuevo año litúrgico en la Iglesia,
El sentido del Adviento es avivar en los creyentes la espera del Señor.

sábado, 24 de noviembre de 2012

La cohabitación antes del matrimonio




La cohabitación antes del matrimonio

domingo, 18 de noviembre de 2012

Mensaje del Papa por la Jornada Mundial de la Juventud Río 2013

VATICANO, 16 Nov. 12 / 10:52 am (ACI).-

Id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19)

Queridos jóvenes:
Quiero haceros llegar a todos un saludo lleno de alegría y afecto. Estoy seguro de que la mayoría de vosotros habéis regresado de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,7). En este año hemos celebrado en las diferentes diócesis la alegría de ser cristianos, inspirados por el tema: «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Y ahora nos estamos preparando para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en Brasil, en el mes de julio de 2013.
Quisiera renovaros ante todo mi invitación a que participéis en esta importante cita. La célebre estatua del Cristo Redentor, que domina aquella hermosa ciudad brasileña, será su símbolo elocuente. Sus brazos abiertos son el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden a él, y su corazón representa el inmenso amor que tiene por cada uno de vosotros. ¡Dejaos atraer por él! ¡Vivid esta experiencia del encuentro con Cristo, junto a tantos otros jóvenes que se reunirán en Río para el próximo encuentro mundial! Dejaos amar por él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita.
Os invito a que os preparéis a la Jornada Mundial de Río de Janeiro meditando desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación misionera que Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual también hoy, dos mil años después. Esta llamada misionera tiene que resonar ahora con fuerza en vuestros corazones. El año de preparación para el encuentro de Río coincide con el Año de la Fe, al comienzo del cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Por ello, queridos jóvenes, me alegro que también vosotros os impliquéis en este impulso misionero de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más precioso que podéis dar a los demás.
1. Una llamada apremiante
La historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso don de sí mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido enormemente al Reino de Dios y al desarrollo de este mundo. Con gran entusiasmo, han llevado la Buena Nueva del Amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo, con medios y posibilidades muy inferiores con respecto a los que disponemos hoy. Pienso, por ejemplo, en el beato José de Anchieta, joven jesuita español del siglo XVI, que partió a las misiones en Brasil cuando tenía menos de veinte años y se convirtió en un gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que os dedicáis generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un sorprendente testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el encuentro con los voluntarios.
Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un don y no ven con claridad su camino. Ante las dificultades del mundo contemporáneo, muchos se preguntan con frecuencia: ¿Qué puedo hacer? La luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos hace comprender que cada existencia tiene un valor inestimable, porque es fruto del amor de Dios. Él ama también a quien se ha alejado de él; tiene paciencia y espera, es más, él ha entregado a su Hijo, muerto y resucitado, para que nos libere radicalmente del mal. Y Cristo ha enviado a sus discípulos para que lleven a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación y de vida nueva.
En su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con vosotros. Queridos jóvenes: Vosotros sois los primeros misioneros entre los jóvenes. Al final del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos celebrando en este año, el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo un Mensaje que empezaba con estas palabras: «A vosotros, los jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Pues sois vosotros los que vais a recoger la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia. Sois vosotros quienes, recogiendo lo mejor del ejemplo y las enseñanzas de vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella». Concluía con una llamada: «¡Construid con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores!» (Mensaje a los Jóvenes, 8 de diciembre de 1965).
Queridos jóvenes, esta invitación es de gran actualidad. Estamos atravesando un período histórico muy particular. El progreso técnico nos ha ofrecido posibilidades inauditas de interacción entre los hombres y la población, mas la globalización de estas relaciones sólo será positiva y hará crecer el mundo en humanidad si se basa no en el materialismo sino en el amor, que es la única realidad capaz de colmar el corazón de cada uno y de unir a las personas. Dios es amor. El hombre que se olvida de Dios se queda sin esperanza y es incapaz de amar a su semejante. Por ello, es urgente testimoniar la presencia de Dios, para que cada uno la pueda experimentar. La salvación de la humanidad y la salvación de cada uno de nosotros están en juego. Quien comprenda esta necesidad, sólo podrá exclamar con Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16).
2. Sed discípulos de Cristo
Esta llamada misionera se os dirige también por otra razón: Es necesaria para vuestro camino de fe personal. El beato Juan Pablo II escribió: «La fe se refuerza dándola» (Enc. Redemptoris Missio, 2). Al anunciar el Evangelio vosotros mismos crecéis arraigándoos cada vez más profundamente en Cristo, os convertís en cristianos maduros. El compromiso misionero es una dimensión esencial de la fe; no se puede ser un verdadero creyente si no se evangeliza. El anuncio del Evangelio no puede ser más que la consecuencia de la alegría de haber encontrado en Cristo la roca sobre la que construir la propia existencia. Esforzándoos en servir a los demás y en anunciarles el Evangelio, vuestra vida, a menudo dispersa en diversas actividades, encontrará su unidad en el Señor, os construiréis también vosotros mismos, creceréis y maduraréis en humanidad.
¿Qué significa ser misioneros? Significa ante todo ser discípulos de Cristo, escuchar una y otra vez la invitación a seguirle, la invitación a mirarle: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Un discípulo es, de hecho, una persona que se pone a la escucha de la palabra de Jesús (cf. Lc 10,39), al que se reconoce como el buen Maestro que nos ha amado hasta dar la vida. Por ello, se trata de que cada uno de vosotros se deje plasmar cada día por la Palabra de Dios; ésta os hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de incorporar a otros jóvenes en esta amistad con él.
Os aconsejo que hagáis memoria de los dones recibidos de Dios para transmitirlos a su vez. Aprended a leer vuestra historia personal, tomad también conciencia de la maravillosa herencia de las generaciones que os han precedido: Numerosos creyentes nos han transmitido la fe con valentía, enfrentándose a pruebas e incomprensiones. No olvidemos nunca que formamos parte de una enorme cadena de hombres y mujeres que nos han transmitido la verdad de la fe y que cuentan con nosotros para que otros la reciban.
El ser misioneros presupone el conocimiento de este patrimonio recibido, que es la fe de la Iglesia. Es necesario conocer aquello en lo que se cree, para poder anunciarlo. Como escribí en la introducción de YouCat, el catecismo para jóvenes que os regalé en el Encuentro Mundial de Madrid, «tenéis que conocer vuestra fe de forma tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema operativo de su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical. Sí, tenéis que estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de vuestros padres, para poder enfrentaros a los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión» (Prólogo).
3. Id
Jesús envió a sus discípulos en misión con este encargo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16,15-16). Evangelizar significa llevar a los demás la Buena Nueva de la salvación y esta Buena Nueva es una persona: Jesucristo. Cuando le encuentro, cuando descubro hasta qué punto soy amado por Dios y salvado por él, nace en mí no sólo el deseo, sino la necesidad de darlo a conocer a otros. Al principio del Evangelio de Juan vemos a Andrés que, después de haber encontrado a Jesús, se da prisa para llevarle a su hermano Simón (cf. Jn 1,40-42).
La evangelización parte siempre del encuentro con Cristo, el Señor. Quien se ha acercado a él y ha hecho la experiencia de su amor, quiere compartir en seguida la belleza de este encuentro que nace de esta amistad. Cuanto más conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo. Cuanto más hablamos con él, más deseamos hablar de él. Cuanto más nos hemos dejado conquistar, más deseamos llevar a otros hacia él.
Por medio del bautismo, que nos hace nacer a una vida nueva, el Espíritu Santo se establece en nosotros e inflama nuestra mente y nuestro corazón. Es él quien nos guía a conocer a Dios y a entablar una amistad cada vez más profunda con Cristo; es el Espíritu quien nos impulsa a hacer el bien, a servir a los demás, a entregarnos. Mediante la confirmación somos fortalecidos por sus dones para testimoniar el Evangelio con más madurez cada vez. El alma de la misión es el Espíritu de amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos, para «ir» y evangelizar. Queridos jóvenes, dejaos conducir por la fuerza del amor de Dios, dejad que este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio mundo, en los propios problemas, en las propias costumbres. Tened el valor de «salir» de vosotros mismos hacia los demás y guiarlos hasta el encuentro con Dios.
4. Llegad a todos los pueblos
Cristo resucitado envió a sus discípulos a testimoniar su presencia salvadora a todos los pueblos, porque Dios, en su amor sobreabundante, quiere que todos se salven y que nadie se pierda. Con el sacrificio de amor de la Cruz, Jesús abrió el camino para que cada hombre y cada mujer puedan conocer a Dios y entrar en comunión de amor con él. Él constituyó una comunidad de discípulos para llevar el anuncio de salvación del Evangelio hasta los confines de la tierra, para llegar a los hombres y mujeres de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro este deseo de Jesús!
Queridos amigos, abrid los ojos y mirad en torno a vosotros. Hay muchos jóvenes que han perdido el sentido de su existencia. ¡Id! Cristo también os necesita. Dejaos llevar por su amor, sed instrumentos de este amor inmenso, para que llegue a todos, especialmente a los que están «lejos». Algunos están lejos geográficamente, mientras que otros están lejos porque su cultura no deja espacio a Dios; algunos aún no han acogido personalmente el Evangelio, otros, en cambio, a pesar de haberlo recibido, viven como si Dios no existiese.
Abramos a todos las puertas de nuestro corazón; intentemos entrar en diálogo con ellos, con sencillez y respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido con verdadera amistad, dará fruto. Los «pueblos» a los que hemos sido enviados no son sólo los demás países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la vida: las familias, los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos de amigos y los lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está destinado a todos los ambientes de nuestra vida, sin exclusión.
Quisiera subrayar dos campos en los que debéis vivir con especial atención vuestro compromiso misionero. El primero es el de las comunicaciones sociales, en particular el mundo de Internet. Queridos jóvenes, como ya os dije en otra ocasión, «sentíos comprometidos a sembrar en la cultura de este nuevo ambiente comunicativo e informativo los valores sobre los que se apoya vuestra vida. […] A vosotros, jóvenes, que casi espontáneamente os sentís en sintonía con estos nuevos medios de comunicación, os corresponde de manera particular la tarea de evangelizar este "continente digital"» (Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 mayo 2009).
Por ello, sabed usar con sabiduría este medio, considerando también las insidias que contiene, en particular el riesgo de la dependencia, de confundir el mundo real con el virtual, de sustituir el encuentro y el diálogo directo con las personas con los contactos en la red.
El segundo ámbito es el de la movilidad. Hoy son cada vez más numerosos los jóvenes que viajan, tanto por motivos de estudio, trabajo o diversión. Pero pienso también en todos los movimientos migratorios, con los que millones de personas, a menudo jóvenes, se trasladan y cambian de región o país por motivos económicos o sociales. También estos fenómenos pueden convertirse en ocasiones providenciales para la difusión del Evangelio. Queridos jóvenes, no tengáis miedo en testimoniar vuestra fe también en estos contextos; comunicar la alegría del encuentro con Cristo es un don precioso para aquellos con los que os encontráis.
5. Haced discípulos
Pienso que a menudo habéis experimentado la dificultad de que vuestros coetáneos participen en la experiencia de la fe. A menudo habréis constatado cómo en muchos jóvenes, especialmente en ciertas fases del camino de la vida, está el deseo de conocer a Cristo y vivir los valores del Evangelio, pero no se sienten idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer? Sobre todo, con vuestra cercanía y vuestro sencillo testimonio abrís una brecha a través de la cual Dios puede tocar sus corazones. El anuncio de Cristo no consiste sólo en palabras, sino que debe implicar toda la vida y traducirse en gestos de amor. Es el amor que Cristo ha infundido en nosotros el que nos hace evangelizadores; nuestro amor debe conformarse cada vez más con el suyo.
Como el buen samaritano, debemos tratar con atención a los que encontramos, debemos saber escuchar, comprender y ayudar, para poder guiar a quien busca la verdad y el sentido de la vida hacia la casa de Dios, que es la Iglesia, donde se encuentra la esperanza y la salvación (cf. Lc 10,29-37). Queridos amigos, nunca olvidéis que el primer acto de amor que podéis hacer hacia el prójimo es el de compartir la fuente de nuestra esperanza: Quien no da a Dios, da muy poco. Jesús ordena a sus apóstoles: «Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20).
Los medios que tenemos para «hacer discípulos» son principalmente el bautismo y la catequesis. Esto significa que debemos conducir a las personas que estamos evangelizando para que encuentren a Cristo vivo, en modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este modo podrán creer en él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia. Quisiera que cada uno se preguntase: ¿He tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo a los jóvenes que aún no lo han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un camino para descubrir la fe cristiana? Queridos amigos, no tengáis miedo de proponer a vuestros coetáneos el encuentro con Cristo. Invocad al Espíritu Santo: Él os guiará para poder entrar cada vez más en el conocimiento y el amor de Cristo y os hará creativos para transmitir el Evangelio.
6. Firmes en la fe
Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendréis la tentación de decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que sólo soy un niño». Pero Dios también os contesta: «No digas que eres niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene» (Jr 1,6-7). Cuando os sintáis ineptos, incapaces y débiles para anunciar y testimoniar la fe, no temáis. La evangelización no es una iniciativa nuestra que dependa sobre todo de nuestros talentos, sino que es una respuesta confiada y obediente a la llamada de Dios, y por ello no se basa en nuestra fuerza, sino en la suya. Esto lo experimentó el apóstol Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Co 4,7).
Por ello os invito a que os arraiguéis en la oración y en los sacramentos. La evangelización auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por ella. Primero tenemos que hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la oración le encomendamos al Señor las personas a las que hemos sido enviados y le suplicamos que les toque el corazón; pedimos al Espíritu Santo que nos haga sus instrumentos para la salvación de ellos; pedimos a Cristo que ponga las palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de su amor. En modo más general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición explícita de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38).
Sabed encontrar en la eucaristía la fuente de vuestra vida de fe y de vuestro testimonio cristiano, participando con fidelidad en la misa dominical y cada vez que podáis durante la semana. Acudid frecuentemente al sacramento de la reconciliación, que es un encuentro precioso con la misericordia de Dios que nos acoge, nos perdona y renueva nuestros corazones en la caridad. No dudéis en recibir el sacramento de la confirmación, si aún no lo habéis recibido, preparándoos con esmero y solicitud. Es, junto con la eucaristía, el sacramento de la misión por excelencia, que nos da la fuerza y el amor del Espíritu Santo para profesar la fe sin miedo. Os aliento también a que hagáis adoración eucarística; detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús presente en el sacramento es el punto de partida de un nuevo impulso misionero.
Si seguís por este camino, Cristo mismo os dará la capacidad de ser plenamente fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A veces seréis llamados a demostrar vuestra perseverancia, en particular cuando la Palabra de Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas regiones del mundo, por la falta de libertad religiosa, algunos de vosotros sufrís por no poder dar testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien ya ha pagado con la vida el precio de su pertenencia a la Iglesia. Os animo a que permanezcáis firmes en la fe, seguros de que Cristo está a vuestro lado en esta prueba. Él os repite: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11-12).
7. Con toda la Iglesia
Queridos jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe cristiana allí donde habéis sido enviados, necesitáis a la Iglesia. Nadie puede ser testigo del Evangelio en solitario. Jesús envió a sus discípulos a la misión en grupos: «Haced discípulos» está puesto en plural. Por tanto, nosotros siempre damos testimonio en cuanto miembros de la comunidad cristiana; nuestra misión es fecundada por la comunión que vivimos en la Iglesia, y gracias a esa unidad y ese amor recíproco nos reconocerán como discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35). Doy gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización que realizan nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros movimientos eclesiales. Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno siembra y otro siega» (Jn 4,37).
En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros, que dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que se entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar aquí a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con entusiasmo en estas vocaciones: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). A los que dejan todo para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento por uno y la vida eterna (cf. Mt 19,29).
También doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se encuentran, en familia o en el trabajo, se esmeran en vivir su vida cotidiana como una misión, para que Cristo sea amado y servido y para que crezca el Reino de Dios. Pienso, en particular, en todos los que trabajan en el campo de la educación, la sanidad, la empresa, la política y la economía y en tantos ambientes del apostolado seglar. Cristo necesita vuestro compromiso y vuestro testimonio. Que nada – ni las dificultades, ni las incomprensiones – os hagan renunciar a llevar el Evangelio de Cristo a los lugares donde os encontréis; cada uno de vosotros es valioso en el gran mosaico de la evangelización.
8. «Aquí estoy, Señor»
Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que escuchéis en lo profundo de vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio. Como muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su corazón está abierto para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están extendidos para abrazar a todos. Sed vosotros el corazón y los brazos de Jesús. Id a dar testimonio de su amor, sed los nuevos misioneros animados por el amor y la acogida. Seguid el ejemplo de los grandes misioneros de la Iglesia, como san Francisco Javier y tantos otros.
Al final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a algunos jóvenes de diversos continentes que partían en misión. Ellos representaban a tantos jóvenes que, siguiendo al profeta Isaías, dicen al Señor: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). La Iglesia confía en vosotros y os agradece sinceramente el dinamismo que le dais. Usad vuestros talentos con generosidad al servicio del anuncio del Evangelio. Sabemos que el Espíritu Santo se regala a los que, en pobreza de corazón, se ponen a disposición de tal anuncio. No tengáis miedo. Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).
Esta llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo, asume una particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes de América Latina. En la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una «misión continental». Los jóvenes, que en aquel continente constituyen la mayoría de la población, representan un potencial importante y valioso para la Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los primeros misioneros. Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a América Latina, exhorto a todos los jóvenes del continente: Transmitid a vuestros coetáneos del mundo entero el entusiasmo de vuestra fe.
Que la Virgen María, Estrella de la Nueva Evangelización, invocada también con las advocaciones de Nuestra Señora de Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe, os acompañe en vuestra misión de testigos del amor de Dios. A todos imparto, con particular afecto, mi Bendición Apostólica.
Vaticano, 18 de octubre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI

sábado, 3 de noviembre de 2012

sábado, 27 de octubre de 2012

Cultivar la fe en familia

Cada familia cristiana es una “comunidad de vida y de amor” que recibe la misión “de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa” (Juan Pablo II, “Familiaris Consortio” n. 17). Es una comunidad que busca vivir según el Evangelio, que vibra con la Iglesia, que reza, que ama.
        Para vivir el amor hace falta fundarlo todo en la experiencia de Cristo, en la vida de la Iglesia, en la fe y la esperanza que nos sostienen como católicos.

        En estas líneas queremos reflexionar especialmente sobre la responsabilidad que tienen los padres en el cultivo de la fe en la propia familia. No sólo respecto de los hijos, sino como pareja, pueden ayudarse cada día a conocer, vivir y transmitir la fe que madura en el amor y lleva a la esperanza.

        Los hijos también, conforme crecen, se convierten en protagonistas: pueden ayudar y motivar a los padres y a los hermanos para ser cada día más fieles a sus compromisos bautismales.

        Entre los muchos caminos que existen para cultivar la fe en familia, nos fijamos ahora en tres: la oración en familia, el estudio de la doctrina católica, y la vida según las enseñanzas de Cristo.

        Muchas de las ideas que siguen son simplemente sugerencias o pistas de trabajo. La actitud de fondo que debe acompañarlas, el amor verdaderamente cristiano, da el sentido adecuado a cada una de las acciones que se lleven a la práctica. Un gesto realizado sin profundidad puede secar el alma, puede perder su eficacia. Es posible, sin embargo, iniciar algunos actos sin comprenderlos del todo, pero con el deseo de que nos conduzcan a una actitud profundamente evangélica, a un modo de pensar y de vivir que corresponda plenamente con lo propio de nuestra vocación cristiana.

1. La oración en familia

        La oración es para cualquier bautizado lo que es el aire para los seres humanos: algo imprescindible.

        Aprender a rezar toca a todos: a los padres, en las distintas etapas de su maduración interior; a los hijos, desde pequeños y cuando poco a poco entran en el mundo de los adultos.

        La oración en la vida familiar tiene diversas formas. El día inicia con breves oraciones por la mañana. Por ejemplo, los padres pueden levantar a sus hijos con una pequeña jaculatoria; o, después de asearse o antes del desayuno, todos rezan juntos una pequeña oración (el Padrenuestro, el Ave María, parte de un Salmo o del Magnificat, etc.).

        Otras plegarias surgen de modo espontáneo, según las necesidades de cada día. La familia reza por el examen de selectividad, por la situación de la fábrica donde trabaja papá o mamá, por las lluvias, por el eterno descanso del abuelo...

        Son muy hermosas aquellas oraciones que recogen la gratitud de todos y de cada uno. Esas oraciones pueden fijarse en los hechos más sencillos: ya funciona el frigorífero, tenemos pasteles para la merienda, se acercan las vacaciones. O pueden dar gracias por hechos más importantes: el amor entre papá y mamá ha sido bendecido con un nuevo embarazo, acaba de nacer un nuevo sobrino, el abuelo ha superado la pulmonía, un amigo ha ido a encontrarse con Dios...

        El clima de oración se prolonga a lo largo del día. Para ello, ayuda mucho crear un hábito de “jaculatorias”, pequeñas oraciones espontáneas que dan un toque religioso a la jornada. “Señor, confío en Ti”. “Creo, Señor, ayúdame a creer”. “Te alabamos, Señor, porque eres bueno”. “Gracias, Señor, por esto y por esto”. “Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo”...

        La hora de comer permite un momento de gratitud y de unión en la familia. ¡Qué hermoso es ver que todos, junto a la mesa, rezan! Algunos hogares recitan el Padrenuestro; en otros, los padres y los hijos se turnan para dirigir una oración espontánea antes de tomar los alimentos.

        Otro momento de oración consiste en el rezo del Ángelus (se puede rezar hasta tres veces en la jornada, o si se prefiere al menos a medio día) y del Rosario.

        Para los niños (y para algunos adultos también), a veces el Rosario resulta un poco aburrido. Los padres pueden ayudar a los hijos a descubrir la belleza de esta sencilla oración, quizá enseñándoles a rezar primero un solo misterio, luego dos, etc., y explicando el sentido de esta hermosa plegaria dirigida a la Madre de Dios y Madre de la Iglesia.

        Cuando llega la noche, la familia busca un momento para dar gracias por el día transcurrido, para pedir perdón por las posibles faltas, para suplicar la ayuda que necesitan los de casa y los de fuera, los cercanos y los lejanos. Es muy hermoso, en ese sentido, aprender a rezar por las víctimas de las guerras, por las personas que pasan hambre, por los que viven sin esperanza y sin Dios.

        La oración constante ha permitido a la familia, chicos y grandes, descubrir que la jornada, desde que amanece hasta la hora de dormir, tiene sentido desde Dios y hacia Dios. Todo ello prepara a vivir a fondo los momentos más importantes para todo católico: los Sacramentos.

        Si el Sacramento de la Eucaristía es el centro de la vida cristiana, también debe serlo en el hogar. La familia necesita descubrir la belleza del domingo, la maravilla de la Misa, la importancia de la escucha de la Palabra, la participación consciente y activa en los ritos.

        Participar juntos, como familia, en la misa del domingo es una tradición que vale la pena conservar. También cuando los hijos son pequeños. Los padres pueden enseñarles, poco a poco, el sentido de cada rito, las posturas que hay que adoptar, el respeto que merece la Casa de Dios. Son cosas que luego quedan grabadas en los corazones para toda la vida.

        La semana se vive de un modo distinto si arranca del domingo y desemboca en el domingo. Durante la semana, la familia busca vivir aquello que ha escuchado, que ha vivido en la celebración eucarística dominical. A la vez, se prepara con el pasar de los días para el encuentro íntimo y personal con Cristo que tendrá lugar, Dios mediante, el domingo siguiente.

        Ayuda mucho, en este sentido, hacer “visitas” a Cristo eucaristía durante la semana, de forma personal o en pequeños grupos (el padre o la madre con algunos hijos, varios hermanos juntos, etc.). También es muy provechoso, entre semana, recordar en casa cuál fue el evangelio del domingo anterior, o dar pistas para abrirse a los textos sagrados que serán leídos el domingo siguiente.

        Además de buscar maneras para vivir mejor la Eucaristía, también es hermoso recordar el aniversario del bautismo de cada miembro de la familia. Si celebramos el nacimiento, ¿por qué no celebrar también el día en que empezamos a ser hijos de Dios y miembros de la Iglesia? Algo parecido podría hacerse con la confirmación, un sacramento que debemos valorar en toda su riqueza y que debemos tener muy presente en un mundo hostil al Evangelio.

        En cuanto al matrimonio, el aniversario de bodas suele ser recordado por muchas familias católicas, incluso con la ayuda de algún día de retiro espiritual. En ese día, los esposos pueden renovar sus promesas matrimoniales, o hacer un momento de oración familiar con los hijos, quizá con la lectura en común de algún texto bíblico (por ejemplo, Tb 8,5-10, o Ef 5,21-33).

        Un sacramento que merece ser vivido por todos los miembros de la familia es el de la Reconciliación (la confesión). Los niños quedan muy impresionados cuando ven a sus padres pedir perdón, de rodillas, en un confesionario. No es correcto, desde luego, recurrir a presiones para que se confiesen. Pero sí es hermoso enseñarles lo que es el pecado, lo grande que es la misericordia divina, y cómo la Iglesia pide que nos confesemos con frecuencia.

        Un ámbito de la oración familiar se construye con la ayuda de imágenes de devoción. No basta con colocar aquí o allá un crucifijo, una imagen de la Virgen o el dibujo de algún santo. La imagen tiene sentido sólo si evoca y eleva los corazones a la oración y a la confianza en un Dios que está muy presente en la historia humana.

        En algunos hogares existe un cuartito en el que se encuentra una especie de “altar de la familia”, donde todos se reúnen algún momento del día para rezar juntos, o donde cada uno puede dedicar un rato durante el día para meditar el Evangelio y dialogar de modo personal con Cristo. La tradición es hermosa, pues así es posible tener un lugar concreto donde todo ayuda a pensar en el Dios que tanto nos ama.

        Existen otros modos para fomentar la oración en familia que se refieren a los tiempos litúrgicos. Por ejemplo, preparar un Belén en casa y tener ante el mismo momentos de oración y de cantos; ayudarse de la “Corona de Adviento” o de otras iniciativas parecidas para prepararse a la Navidad; dar un especial relieve a la Cuaresma como tiempo de oración, limosna y sacrificio; participar intensamente en la Semana Santa, de forma que permita a todos unirse íntimamente a Cristo; descubrir en familia el sentido gozoso de la Pascua y de Pentecostés, que ayude a participar del triunfo de Cristo y a descubrir la presencia del Espíritu Santo en lo más íntimo del corazón cristiano...

2. Aprender la fe en familia

        Vivir en un clima continuo de oración abre los corazones al mundo divino. Esa apertura necesita ir acompañada por el estudio de todos, tanto de los padres como de los hijos, para conocer a fondo el gran regalo de la fe católica.

        Los modos para lograrlo son muchos. La lectura y el estudio de la Biblia, especialmente de los Evangelios, resultan un momento esencial para conocer la propia fe. Para ello, hace falta recibir una buena introducción, sea a través de cursos en la parroquia, sea a través de la lectura de libros de autores católicos fieles al Papa y a los obispos.

        Existe, por ejemplo, un curso de Biblia “on-line” del P. Antonio Rivero, que ofrece una buena ayuda para comprender mejor los libros sagrados. Se encuentra en http://es.catholic.net/conocetufe/804/2778/

        De un modo más concreto, la familia en su conjunto o cada uno (según la propia edad) puede encontrar un momento al día para leer una parte del Evangelio. No se trata de una lectura simplemente informativa. Se trata de preguntarse, sencillamente, en un clima de oración: ¿qué quiere decirme Cristo con este texto? ¿Cómo ilumina mi vida?

        Junto a la lectura de la Biblia, es necesario estudiar y conocer el “Compendio del Catecismo de la Iglesia católica” y, si fuera posible, también el mismo “Catecismo de la Iglesia católica”. El primero debería ser leído por los padres y, en la medida en que van creciendo, por los hijos. El segundo puede servir para ir más a fondo sobre temas importantes o ante dudas que puedan surgir. Los dos textos son ofrecidos en internet en la página del Vaticano, www.vatican.va.

        La lectura del Catecismo permite conocer la fe católica en sus aspectos más importantes. Además, une a la familia con toda la Iglesia, al acercarse todos y cada uno a aquellas enseñanzas que nos permiten tener vivos y actualizados contenidos que no son simple “doctrina”, sino que nos ponen en contacto con Cristo y con su Cuerpo Místico: con el Papa, los obispos, los sacerdotes, los demás creyentes; con la Iglesia purgante (la que espera en el purgatorio) y con la Iglesia triunfante (que ya participa en el Banquete de Bodas del Cordero).

        A través de estas lecturas, los padres estarán preparados para enseñar la doctrina católica en casa, si esto fuera posible. Si los hijos van a clases de catecismo en la parroquia o reciben clases de religión en la escuela, los padres ayudarán mucho a sus hijos para ver si han entendido bien, si tienen dudas. Les preguntarán los temas que están aprendiendo, no para “controlar”, sino para saber por dónde van en la catequesis y así ayudarles a vivir lo que les explicaron.

        Por desgracia, en algunos lugares no se ofrece una buena enseñanza del catecismo a los niños. En otros, incluso, se les enseña ideas equivocadas. Toca a los padres velar para que la doctrina recibida por los hijos corresponda a lo que nos enseña la Iglesia y está contenido en el Catecismo. Si hace falta, pueden avisar al párroco de los errores que reciben sus hijos, o incluso al obispo, para que no se ofrezcan, bajo la apariencia de una “catequesis”, ideas confusas o contenidos claramente ajenos a nuestra fe católica.

        Hemos mencionado la importancia de conocer a fondo la Biblia y el Catecismo. El estudio de la propia fe se enriquece a través de buenos libros, adaptados a cada edad. Unos serán cuentos navideños o novelas misioneras. Otros ofrecerán consejos para los adolescentes. Otros irán más a fondo sobre temas de fe, de ciencia, de moral.

        Hacer un elenco de esos libros no resulta fácil. En catholic net hay un valioso arsenal de libros “on-line” (cf. http://es.catholic.net/biblioteca/). Podemos, además, recordar libros como los siguientes:
        * P. Jorge Loring, “Para salvarte” (es posible encontrarlo en internet, o comprarlo como volumen).
        * Mons. Tihámer Toth, “El joven de carácter” (también presente en internet).

        Dos particulares ámbitos formativos se encuentran en los modernos medios de comunicación. Tenemos, en primer lugar, a los medios “clásicos” de noticias (televisión, radio, prensa). La familia no puede olvidar que en los mismos se ofrecen valoraciones sobre los hechos religiosos llenas de distorsiones o, incluso, de mentiras solapadas. Otras veces se escogen unos temas y se ocultan otros que tienen gran importancia para la vida de la Iglesia. Los padres deben conocer estos peligros y hacerlos presentes a sus hijos.

        En segundo lugar, tenemos el mundo informático, especialmente internet (aunque no sólo). También aquí reina un enorme caos, y los temas religiosos son tratados en algunas páginas con mucha superficialidad, si es que no se cae en manipulaciones grotescas.

        Los padres están llamados a educar a los hijos para tener un sano espíritu crítico. No se trata de aislarlos (hay temas que, a base de presión informativa, se convierten casi en “obligados”), pero sí de guiarlos para saber que no todo lo que se dice por ahí es verdad, y para comprender que los medios de comunicación no permiten alcanzar una imagen exacta de la Iglesia y de la vida ejemplar de miles y miles de buenos católicos.

        Ayudará, en ese sentido, un doble esfuerzo. Por un lado, filtrar cualquier tipo de programas o de textos (escritos en papel o en la computadora) que presenten el mal como bien, que calumnien a personas o instituciones de la Iglesia, que promuevan incluso actitudes claramente antievangélicas (desenfreno, hedonismo, consumismo, odio racial o clasista, etc.).

        Por otro, hay que saber individuar tantas (y son muchas, gracias a Dios) fuentes informativas sanamente católicas, que ofrecen la doctrina correcta (según el Catecismo) y que ayudan a conocer la actualidad del mundo y de la Iglesia en una perspectiva justa.

        En ese sentido, es.catholic.net es una página que merece la pena ser conocida en sus distintas partes, así como otras páginas (la enumeración podría ser larga) donde la familia puede encontrar excelentes herramientas para la propia formación, incluso grabaciones de radio o pequeñas conferencias filmadas sobre la Iglesia, su historia, su doctrina, su vida actual.

        En cuanto a la información católica, contamos con la que se ofrece con bastante puntualidad en www.vatican.va (la página del Vaticano), y con los servicios informativos de agencias como www.zenit.com.

        Una presentación más amplia sobre este tema se encuentra en el estudio de Jorge Enrique Mújica, El rostro católico de internet en español (en http://es.catholic.net/jorgemujica/articulo.php?tem=1430&id=34119).

3. Vivir el Evangelio en familia

        Una fe sin obras, nos recuerda la Carta de Santiago, es estéril (cf. Sant 2,20). No entra en el Reino de los cielos el que dice “Señor, Señor”, sino el que cumple la Voluntad del Padre (cf. Mt 7,21).

        La familia que reza, la familia que estudia su fe, también sabe vivir aquello que ha llevado a la oración, busca aplicar lo que ha conocido gracias a la bondad del Padre que nos ha hablado en su Hijo.

        La mejor escuela para vivir como cristianos es la familia. Las indicaciones que podrían ofrecerse son muchísimas, como son muchas las enseñanzas morales que encontramos en la Biblia (los diez Mandamientos, el Sermón de la montaña, etc.) y que la Iglesia nos explica en la Tercera Parte del Catecismo. Como un resumen, el Catecismo enumera las 14 “obras de misericordia” (7 corporales y 7 espirituales) que ilustran ampliamente cuál es el modo de vivir según el Evangelio.

        Para concretar un poco más cómo vivir evangélicamente, enumeremos algunos ámbitos en los que la familia se hace educadora en el arte de actuar como cristianos auténticos.

        El primer ámbito, desde luego, es el de la propia familia. Vivir el Evangelio implica crear un clima en el hogar en el que se lleva a la práctica el principal mandamiento: la caridad. El amor debe ser el criterio para todo y para todos.

        Ese amor se aprende, se hace vida, cuando los hijos ven cómo se tratan sus padres. Si los padres se aman profundamente, si saben darse el uno al otro como Cristo se dio por la Iglesia (cf. Ef 5,21-33), si saben perdonar hasta 70 veces 7 (cf. Mt 18,22), si confían en la Providencia más que en las cuentas del banco (cf. Mt 6,24-34), si ayudan al peregrino, al hambriento, al sediento, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,33-40)... los hijos habrán encontrado en la familia un auténtico “Evangelio vivo”.

        Aprenderán entonces a dar gracias, a ayudar al necesitado, a compartir sus objetos personales, a escuchar a quien desea hablar, a dar un consejo a quien tenga dudas (de matemáticas o de fe...).

        La caridad debe ser el criterio para lo que uno hace y para lo que uno deja de hacer. Por ello, la misma caridad lleva al católico a mortificar los apetitos de la carne, a controlar las propias pasiones, a huir de aquellos estilos de vida que nos atan al mundo, que nos llevan al egoísmo y a alejarnos de Dios y del prójimo.

        No hay verdadera vida cristiana allí donde no hay abnegación. Hay vida cristiana allí donde cada uno renuncia al propio “yo”, cuando aprende a desapegarse de lo material para abrirse confiadamente a la providencia del Padre de los cielos (cf. el texto que ya citamos de Mt 6,24-34).

        Aprender lo anterior resulta clave para lograr una familia auténticamente cristiana. ¿De qué manera puede conocer un hijo cómo se vive el Evangelio si ve en sus padres rencillas, malas palabras, afición por el dinero, críticas continuas a otros familiares o conocidos? Al revés, el hogar en el que Cristo ha entrado realmente en los corazones se convierte en un continuo testimonio de aquella caridad que nos plasmó el Espíritu Santo en 1Cor 13.

        Un “capítulo” que resulta no fácil se refiere a modos de comportarse y de vestir, a diversiones, a objetos de uso. La sociedad crea necesidades y los hijos sienten una presión enorme que les hace desear lo que tienen otros y hacer lo que “todos hacen”. Los padres de familia sabrán discernir entre cosas sanas (como deportes no peligrosos y capaces de promover un buen espíritu de equipo) y “necesidades” que son falsas y que pueden llevar a los hijos a la ruina personal, incluso a la triste desgracia del pecado. Luchar contra corriente puede parecer duro, pero vale la pena si tenemos ante los ojos el premio que nos espera: la amistad con Cristo.

        El segundo ámbito para vivir evangélicamente surge cuando la familia se abre a los demás. Tratamos con personas muy distintas en las mil encrucijadas de la vida. El corazón que aprende a vivir como cristiano descubre en cada uno la presencia del Amor del Padre, el deseo de Cristo de acogerlo en el número de los amigos, la acción del Espíritu Santo que susurra en los corazones y que los guía hacia la Verdad completa.

        Un cristiano necesita ver a todos “con los ojos de Cristo” (cf. Benedicto XVI, encíclica “Deus caritas est” n. 18). Porque lo que se hace al hermano más pequeño es hecho al mismo Cristo (cf. Mt 25,40). Porque todos estamos invitados a ofrecer y a recibir cariño. Porque no hay amor más grande que el de dar la vida los unos por los otros (cf. 1Jn 3,16).

        Esta actitud se plasma en actos concretos, que van desde el “enseñar al que no sabe” (las obras de misericordia espirituales) hasta el “visitar y cuidar a los enfermos” (las obras de misericordia corporales).

        Es importante lo que uno hace por el necesitado, y es importante la actitud con la que se hace. Sirve de muy poco una limosna hecha con un rostro apático. En cambio, muchas veces llega más al corazón necesitado una mirada llena de afecto que la medicina regalada (desde luego, hay que velar también para que el enfermo tenga sus medicinas...). Los hijos que ven en sus padres actitudes profundas y gestos sinceros de amor al prójimo aprenden, más allá de las palabras, lo que significa ver a Cristo en los hermanos.

        Vivir el Evangelio llega hasta el heroísmo de amar al propio enemigo (cf. Mt 5,43-48). Hay hogares en los que nunca se escucha una palabra de odio o de amargura hacia quienes ofendieron en el pasado (quizá un pasado muy reciente) a alguno de los miembros de la familia. Incluso hay hogares en los que los hijos admiran a sus padres cuando saben acoger, con los brazos abiertos, a alguien que les hizo daño, mucho daño...
        La actitud profunda de amor a los otros lleva al apostolado, al compromiso continuo por conseguir que muchos hombres y mujeres lleguen a conocer a Cristo.

        Es muy hermoso, en ese sentido, descubrir a familias que se convierten en “misioneras”. Saben comunicar, con su testimonio y con palabras oportunas, que Dios ama a todos, que Cristo ofrece la Salvación, que la Iglesia es la barca regalada por Dios para acometer la travesía que nos lleva a la Patria eterna.

4. A modo de conclusión

        En el V Encuentro Mundial de las Familias que tuvo lugar en Valencia (España), el Papa Benedicto XVI recordaba que “transmitir la fe a los hijos, con la ayuda de otras personas e instituciones como la parroquia, la escuela o las asociaciones católicas, es una responsabilidad que los padres no pueden olvidar, descuidar o delegar totalmente” (Benedicto XVI, 8 de julio de 2006).

        El Papa añadía, de un modo muy hermoso y comprometedor, que “la criatura concebida ha de ser educada en la fe, amada y protegida. Los hijos, con el fundamental derecho a nacer y ser educados en la fe, tienen derecho a un hogar que tenga como modelo el de Nazaret y sean preservados de toda clase de insidias y amenazas”.

        Cuando un hijo pequeño empieza a preguntar a sus padres cómo es Dios, surge en algunos hogares una cierta inquietud: ¿estaremos preparados para introducir al hijo en el mundo del Evangelio? ¿Seremos capaces de ofrecer a los hijos un hogar semejante al de Nazaret?

        Las preguntas inocentes del niño pueden convertirse en una ayuda providencial por la que Dios se vale para mover a los padres a elevar una oración confiada, para abrirse a la ayuda divina a la hora de afrontar con mayor entusiasmo sus compromisos como esposos llamados a la tarea de educar a los hijos en la fe.

        “Padre Santo, los hijos que han nacido de nuestro amor existen porque Tú los amas desde toda la eternidad. Enséñanos a cuidarlos siempre con cariño exigente y con exigencia cariñosa. Danos luz y consejo para que podamos transmitirles las palabras de tu Hijo. Ayúdales a vivir según tu Amor. Protégelos de los peligros del mundo. Sobre todo, permítenos ser, como esposos y como padres, ejemplos limpios y alegres de tu bondad y de tu misericordia. Para que así, algún día, podamos cantar tu gloria, todos juntos, como familia, en el lugar que Cristo nos ha preparado en el cielo. Amén”.

Fernando Pascual, L.C.
AutoresCatolicos.org

lunes, 15 de octubre de 2012

Porta Fidei



El Papa inaugura el Año de la Fe
"Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe", con estas palabras el Papa inauguró esta mañana el Año de la Fe. En la homilía de la Misa que presidió en la Plaza de San Pedro señaló que este tiempo puede considerarse una peregrinación en los desiertos del mundo llevando sólo lo esencial: el Evangelio y la Fe de la Iglesia.

domingo, 9 de septiembre de 2012

El nacimiento de la Virgen María




El nacimiento de la Virgen María

sábado, 1 de septiembre de 2012

El demonio de la acedia (7 / 13)

La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia.
 
Autor: P. Horacio Bojorge | Fuente: EWTN



Este capítulo quiero dedicarlo a esta acedia demoniaca, ya no respecto de Dios mismo -a quien considera malo este demonio, este ángel caído-, ni a sus obras de revelación y de amor, sino a sus obras de creación.

La acedia del demonio no solamente lo pone como un antagonista de Dios, sino que ese antagonismo del demonio -de Satanás- contra Dios se desboca -puesto que no puede desbocarse con el creador ni tocarlo- en las obras del creador, en la naturaleza, en las cosas, pero particularmente en aquellas que son imagen y semejanza creada de Dios, es decir en el ser humano. Por eso la acedia demoníaca se ceba en las criaturas humanas.

No existe una criatura mejor para que se desboque contra ella el odio demoníaco como esta criatura que es imagen y semejanza de Dios, que ha sido creada para conocer y para amar a Dios, y para conocerse y amarse entre ellas.

La acedia demoníaca se ceba contra el matrimonio, contra el varón, contra la mujer, contra la diferencia entre ambos que pertenece al designio divino porque los creó macho y hembra -varón y mujer- y contra la institución familiar, porque ella estaba destinada a llenar la Tierra y someterla, la acedia demoníaca se va a desfogar -principalmente- contra la institución familiar.

En este tiempo que estamos viviendo asistimos a una embestida contra la familia, ya desde hace muchos años Chesterton (aquel famoso autor católico inglés) decía que el divorcio apuntaba a la destrucción de la familia porque el Estado -de aquellos tiempos- deseaba tener delante de sí individuos solos, sin una ayuda familiar, y que la familia era una institución que protegía a los individuos, que destruyendo a la familia los individuos quedarían solos ante el Estado y que así este podría disponer de ellos sin cortapisas, sin ningún límite. Esta intuición de Chesterton se ha ido confirmando a lo largo del tiempo que ha pasado.

Poco antes de finalizar el segundo milenio cristiano, en la década del 90, Juan Pablo II -volviendo de una clínica- decía que volvía al Vaticano para oponerse con toda sus fuerzas a un plan que estaba en curso para destruir a la familia, se refería a la conferencia de El Cairo y a la conferencia de Pekín, donde se gestaron los planes que actualmente se están ejecutando -a través de los gobiernos del mundo- y que hieren las bases y las raíces de la familia.

El Papa previó, como tantos otros católicos profetas en este asunto -como Chesterton, C. S. Lewis y Juan Pablo II- vieron venir esta embestida (contra la familia) de los poderes de este mundo, del príncipe de este mundo, que son fruto de la acedia del demonio que se desboca contra la obra de Dios, ya que no puede tocarlo a Él mismo, toca su imagen y semejanza, al varón y la mujer, a su descendencia, a la humanidad.

Esta acedia contra la familia es una acedia contra el amor, porque la familia es el hogar del amor, es el hogar del amor de los esposos, es el hogar de los padres a los hijos, es el hogar de los hijos a sus padres y de toda esa rica red de relaciones familiares, de tíos, de cuñadas, de sobrinos, de abuelos, de generaciones hacia atrás y también de la esperanza hacia el futuro, de este amor a la vida que se debe dar. Y todo eso concebido religiosamente, como en la mayoría de las culturas del mundo que han tenido una consideración bastante religiosa de la familia, sobre toda en las culturas más primitivas, en muchas otras -en cambio- esa familia comenzó ya a destruirse por los pecados -que son consecuencia del pecado original-.

Dios emprendió la sanación de la familia en el Antiguo Testamento con la santificación de la familia, Dios en el Antiguo Testamento se hace miembro del pueblo elegido y bendice a los patriarcas con hijos y tierras para criarlos, es decir con la familia, santifica la familia, de este modo comienza la redención de la familia, que sin embargo aún sigue siendo atacada -por obra demoníaca- dentro del pueblo santo de Dios, de modo que esa familia se ve amenazada por muchos peligros, por los matrimonios mixtos que Moisés y los profetas tratan de limitar, del cual Sansón es un ejemplo muy claro, Sansón se casa con una mujer filistea, y esta mujer lleva a este juez del pueblo de Dios a la ruina, traicionándolo, esta es una historia bíblica que pone en guardia a los israelitas contra los matrimonios mixtos, que pueden hacer del varón -del pueblo elegido- víctima de una visión distinta de la vida, por eso los primeros patriarcas deseaban que sus hijos se casaran con mujeres del pueblo de Dios, de su tribu, del mismo clan o de otros clanes. Así por ejemplo en el libro de Tobías, Tobías -el hijo de Tobit- va a buscar mujer en la familia amplia de su pueblo y encuentra a Sara con la que se casa. Es la santidad de la familia.

El libro de Tobías es precisamente -dentro de la Sagrada Escritura- el libro que nos habla de la familia santa, de cómo debe ser santa la familia, de cómo el vínculo entre los esposos no debe estar sometido a la lujuria, Tobías y Sara antes de convivir, después de casados, pasan tres días en oración, y se unen no por lujuria ni por el apetito de la carne, sino por el amor a la descendencia, el amor a los hijos. Es un amor que gobierna el amor esponsal y que lo pone al servicio de un amor más grande, de la descendencia, de la multiplicación del pueblo de Dios sobre la Tierra, el matrimonio tiene entonces una misión santa en el pueblo de Dios, ha recibido una misión de santidad sobre la Tierra, de engendrar a los hijos de un pueblo, de un pueblo al que ha elegido Dios -los descendientes de Abrahán y Isaac, Jacob- para bendecir a todas las naciones, porque las naciones celebraban esta visión rebelada por Dios acerca de la familia, tenían atisbos de la sacralidad de la vida, que se expresaban de una u otra manera en las distintas culturas, pero no tenían el pleno conocimiento de la santidad.

Y esta santidad en el Antiguo Testamento se eleva por que Dios mismo se hace como pariente del clan, es -como dice la Sagrada Escritura- el pariente de Abrahán, el pariente de Isaac, el pariente de Jacob, es miembro del clan. Dios entra en la historia del pueblo de Israel como un miembro más en ese pueblo, y por eso recibe el título de Goel, Goel era el pariente piadoso que se encargaba de cuidar y vigilar a sus parientes, de vengar la sangre si alguno era asesinado -persiguiendo al asesino-, de liberar a los esclavos -si caía alguno en la esclavitud-, de asegurar la tierra para que no saliera de las manos de la familia, o si alguno moría sin descendencia de tomar a la viuda y engendrar aquella descendencia que llevaría el nombre del muerto.

El ejemplo típico de ese pariente piadoso es Booz, en el libro de Ruth, Booz que significa “en Él al poder”, él es poderoso -porque es un hombre pudiente- pero su poder se pone al servicio de la piedad familiar, de la religiosa piedad familiar, hay una visión religiosa de la familia. Y Booz, Ruth, Noemí -que tienen una vida dolorosa- son sin embargo los antepasados del Mesías, los antepasados de David y por lo tanto de Nuestro Señor Jesucristo, Dios bendice la piedad y el amor familiar porque están puestos al servicio de la transmisión de esta misión santificadora del pueblo y de la humanidad.

Por eso el Evangelio según San Mateo comienza con la genealogía, las distintas generaciones que van preparando el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, de la Virgen María y de San José el descendiente de David.

La santidad de la familia de Israel está al servicio de este plan de salvación de Dios en la humanidad, hay una visión histórica de la familia, la familia no es una cosa puramente natural que tiene una misión limitada a esta vida: me caso y tengo hijos para que me mantengan o no los tengo porque así tengo más comodidad, una visión puramente natural. No, esta familia es santa, hay una designio de Dios sobre la familia, y cuando esto no se ve hay una acedia que impide ver el bien, hay una ceguera para el bien.

Esa ceguera se encuentra, por ejemplo -como habíamos dicho-, nada menos que en un juez, en el juez Sansón que se casa con Dalila. Sansón quiere decir “pequeño sol” y Dalila es “la noche”, de modo que esa mujer eclipsa el poder iluminador del varón israelita, del varón que portador de esta misión divina sobre la Tierra y de su fuerza puesta al servicio de la victoria sobre los filisteos.

Dios es, por lo tanto, un miembro del clan en el Antiguo Testamento, y como miembro del clan, a imitación de Booz se ocupa de sus amigos, les asegura la descendencia, los salva de Egipto y de la esclavitud, lo saca de la esclavitud, y le asegura una tierra para alimentar a sus hijos, ¿por qué?, porque Él es el pariente de Abrahán, Isaac y Jacob y cuida de sus hijos y de su descendencia.

Por eso, dentro de este pueblo, se cultiva la memoria agradecida de todas las generaciones pasadas, se cultiva la genealogía.

Una de las consecuencias de la infiltración de la acedia del mundo pagano en nuestro pueblo cristiano, en el pueblo católico, ha sido la perdida progresiva de la memoria de los antepasados, hay falta de agradecimiento a los que fueron, y eso crece en la medida en que se debilita el catolicismo, la fe del pueblo católico, se debilita también el amor a los antepasados y también el amor a la descendencia porque se pierde el deseo de los hijos, ya no se piensa en los hijos sino desde un punto de vista puramente privatista, egoísta, personal, que no es el de Dios sino que es el de la acedia, es el de la ceguera para el bien a cuyo servicio está nuestra vida.

Nuestra vida no es algo que nuestra naturaleza a puesto en nuestras manos para que la usemos como nos parezca, o de pronto para que la desperdiciemos o la reventemos como un cohete, como una bengala, la quememos porque se nos antoja, cuantos se destruyen a si mismo con esta facilidad, como nuestros jóvenes destruyéndose en la droga, o en los vicios, o simplemente en una vida disipada y despreocupada precisamente porque les falta esta visión cristiana de la sacralidad de la vida de la que son portadores, de la sacralidad de la vida que el Señor tiene destinada para ellos, entonces pierden de vista (por acedia, por ceguera para el bien, incluso confundiendo a veces el bien con el mal y el mal con el bien, pensando que el matrimonio va a ser una carga en vez de ser precisamente el instrumento de una misión reveladora) la misión de amor para la que el Señor los ha creado.

Pero el Señor no se queda simplemente siendo un pariente del clan, un miembro de la familia que se preocupa que ese clan sea fecundo, que vaya de generación en generación santificando el mundo, santificando a los hombres y siendo causa de bendición para ellos, sino que cuando envía a Nuestro Señor Jesucristo, se da un paso más en la santificación de la familia, se crea el sacramento del matrimonio.

Pero en su providencia divina Dios no se contenga con ser un miembro más del clan y santificar de esta manera la familia israelita, sino que quiere algo más, quiere que ese matrimonio, que va a ser el matrimonio de los discípulos de Cristo sea un sacramento.

¿Qué quiere decir un sacramento?, un sacramento es un signo eficaz de la gracia divina, un sacramento es una acción de Cristo que sentado a la derecha del Padre, por medio de algún ministro, obra una obra de santidad, de santificación.

Por eso mediante el ministro del Bautismo engendra hijos para el Padre; mediante el ministro de la Confirmación -el Obispo- convierte que esos hijos del Padre sean adultos en la fe; mediante el sacerdote perdona los pecados o reparte entre el pueblo su cuerpo y su sangre; mediante el sacerdote también fortalece al enfermo y a aquel que se acerca a la muerte, al último combate.

El sacramento del matrimonio es una obra de Cristo, y en esto queridos hermanos -me parece- que ha cundido dentro del pueblo católico una cierta acedia frente al matrimonio como sacramento.

En muchos ámbitos del pueblo católico se contrae matrimonio en la Iglesia más bien por motivaciones humanas, no religiosas, porque no se advierte que en el sacramento del matrimonio Cristo quiere que los esposos sean ministros -el uno para el otro- no de un amor puramente natural, sino de su amor sobrenatural y transformador.

Quiere que el esposo sea ministro del amor de Cristo para la esposa, de modo que Él quiere traducir su amor a la esposa en forma de amor de esposo, y hacer del esposo un ministro del amor a la esposa, y viceversa, quiere traducir su amor al esposo en forma de amor de esposa, de modo que santifique al esposo a través del ministerio de la esposa.

Esta visión sagrada y sacralizada del matrimonio, que es la culminación de la obra santificadora y sacralizadora de Dios para esta unión que Él había destinado -desde la creación- el uno al otro, que de esta manera se dispusieran los fieles a entrar en comunión con la Santísima Trinidad ya desde esta vida, su amor no va a ser solamente santo, como en el Antiguo Testamento (por la presencia de Dios como miembro de la red de relaciones familiares del pueblo de Dios), sino que ahora los esposos van a ser levantados a una comunión con el amor divino de la Santísima Trinidad.

El amor esponsal sacramental cristiano es un amor que, infundido por el Espíritu Santo, quiere realizarse en el corazón de la esposa y del esposo de manera sacramental, de manera sagrada, sacralizante. Cristo quiere ser, maestro, médico, pastor y sacerdote para los esposos y para cada uno de los esposos, de modo que quiere ser en el esposo el maestro, el médico, el pastor y el sacerdote para la esposa; y en la esposa quiere ser el médico, el pastor, el maestro y el sacerdote del esposo.

¿Cuáles son las funciones de Nuestro Señor Jesucristo?.
• Como maestro nos enseña, sobre todo nos enseña a conocer al Padre, la primera misión de Nuestro Señor Jesucristo es darnos a conocer al Padre;
• La segunda es la de la medicina, la de sanarnos -con el Espíritu Santo- de las consecuencias del pecado original, de nuestra impureza, santificarnos y unirnos al Señor, sanar nuestras heridas, las heridas espirituales,, las heridas psicológicas,, toda clase de heridas, para hacernos sanos con la sanidad y la santidad del Espíritu Santo.
• El también quiere ser nuestro pastor, ¿y cual es la misión del pastor?, el pastor alimenta y el Señor Jesucristo nos alimenta con su cuerpo y su sangre. Los esposos también tienen que alimentar en el otro la vida espiritual, con una atención pastoral sobre el otro, atendiéndolo, llevándolo, nutriéndolo, defendiéndolo de los enemigos, y por fin llevándolo a la santidad.
• ¿Y la santidad qué es?, es unir a Dios, los esposos deben unir al conyugue a Dios Nuestro Señor, ayudándose a vivir como hijos de Dios, en primer lugar considerándolo al conyugue como tal. Los primeros esposos cristianos se llamaban uno al otro “hermanos”, y los paganos que los escuchaban se asombraban de que se llamaran hermanos y sospechaban de que eran gente incestuosa, ¿por qué?, porque los primeros cristianos tenían muy clara conciencia de que cada uno de ellos era hijo de Dios, y que había sido dado por Dios y entregado por Cristo como esposa o como esposo por un designio divino, que el esposo o la esposa era un don confiado por Dios a su magisterio, a su medicación, a su pastoreo y a su santificación.

Esta visión maravillosa del matrimonio cristiano en nuestros tiempos está oscurecida por la ignorancia, por la ignorancia del bien, por la ceguera para este bien tan grande, que si los esposos -con la gracia de Dios- lo descubren, pueden transforma totalmente su vida conyugal en un ministerio sacerdotal, en una misión del Padre con respecto a ese esposo y respecto a esa esposa.

La función medicinal de Nuestro Señor Jesucristo, ejercida recíprocamente a través de los ministros, hace que estos tengan misericordia el uno del otro, para lo cual les hace comprender que muchas de las cosas de las cuales consideran al otro como culpable, no son culpas sino que son penas y consecuencias del pecado original, por lo tanto en vez de llevar a la enemistad, al odio por los defectos del otro, lleva a la misericordia por las penas que el otro sufre y a una compasión de médico que considera las enfermedades y las llagas del otro como tarea propia a sanar.

Queridos hermanos, esta visión maravillosa debemos tratar de vivirla y extenderla entre los fieles, comprender este tesoro que el Señor le ha legado a su Iglesia: el sacramento del matrimonio.

Pienso que todos los demás sacramentos apuntan a capacitar al esposo y a la esposa para desempeñar este maravilloso ministerio recíproco, que después va a ser la fuente para que de este amor religioso haya una visión también religiosa de los hijos, de los cuñadas, de los suegros, de esos vínculos que están tan sujetos a enemistades y a conflictos y que fácilmente nosotros sacrificamos -a veces por menudencias, por pequeñeces-, que importan estas pequeñeces si concebimos la grandeza de la misión de la que somos portadores y a la que hemos sido llamados, esta misión santificadora de ser ministros de Cristo sobre la Tierra, con una misión de ser partes de su cuerpo místico que luce para santificar, ¡qué misión tan linda, tan grande, tan bienaventurada, para la familia y para toda la Iglesia!.

De esta manera el pueblo de Dios se ha de preparar como un pueblo santo, como un pueblo elegido, un pueblo sacerdotal, un pueblo de Dios para esas bodas eternas de Cristo con la Iglesia.

El Señor está preparando, a lo largo de este tiempo a la novia, la está purificando, la está preparando para esas bodas eternas de las que nos habla el Apocalipsis, y ella debe ser ahora la que espera la venida del novio y con el Espíritu Santo dice «Ven, ven Señor Jesús».

Pero sin esta visión religiosa de la sacramentalidad del matrimonio y la unión esponsal, entonces la familia tampoco se mantiene unida ni se mantiene sana ni santa.

A veces sucede que, si se pierde de vista que la esposa tiene una misión para el esposo, ella se dedica más a los hijos que al esposo, ella descuida al esposo apenas llega el primer hijo, he recibido las quejas de eso, incluso alguna mamá puede poner a sus hijos contra el esposo, contra el papá, estas cosas no pasarían si se tuviera una visión religiosa verdadera, esas cosas pasan porque hay acedia, porque no se conoce el verdadero bien, entonces el alma se pierde y vagabundea entre bienes secundarios y egoístas, y eso produce la disolución de la familia, la destrucción de la obra de Dios.

Volvamos entonces a vivir y a motivar la vivencia cristiana del matrimonio, lo cual no quiere decir que si algún hijo o alguna hija se siente llamado a la vocación sacerdotal o a la vocación religiosa eso se convierta en motivo de tristeza para los padres, eso sería otro tipo de acedia del que no tenemos ahora tiempo de ocuparnos, pero entristecerse por un bien no sería coherente con la visión cristiana, sería una tentación demoníaca. Si el Señor ha elegido a un hijo tuyo para el sacerdocio o una vida religiosa ¡alégrate!, es un designio de Dios estar al servicio de la santificación y de la santidad de este cuerpo, de la Iglesia, que se prepara para las bodas con el Esposo.