Por una obligación personal contraída, hace unos meses tuve que hablar en público de la exhortación apostólica
Amoris laetitia.
No voy a trasladar aquí el contenido de este documento de la Iglesia
porque ese no es el propósito de este artículo, pero su estudio sí que
provocó en mí algunas reflexiones que quiero compartir en voz alta.
La primera está en señalar la enorme preocupación de la Iglesia por
la familia. Nunca, a lo largo de los siglos, ha habido ninguna otra
institución natural tan atacada como lo está siendo ahora la familia,
ninguna tan zarandeada y tan herida. Creo que se puede decir, sin miedo a
exagerar, que actualmente no tenemos otro problema de mayor hondura.
Y
no será que andamos escasos de problemas serios: los derivados de la
política y de la economía, las dificultades sociales de todo tipo (el
suicidio demográfico, la juventud y su futuro, la inseguridad, la
soledad, el paro laboral…).
Muchos y muy graves, pero ninguno tan
preocupante en estos momentos como el cúmulo de dificultades con las que
se encuentra la vida familiar. Estamos ante un problema con varias
caras, que nos afecta a todos en diversa medida, un problema que a
muchos les está suponiendo sufrimientos muy dolorosos, de los cuales una
parte se exterioriza abiertamente mientras que otra buena parte queda
ahogada en el más callado de los silencios.
Pienso ahora especialmente en los muchachos jóvenes, chicos y chicas,
llamados al matrimonio y a la fundación de familias nuevas. ¡Qué
complicado lo tienen, qué difícil! Tanto que muchos optan por no casarse
porque no se ven a sí mismos como artífices de sus propias familias. Y
no porque la convivencia no les resulte deseosa, que es tan apetecible
como siempre, pero establecerla a través del matrimonio, no.
Y menos aún
si hay que pensar en fundar una familia. ¿Este modo de proceder es
egoísmo?, ¿este rechazo al compromiso es culpable? Si lo fuera, ¿los
culpables son ellos? Solo Dios sabe. A mí lo que sí me produce es una
pena grande porque veo que no sueñan con ser esposos y esposas, padres y
madres. Me da pena por ellos porque los sueños son un trampolín
imprescindible para llevar la vida adelante con ánimo, y me da pena por
la asfixia social que supone la falta de familias nuevas.
Me da pena
porque escaseando los niños y los jóvenes, escasea mucha vida. Algo
falla cuando resulta más atrayente un currículo cargado de títulos que
un hogar cargado de hijos. Algo muy serio debe estar fallando cuando
hemos subordinado el proyecto de familia al proyecto de trabajo, en
lugar de hacerlo al revés.
Mucho estamos fallando cuando hemos asumido
como normal la falta de fecundidad, poniendo el tope al número de hijos
en dos, en uno o en ninguno. Algo falla cuando a los jóvenes, a sus
padres y a sus maestros les parecen más importantes los proyectos de los
hombres que los proyectos de Dios, sin caer en la cuenta, unos y otros,
de que cada familia es un proyecto de Dios para sus miembros.
Si del celo que ponemos en su formación académica y profesional,
pusiéramos una décima parte en su formación como futuros padres y
madres, a algunos nos parecería un éxito. Al decir esto no estoy
arremetiendo contra la formación, entre otros motivos porque he dedicado
la totalidad de mi vida laboral a formar académicamente a centenares de
muchachos, haciendo cuanto he podido para ayudarles a que llegaran tan
alto como les fuera posible.
Pero los hechos son tozudos, y es claro que
en nuestra sociedad actual necesitamos muchos más esposos y esposas que
técnicos y graduados, de la misma manera que nos hacen más falta niños
que mascotas. Con un añadido, y es que los graduados, una vez graduados
ya no se desgradúan. Nadie en sus cabales rompe un título universitario y
tira los trozos a la papelera, aunque el título no lo pueda ejercer,
mientras que son muchos los que hacen trizas su matrimonio.
Redondeando
las estadísticas de los últimos años, en España el número de divorcios
por año dobla el de matrimonios contraídos.
Nadie dilata voluntariamente durante años y años la consecución de un
título o de unas oposiciones y en cambio nuestros jóvenes, en general
no se casan; bien porque rehúsan el matrimonio, bien porque los que se
casan, cuando lo hacen, ya no son jóvenes. ¿Son culpables de todo esto?
Pienso que algo de culpa sí les tocará, pero yo me resisto a cargar
sobre ellos la responsabilidad de que no sueñen o que tengan sueños de
bajos vuelos porque la responsabilidad de los sueños no recae por entero
en quien tiene que soñar. Los grandes responsables de los sueños de los
niños y de los jóvenes somos los adultos. Padres, sacerdotes, maestros,
catequistas, y en general formadores de opinión, somos a quienes nos
corresponde animar, promover, alentar, ilusionar, abrir caminos.
Y esto no lo estamos haciendo, al menos no lo estamos haciendo en la
medida que socialmente necesitamos. No me refiero a la sociedad en
general, porque la sociedad en general no es conductora sino conducida.
No lo están haciendo los gobernantes, a los cuales les corresponde una
carga mayor de culpa, porque han recibido el encargo de trabajar por el
bien común y el bien común pasa, necesariamente, por la promoción y el
bienestar de la familia.
Pero aún es más grave y mucho más doloroso que
no lo estemos haciendo muchos cristianos, los que sí creemos en la
familia y decimos defenderla. No la estamos defendiendo ni promocionando
porque en buena parte hemos asumido los mismos planteamientos de
quienes con sus ideas o su conducta están contribuyendo a su deterioro.
Fuera de una minoría ejemplar y coherente, la gran mayoría de los
bautizados, con culpa o sin culpa (eso Dios lo sabe) participamos de un
estilo de vida y unas costumbres que son abiertamente contrarias a la
doctrina de la Iglesia sobre la familia.
He aquí algunos ejemplos:
– Aceptación de la convivencia entre personas del mismo sexo igualándolo con el matrimonio.
– No es difícil comprobar que la mayor parte de las parejas de novios
que piden el matrimonio católico llevan años de cohabitación
prematrimonial.
– La media en el número de hijos de los matrimonios cristianos no
difiere sustancialmente de la media en otras formas de convivencia entre
hombre y mujer.
– No hay grandes diferencias en los datos sobre rupturas de matrimonios contraídos por la Iglesia y el resto.
– Rechazo de la maternidad y de la ancianidad. Tanto el cuidado de
los hijos como el de los ancianos se imponen sobre todo como cargas
difíciles de asumir y de las que hay que desprenderse cuanto antes.
Estos males son solo una muestra de un repertorio mucho más extenso
con los que las familias se enfrentan, pero yo no quiero dedicarles una
sola línea más.
Lo que corresponde ahora es ver qué podemos hacer
nosotros, los hombres y mujeres de a pie, los que no tenemos grandes
responsabilidades en este campo.
Pienso en tres cosas:
1) Lo primero y más importante es rezar. Rezar mucho no tanto por la
familia en general -que también- cuanto por las familias concretas que
conocemos, por los matrimonios en riesgo de ruptura y por los hogares en
dificultades.
2) En segundo lugar, viene bien llamar a las cosas por su nombre. Una
separación o un divorcio no son opciones de vida sino fracasos. En
muchos casos no serán fracasos culpables, pero son fracasos.
Al decir
esto no se me olvidan las víctimas de estos fracasos y su sufrimiento,
víctimas inocentes, especialmente los hijos, pero también la persona que
se ha visto burlada y engañada por quien le había prometido compañía,
amor y fidelidad. Precisamente el hecho de que haya víctimas que sufren
es lo que demuestra que el divorcio o la ruptura no son opciones a las
que aspirar sino desgarros dolorosos.
Llamar a las cosas por su nombre
exige no frivolizar con algo tan serio como el matrimonio. Y es que
desde hace ya décadas hemos frivolizado mucho con el divorcio, y lo
seguimos haciendo.
En muchos casos parece como si el hecho de
divorciarse no fuera sino un signo de puesta al día, de estar a la
última. Estoy convencido de que si por causas que ahora no se me
alcanzan, de repente se pusiera de moda el matrimonio indisoluble y
fiel, el número de divorcios descendería de forma significativa sin más
motivo que estar en la corriente dominante.
3) En tercer lugar debemos actuar. Me refiero a los matrimonios que
nos mantenemos unidos pese a los baches que podamos coger y las
dificultades que haya que superar. Quienes no podemos influir
directamente en las leyes ni disponemos de medios para generar
corrientes de opinión puede parecer que no podemos hacer nada.
Pero eso
no es cierto. Tenemos una gran responsabilidad, especialmente los
matrimonios cristianos, en mostrar la belleza del matrimonio y de la
familia.
No se trata de llevar adelante tareas especiales ni grandes
trabajos, sino en no apagar la luz que nos ha sido dada. Luego, si hay
matrimonios concretos a los que se piden otras responsabilidades, que
respondan, pero en principio, todo matrimonio normal está llamado a ser
luz para los que les rodean.
A mí me parece que esto suele pasar
desapercibido y por eso creo que viene bien recordarlo. Me vienen a la
memoria unos versos de Antonio Machado:
El ojo que tú ves no es
ojo porque tú lo veas,
es ojo porque te ve.
Para hablar con rigor, habría que hacer alguna objeción importante a
los versos de nuestro poeta, pero para el propósito que aquí se sigue,
podemos parafrasearle y decir que la luz que un buen matrimonio
desprende no es luz porque lo vean quienes la irradian, sino porque lo
ven los demás.
Ojalá haya muchos y ojalá sepamos ayudar a verlo, sobre
todo a los jóvenes.