Parece querer decir "como yo no he notado a Dios en mi vida, en mi
búsqueda o en mis circunstancias, pues ha de ser que no exista". Este
argumento no tiene nada de filosófico
Si algo podemos compartir creyentes y
agnósticos es, sin duda, la dificultad para acercarnos al misterio de
Dios. Tal es su grandeza, su inmensidad, su inabarcabilidad, que hablar
de dificultad puede, quizá, sonar hasta blasfemo a un creyente
convencido; sin embargo, los años nos tienen que ayudar a ser comedidos
con la realidad. Lo que para unos es motivo de alejamiento de Dios, para
otros, en cambio, no es sino motivo de alabanza. Podría ayudarnos en
este contexto la experiencia de San Pablo, o quizá la de San Agustín,
por citar algunos casos tipo. ¿Quién se atrevería a sugerir siquiera que
el acceso a Dios de almas tan inquietas como las citadas fue fácil? Sí,
una vez hallado, bien pudieron decir “Tarde te amé, Hermosura tan
antigua y tan nueva (…) te buscaba fuera de mí, cuando en realidad Tú
estabas ahí, en lo más hondo de mi ser” (Libro de las Confesiones, I.).
El que pretende circunscribir a Dios en su fe, o en sus reflexiones no
sólo yerra, sino que además se aleja de los verdaderos teólogos
cristianos, a cuya cabeza hemos de poner a Santo Tomás de Aquino. Éste,
como tantos otros anteriores y posteriores, han intentado mostrar,
viabilizar el acceso del hombre a Dios. Si cabe, algo más importante
aún: mostrar un camino de preparación del propio hombre para dejarse
encontrar por Dios. Quizá aquí se encuentra una de las dificultades más
importantes de la comunicación entre filosofía y fe.
Mientras que la primera estudia y medita la apertura del hombre al
misterio de la realidad, en cuya cima está Dios, la segunda, en cambio,
es la humildad del corazón que sabe acoger y escuchar la Palabra y la
acción de Dios en nuestra historia. Quizá una línea interesante de
estudio estaría en descubrir cómo la razón humana, abierta-hecha a lo
real, recibe con la gracia de la fe el totum de aquella cima que ella
sola no puede escalar. Además, no sólo eso, es que sin la fe, la razón
encuentra una coherencia parcial, pues ya quedó atrás el famoso problema
dialéctico “natural-sobrenatural”. El acto creador es producido por la
misma Inteligencia amorosa que, al darnos la existencia, pensó amarnos
infinitamente hasta convertir, este amor eterno, en un cielo. Dicho de
otro modo. El acto creador y la voluntad salvífica de Dios son partes de
una unidad conservada en la misma Voluntad divina.
Así, pues, por mucho que esté bien que pensemos a Dios con nuestra
razón, hay que matizar; y esto lo digo –reconozco- con la boca pequeña,
porque no sé si yo mismo me creo lo que estoy diciendo, pero en conjunto
el panorama parece ser así. Antes que nada hay que dejar a Dios
manifestarse, inclusive la razón. El error quizá ha estado en
sectorializar más de lo debido y hacer pésimas separaciones. Nos hemos
acostumbrado a poner en marcha la razón haciendo como con un zumo de
naranja: exprimir al máximo hasta que dé todo el jugo que pueda.
Pero olvidamos que la esa misma razón humana es ya criatura de Dios y,
por tanto, si bien autónoma sólo en Su Creador tiene sentido. Es posible
que en este momento estemos pasando como un tractor por encima de la
arena. Un agnóstico leerá con dificultad estas líneas. Pero es que no es
justo hablar de una razón humana cuya verdad consista en una
consistencia ontológica totalmente sí misma e independiente. Y ello
porque no sería verdad. La única razón que empieza bien a pensar es la
que lo hace mirándose al espejo y viendo su propia verdad. Y esta verdad
es que es criatura que requiere de un acto personal de alguien para que
exista tal y como ella es. Hacer de la razón humana, por más perfecta
que nos parezca, el último grado de la escala del ser, no sólo es falso
sino que además contraproducente, porque la pierde y confunde. Y si esto
es así, ¿qué sentido tiene que pensemos y hagamos ejercicio racional
“jugando” a que ella es absolutamente sí misma, ontológicamente
independiente?
Una vez que la razón se ha dejado encontrar por Quien le dio el ser,
entonces ella, en actitud humilde, está en condiciones de expansionarse a
su gusto. Entones será el tiempo de que ella empiece a interrogarse y
evaluar todas las pistas que la realidad, el mundo, todo lo existente le
proporciona para descifrar el misterio del “qué hago aquí, qué debo
hacer y por dónde tengo que andar”. Y en relación con la fe, desde este
momento la razón entra a tomar parte en esa fiesta gozosa que supone la
alegría de “oír la Palabra cual es en verdad, como Palabra de Dios que
opera en los creyentes” (cf. 1 Te 2, 13), esto es, la razón estudia cómo
el misterio del Dios revelado entra dentro del entramado de la realidad
con tal éxito que bien merece poder decirse que “la fe y la razón son
como las dos alas de un avión” (cf. FR 1, 1) en cuanto que ambas se
necesitan e interactúan.
En esta perspectiva podemos encuadrar las reflexiones de Santo Tomás y
tantos otros que citábamos anteriormente. En el diálogo fraterno y
sincero –decíamos al principio- entre el creyente y el agnóstico,
encontramos, pues, esta común dificultad, esa misma que para unos es
motivo de alejamiento, y para otros de alabanza. La inconmensurabilidad
de Dios es signo de Su grandeza y de nuestra pequeñez. Es para Él Su
gloria y para nosotros la prueba de que se trata de Él y no de un ídolo
nuestro.
Dicho todo esto a modo de introducción, comencemos el diálogo.
1. Si Dios existiera, se notaría
Comencemos, alegremente, con algo en común: la existencia para
nosotros velada de Dios es una importante dificultad que compartimos
creyentes y agnósticos. Por eso, la primera condición sine qua non para
acercarse al misterio de Dios es transcender, en la medida de lo
posible, el “yo y sus circunstancias” de Ortega. Sí, yo soy yo y mis
circunstancias, pero la realidad no consiente transigir en este
capítulo. Aunque es arduo hacerlo, no es imposible. Yo lo entiendo como
la verdadera madurez, en otro sentido respecto de la mayoría de edad
kantiana. Madura quien observando la realidad cae en la cuenta de que él
y sus circunstancias no es/son la medida de todas las cosas. Esto es
alcanzar la madurez. Y, por mucho que lo discutamos, no es fácil en
absoluto pensarse y pensar la realidad transcendiéndonos.
Digo esto porque “si Dios existiera, se notaría” suena un poco así.
Parece querer decir “como yo no he notado a Dios en mi vida, en mi
búsqueda o en mis circunstancias, pues ha de ser que no exista”. Este
argumento no tiene nada de filosófico, dicho con todo el respeto que
merece algo dicho por alguien infinitamente más sabio que el pobre
ignorante que escribe. Pero así me parece el quid de la cuestión. Donde
hay que situar la investigación es en la realidad, en el misterio del
ser –como se apuntaba en la introducción-. En cualquier caso, esta es la
primera “pega” que se pone encima del tapete. Se desarrolla en toda
esta frase: “Lo entiendo menos, desde la visión cristiana de un Dios
Padre que ama a sus hijos. El Padre que ama no se oculta, sino que se
muestra, y siendo omnipoderoso ya encontrará la manera de hacerlo.
Llegados a este punto nos toca a nosotros responder a esta demanda tan
crucial. ¿Hay o no hay huellas de Dios que muestran su existencia? Vamos
a examinar la realidad. Lo veremos en la siguiente publicación.
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¹ Estas reflexiones serán hechas a partir de un diálogo que
mantuvieron, por carta, el jesuita José Ignacio González Fáus y el
filósofo Ignacio Sotelo. Nuestro interés está en intentar dialogar con
las reflexiones que aporta el filósofo Ignacio Sotelo, quien reflexiona
en torno a Dios en una perspectiva agnóstica, aunque razonablemente
abierta a Éste. El libro es: ¿Sin Dios o con Dios? José Ignacio González
Fáus e Ignacio Sotelo, Ed. HOAC
http://www.religionenlibertad.com/articulo.asp?idarticulo=37356
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