Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
Pregunta:
Querido Padre: Vengo de una familia muy religiosa, y mis padres siempre me han dicho que debo escuchar la voz del Espíritu Santo antes de tomar decisiones importantes.
Estoy, en estos momentos, en circunstancias difíciles en que muchas cosas se me tambalean en la vida; me han venido a la memoria aquellas palabras de mis padres, pero también cierta duda de cómo debo entenderlas. ¡Yo quiero escuchar al Espíritu Santo, pero no estoy segura de qué quiere decir esto! ¿Me puede ayudar?
Repuesta:
Estimada:
El
Espíritu Santo habla en el interior del corazón humano. San Bernardo
decía que para el Espíritu no hay puerta cerrada, ni estorbo que pueda
impedir su entrada, ya que es el dueño y señor absoluto de nuestro
espíritu.
Y
cuando habita dentro, el efecto que se sigue es que se escucha su voz.
Nosotros identificamos a las personas que nos hablan por el timbre de la
voz. También el Espíritu Santo tiene su timbre propio; y por el timbre
lo conocemos. Ese timbre son sus efectos interiores.
El
Espíritu cuando obra en el alma produce: óptimo consuelo, dulce
refrigerio, descanso en los trabajos, frescura en el estío, bálsamo en
el dolor; Él lava y purifica la inmundicia, riega nuestra sequedad,
fecunda la aridez, sana y cura las heridas, flexibiliza lo que se ha
endurecido, templa lo que se ha enfriado, endereza lo que se ha torcido.
Estos son los efectos que la liturgia de la Iglesia le atribuye en uno
de sus más bellos himnos, el Veni, Sancte Spiritus.
En pocas palabras, produce frutos:
- 1º de penitencia por el pecado propio,
- 2º de misericordia hacia los defectos ajenos,
- 3º de alegría y consuelo por los bienes del prójimo,
- 4º deseos de santidad. Cuando nos sentimos inclinados, pues, a fructificar de este modo, estamos oyendo su voz en el interior del alma.
En cambio el mal espíritu, ya sea el demonio como nuestra misma naturaleza herida por el pecado, obra lo contrario:
- 1º empuja a la desesperación y a la impenitencia por los pecados propios,
- 2º nos endurece ante las miserias ajenas;
- 3º nos entristece y llena de envidia ante los bienes del prójimo,
- 4º nos hace tibios frente a la santidad. Cuando nos sentimos, entonces, arrastrados a estas cosas, no es la voz de Dios la que resuena en nuestro corazón sino la de nuestro enemigo espiritual.
De
ahí que debamos siempre pedir oír la voz del Espíritu, pero también
reconocerla una vez oída, y seguirla prontamente y solícitamente cuando
se la ha reconocido; de lo contrario, cuando desoímos su voz ésta deja
de sonar en nuestro corazón.
Puede
ver como bibliografía las Reglas de discernimiento de espíritus que
trae San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales (nn. 313-336).
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