sábado, 13 de octubre de 2018

A LA REINA DE LA PAZ Corredentora y Mediadora de todas las gracias

La Reina del cielo viene a traernos un mensaje de paz y de unidad

Por: P. Eugenio Martín Elío, L.C. | Fuente: Catholic.net




I. La Paz en el misterio pascual de Cristo

Después de la resurrección de Cristo, nos narran los evangelios que siempre que se aparecía a alguien, Jesucristo el Señor iniciaba su encuentro con este saludo: “La paz esté contigo”. Muy bien han comprendido nuestros hermanos judíos y musulmanes, que en este deseo de la paz están contenidos todos los dones y bendiciones de Dios que alguien puede otorgarle a su hermano; por eso, cuando se encuentran, se saludan con estas palabras: “Shalom” y “Salam Alaicum”. Quizá por eso San Francisco y los franciscanos, que se acostumbraron a convivir tanto tiempo con ellos en la tierra santa, adoptaron como saludo las palabras “paz y bien”. También en la liturgia eucarística, en sus ritos iniciales se comienza con el saludo -y de modo particular cuando la ceremonia es presidida por el Obispo-: “la paz del Señor esté con ustedes”.
“Cristo es el centro del cristianismo. Y el centro de la misión de Cristo es su muerte y su resurrección, por las cuales realiza la salvación del mundo. Este inefable misterio del sacrificio redentor es a la vez simple y complejo. Es simple si se considera la intención de donde procede y el fin que persigue. Guiado por un amor inmenso, amor al que se puede llamar según San Pablo “una locura” (1 Cor 1, 18-23; 2, 14). Cristo, hecho hombre, da su vida para unir en el amor a Dios ofendido y al hombre culpable. Pero este misterio, que deriva del amor y termina en el amor, es complejo en su realización y plantea problemas difíciles. No es cosa de tratarlos aquí. Recordemos sólo los datos dogmáticos fundamentales: la situación que Cristo vino a remediar, su cualidad de mediador, y el acto por el cual Él ejerce su mediación redentora” [1].
1. La situación que Cristo vino a remediar no es otra que la introducida por el demonio en el paraíso cuando incitó a Adán y Eva y les llevó a perder el estado de filiación y amistad con su creador. Dios había creado al hombre en un estado de paz y de unidad; bajaba todos los días a pasear con ellos en el Edén. El pecado, introdujo un proceso de corrupción, de disgregación y de turbación, que les afectó en su relación con Dios, con los demás y consigo mismo. De tal manera que el hombre afectado por esta herida y atacado por el diablo constantemente con sus insidias -para sembrar más discordia, desconfianza y enemistad entre él y Dios-, es incapaz de unírsele y de ofrecerle un homenaje apto para compensar la ofensa inferida a su infinita Majestad.


2. Mediador: La salvación, por tanto, no podía venir más que por iniciativa de Dios. Y es Dios en persona -en la segunda persona de la Trinidad- quien viene a restablecer y restaurar la humanidad. “Como no era posible al hombre, una vez vencido y roto por la desobediencia, rehacerse por sí mismo y obtener la palma de la victoria, como tampoco era posible al hombre caído bajo el poder del pecado, el recobrar la salvación (en tal estado), el Hijo realizó lo uno y lo otro: Él que es el Verbo de Dios, descendió del Padre, se encarnó, se anonadó hasta la muerte. Él consumó la economía de nuestra salvación” (San Ireneo, Adv. herexes III, 18, 2) El deseo de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre es el de reunir al hombre y a Dios, dar (dándole) a Dios la justa reparación de la ofensa y al hombre la gratuita reparación de la herida, reconciliándonos y restaurando por Él y en Él todo el universo, ya que solo Él junta en la unidad de su Persona la naturaleza humana y la divina.


3. Para verificar la salvación no bastó a Cristo ser el Hombre-Dios, sino que era necesario que realizase actos salvadores. Unos que destruyesen el pecado (aspecto negativo) y otros que devolviesen al hombre la amistad divina y la vida sobrenatural que lo uniese a Dios en la vida eterna (aspecto positivo). La acción que realiza este doble efecto es un sacrificio, que conocemos como el misterio pascual; es la consumación de la vida de Cristo y el principio de la vida de la Iglesia.


En conclusión, como muy bien entendió San Pablo, Cristo -mediante el sacrificio de la Cruz- destruye el pecado y la muerte (Rom 6, 6; 1 Cor 15, 6; 2 Tim 1.10). Obtiene la victoria que nos libra de la cautividad del demonio del pecado (Col 2,15; Heb 2, 15-16) Nos ha lavado en su sangre (Heb 6, 5). Se constituye como único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2, 5; Heb 10, 20). San Juan diría: “Él es la vida; nosotros sus sarmientos” (Jn 15, Apoc 1, 5; etc.) Nosotros estamos insertados en Él (Rom 1, 8). En fin, no es el caso multiplicar los textos bíblicos que presentan la Redención como efecto de nuestra inclusión “en Cristo” y de una suerte de identificación con su misterio pascual.



II. Lugar de María en el sacrificio de la Cruz

Cristo muere rodeado de pecadores y casi abandonado de todos. Al pie de la cruz, solo permanece un grupo de fieles incondicionales, en el que destaca María, su madre. Ahí, Jesús agonizante, le entrega y encarga a Juan su mayor amor en la tierra y le anuncia a su madre el alcance insospechado y misterioso que en los planes de Dios implicaba su maternidad.

“Cur Deus homo?” se ha preguntado San Anselmo y tantos teólogos con él a lo largo de la historia. ¿Por qué Dios se ha hecho hombre? “¿Cómo será esto posible?”, preguntó María al ángel. Cuando Dios envió al arcángel Gabriel para revelarle el designio de Dios sobre ella, María aceptó y engendró a Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. Dice San Agustín, y después de él los Santos Padres, que primero lo engendró en la fe, pero también en la carne (Cfr sermón 191 y 214). Con palabras más sencillas, leemos en el catecismo del p. Astete que: “de las entrañas purísimas de la Virgen María, formó el Espíritu Santo un cuerpo”, el cuerpo que hace posible la Redención: “Por eso el Hijo de Dios al entrar en el mundo dice a su eterno Padre: Tú no has querido sacrificio ni ofrenda: mas a mí me has apropiado un cuerpo mortal. Holocaustos por el pecado no te han agradado. Entonces dije: Heme aquí que vengo: según está escrito de mí al principio del libro (o Escritura Sagrada): para cumplir ¡oh Dios! tu voluntad” (Heb 10, 5-7)


Como explica el concilio Vaticano II en su constitución sobre la Iglesia, la función maternal de María después del consentimiento de la anunciación no tiene ya fin (Cfr Lumen Gentium, 60 y 64). Y ese título se lo dio a María la Trinidad Santísima, ningún ser humano. (Lc 1, 30-33). La función de ser madre de la Iglesia, en cambio, se lo dio Jesucristo mismo, agonizante en la Cruz, como testamento en una de sus últimas palabras (Jn 19, 26-27). 


Esta función maternal de María hacia los fieles no disminuye la mediación única de Cristo, sino que muestra su eficacia. Cooperando a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la caridad, María es para todos Madre en el orden de la gracia. También la iglesia es Madre, porque engendra nueva vida a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios, y es virgen, en la integridad de pureza de la fe en su Esposo, que es Cristo.
“La divina maternidad de María es el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación operada por Él, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia; por ser madre de aquel que desde aquí, el primer instante de la Encarnación en su seno virginal se constituyó en cabeza de su cuerpo místico, que es la iglesia. María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y de todos los pastores, es decir, de la Iglesia”. [2]
En la celebración de esta nueva fiesta que el Papa Francisco ha proclamado para la iglesia universal, escribí esta poesía:

A MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA


¡Alégrate, mujer! El que hace nuevas todas
las cosas, ha soplado en tu huerto y
exhala aromas de recién nacido.
No temas acoger a Juan como tu hijo,
póstuma entrega del agonizante Primogénito,
eco mensajero de una fresca anunciación.
¡Alégrate, mujer! La hora ha llegado;
en ella el dedo de Dios te ha modelado,
a vuelta libre del torno de tu vida.
Olvida ya todo dolor y tanto apuro,
Por el gozo del pueblo que al mundo ha venido,
en brotes de olivo y nuevo vino.
¡Alégrate, mujer! De nueva alianza Arca bendita.
El poder de su sombra te acompaña.
Primero abeja que en tu flor fecunda;
peristilo de apóstoles después rodea, el templo vivo de Dios, que eres Iglesia



III. Lugar de María en la victoria de Cristo sobre el pecado y en la obra de la Redención


San Ireneo de Lyon dice: “el nudo que hizo Eva con su desobediencia lo deshizo María con su obediencia”. Al llamar Cristo crucificado -el nuevo Adán- a su Madre al pie de la Cruz, le pide a la nueva Eva que represente a su lado los aspectos secundarios y accidentales de la humanidad, aspectos que no ha asumido Él, como son: la condición de simple creatura, de persona humana, de mujer, de rescatada y la actividad oscura de la fe.

“Estos cinco rasgos de la condición humana, que no asumió Cristo, son estrechamente correlativos. Lo que los resume a todos es la femineidad, si se da a esta noción el pleno valor que le otorga la teología bíblica y patrística. En efecto, cuando la Biblia y los Padres presentan las relaciones de Dios y de la humanidad rescatada, bajo los rasgos de un matrimonio, Dios es siempre el Esposo, y la humanidad la Esposa. El hombre representa la iniciativa, el poder y la autoridad de Dios; la mujer, la respuesta, la receptividad y la subordinación de la creatura” [3].

Leemos en Génesis 3, 14-15: “Dijo entonces el Señor Dios a la serpiente: por cuanto hiciste esto, maldita tú eres (o seas) entre todos los animales y bestias de la tierra: andarás arrastrando sobre tu pecho, y tierra comerás todos los días de tu vida. Yo pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu raza y la descendencia suya: ella quebrará tu cabeza, y tú andarás acechando a su calcañar” (3; 14-15). La palabra de Dios dice que le pisará (o aplastará o quebrará) la cabeza, pero será María, no Cristo, aunque la enemistad es con Cristo -el Hijo eterno del Padre-. Y por eso en Apocalipsis 12, la antigua serpiente -convertida ya en un enorme dragón-: “se pone al acecho de la mujer que está por dar a luz, con ánimo de devorar al hijo en cuanto naciera” (v. 4). “Al verse precipitado en la tierra, el dragón comenzó a perseguir a la mujer que había dado a luz al hijo varón”. (v. 13)

Muchos teólogos se han preguntado cuál sería el motivo por el cual Satanás y sus secuaces se rebelaron contra Dios. Si leemos con atención Apocalipsis 12, podremos vislumbrar la hipótesis de que la rabia del demonio se debe a que Dios haya escogido una creatura: María, y su descendiente, para realizar su plan de redención. Y no a aquél, un ángel, a quien Dios había precipitado en los abismos por causa de su rebelión. Dios escogió a una mujer que su “fiat” habíase declarado su esclava y no al más bello de los ángeles. Ahora bien, sabemos que Luzbel -el príncipe de los demonios-, es muy envidioso y orgulloso.

Después de que “el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue asimismo arrojado en el estanque de fuego” (Ap 20, 15), aparece en el cielo nuevo y la tierra nueva la nueva Jerusalén, al pie de la Cruz: María “stabat”, de pie a la derecha como una Reina enjoyada de oro (Cfr. Sal 44). Ahora “desciende del cielo por la mano de Dios, compuesta como una novia engalanada para su esposo” (Ap 21, 2). Como afirma Romano Guardini: “En María se compendia definitivamente el mundo redimido... Es la novia”. “El Espíritu y la novia dicen: Ven. Quien escucha diga también: Ven” (Ap 21, 17)


Por lo tanto, Cristo es el único Mediador y Salvador. Pero ha querido asociar a su Madre a su sacrificio como corredentora, como prototipo y realización suprema de la Iglesia, considerada en su sacerdocio de comunión con Cristo. Como muy bien ha explicado el teólogo Hans Urs Von Balthasar, se trata de una mediación siempre subordinada a la de su hijo Jesucristo.

“El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos”. (JUAN PABLO II, Redemptoris Mater 21)


Afirma John Henry Newman: “María no es en absoluto una pantalla que nos impide ver a Cristo. Ella es el espejo luminoso de sus grandezas; es escudo de las verdades de la fe; no es rival, sino la sierva de su Hijo”. Parafraseando a San Pablo en su carta a los corintios, podríamos decir que María es la carta escrita de puño y letra por Dios para expresarnos su Palabra.



IV. María corredentora con Cristo y mediadora de todas las gracias


En Lucas 1, 48, Dios revela una profecía con estas palabras: “todas las generaciones proclamarán a María bienaventurada por ser Madre de Dios”. No dice las primeras generaciones ni algunas generaciones, sino todas las generaciones. Por eso no debemos temer en afirmar que su mediación subordinada es universal y por eso la Iglesia católica promueve justamente un culto especial de la Virgen. El cual, sin embargo, se diferencia esencialmente del culto de adoración que se presta al Verbo encarnado, como el referido al Padre y al Espíritu Santo.


Todos los seres humanos existimos por el “sí” de una mujer. En el caso de María fue un sí a Dios, que la creó y preparó para una misión singular: la de ser hija del Padre, madre del Hijo, y esposa del Espíritu Santo. Al decir “sí” la “favorecida de Dios”, se encendió en su “corazón” una chispa de eternidad y hasta las “entrañas del mismo Dios” se conmovieron por no ser rechazada su propuesta de amor a esta doncella.


María está asociada a Cristo más que nadie en el orden de la fe y de la caridad, pero no en el orden del ministerio oficial y de la representación jerárquica. Aunque María no fue ordenada por Cristo en el ministerio del orden sacerdotal, representa a toda la Iglesia cuando, en la liturgia eucarística, ésta ofrece a su Hijo como sacrificio propio y de todos los fieles (“meum ac vestrum sacrificium”).


“Subordinada a los apóstoles en el orden de las funciones oficiales, los supera en el orden de la fe y caridad; por tanto en el orden de la comunión en el sacrificio. Ellos se le adelantan cuando se trata de representar a Cristo. Pero en el Calvario, donde se trata de unirse a Él, María desempeña un papel que sobrepasa al de aquéllos. Rescatada por adelantado, preservada de toda mancha, puede cooperar a la Redención sin empañarla. Y aquí, su condición de mujer, la hace particularmente apta para representar el lado del Hombre-Dios a la humanidad rescatada, cooperando a su propia salvación en el acto que la instituye. Dos expresiones tradicionales manifiestan su misión: Ella es la nueva Eva al lado de su nuevo Adán [3b]. Ella es el prototipo de la Iglesia[4].”


Por lo mismo, la cooperación de María en la Redención es análoga a la de Eva en la caída. 

Y así como las consecuencias de la participación de Eva en el legado universal afectaron a todos sus descendientes, en lo que conocemos como el dogma del pecado original, la cooperación de María debería ser reconocida como universal por su participación en la obra de la Redención a título de asociada y Madre de todos los vivientes. Como nueva Eva, María inaugura a toda la Iglesia. Ella es la realización personal de la Iglesia, considerada en su comunión con Cristo, es decir, en su aspecto femenino. En cuanto Madre y Esposa tiene parte en todos los bienes de Cristo y sobrepasa doblemente a la Iglesia. Porque ésta no empieza sino en Pentecostés, donde estaban todos reunidos en oración junto con María, la Madre de la Iglesia. Así Ella no sólo coopera a la difusión de los frutos de la Redención, sino también a su mismo cumplimiento. En María, la Iglesia ha cooperado al acto supremo de la salvación y de la comunión, realizada primordialmente entre Cristo y su Madre se prolonga en la Iglesia.



V. María, Puerta del cielo y Reina de La Paz


Uno de los títulos que más me gustan de María como Madre es éste: “puerta del cielo”. Ella es la puerta por la que entró Dios al mundo para enseñarnos lo que significa el amor. “Por María, la misma Vida fue introducida en el mundo, de manera que al dar a luz al Viviente es Madre de los vivientes” (San Epifanio, Panarion o Adversus Haereses 78). Pero también es la puerta por la que nosotros podemos ingresar al cielo. Sin duda es el camino más corto para conocer y amar a Dios.


De modo análogo, las madres son la puerta que nos permite asomarnos a la verdadera vida, que no es otra cosa que aprender a amar. Desde que entramos al mundo, lo primero que descubrimos es una sonrisa y unos brazos que nos acogen y nos reciben con una inmensa alegría. Gracias por la vida. Gracias por ser mujer. Gracias por ser madre.


Todo el A.T. aspira a la paz, porque el pueblo de Israel ha sufrido tantas vicisitudes, opresión, persecución y rechazo. En realidad es Dios mismo quien sufre a través de su pueblo elegido. Israel sabe que la Paz viene de Dios, pero a veces ignora que la Paz es para todos. El Evangelio, en cambio, arraiga la Paz en una reconciliación, la que nos regaló Jesucristo crucificado con la certeza de la salvación dada por Dios para todos los hombres.
Jesucristo da la Paz, pero también provoca una crisis, que puede derivar en conflicto, porque es piedra de tropiezo, “la piedra que desecharon los arquitectos y se ha convertido en piedra angular”. El cristianismo está en lucha contra el poder de las tinieblas y su paz es siempre provisoria.


Cuando el soldado Longinos atravesó el costado de Cristo crucificado, Él ya estaba muerto. 

A quien le dolió como si la hubieran atravesado fue a María su madre. Ya le había profetizado el anciano Simeón: “Una espada de dolor atravesará tu corazón” ¿para qué? 

“Para que se descubran los pensamientos de muchos corazones.”


En la lucha contra el maligno y en las heridas que provoca el pecado, se descubren los pensamientos de los corazones. Así lo vemos en el texto de Apocalipisis 12, que se refiere en primer lugar a Israel. Pero el N.T. es un espejo del A.T. De hecho, la catequesis cristiana primitiva recurrirá constantemente a él (Cfr. 1 Co 5, 6-8; 10, 1-11). Según un viejo adagio, el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: “Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet” (San Agustín, Quaestiones in Heptateuchum2, 73; cf. DV 16). Por eso, la mujer también se refiere a la Iglesia que Cristo fundó como nuevo Israel, sobre el fundamento de las 12 columnas (los apóstoles, que están prefigurados en las 12 tribus de Israel). Y en última instancia también se puede aplicar a María, que es figura, madre y “typos” de la Iglesia.


El primer mandamiento, que va acompañado de la promesa de la felicidad y la abundancia de vida, es éste: “Honra a tu padre y a tu madre” (cfr. Ef 6,1-2). Quien no honre a María, la Madre de Dios, desprecia al mismo Jesucristo y pone en riesgo la paz que llega a toda familia a través del amor de la madre.


La paz llega a las familias a través de la madre porque la mujer es la que acoge la vida y la alimenta con su propia vida, aporta la ternura y el calor del hogar, cuida la unidad y da armonía, a pesar de las diferencias que cada miembro aporta en una familia. “Mujeres del universo todo, cristianas o no creyentes, a quienes os está confiada la vida en este momento tan grave de la Historia, a vosotras toca salvar la paz del mundo.” [5]



Conclusión:


Según el Nican Mopohua, texto hagiográfico que recoge la narración de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, “... estando ya todo pacificado...” María de Guadalupe se presenta como “la Madre de Dios por quien se vive”. El término “por quien se vive” es mucho más profundo de lo que una mentalidad occidental entiende como “causa primera y final” porque para la cosmovisión precolombina se trata de la “causa práctica”, la que desde su fenomenología empírica y cruda, podríamos llamar existencial, que alimenta su cotidiano vivir.


María de Guadalupe manifiesta la armonía de paz entre día y noche, cielo y tierra, españoles e indígenas, blancos y negros, hombres y mujeres: “... y de todos aquellos que aquí concurran, en mi casita sagrada”. La Reina del cielo viene a traernos un mensaje de paz y de unidad, que más que originar división, está mandando un mensaje de comunión y de diálogo.


Su mensaje maravilloso para México y toda la humanidad es éste: “No se turbe tu corazón. 

No temas... ¿No estoy yo aquí, que soy tu madre? ¿No estás en mi regazo? ¿De qué tienes necesidad?... No fue un privilegio exclusivo para el santo Juan Diego, sino el maravilloso regalo para todo ser humano”. Sin lugar a dudas con una Madre así, también nosotros somos podemos confiar y esperar un mundo mejor.


No por nada la Virgen de Guadalupe es reconocida como Emperatriz de toda América y es venerada por la Iglesia Católica, la Iglesia Ortodoxa, la Comunión Anglicana, la Iglesia Copta, e Iglesia Católica maronita. La misma comunidad judía que llegó a la Ciudad de México a principios del siglo XX ve con respeto la oficialmente llamada: Insigne y Nacional Basílica de Santa María de Guadalupe. Y hasta los musulmanes acaban de renombrar una mezquita en Abu Dabi, la capital de Emiratos Árabes Unidos (EAU), como ‘María, Madre de Jesús’.


En una conferencia que dio en Roma el Card. Ratzinger, se le preguntó sobre la proclamación del dogma de María como corredentora. El entonces Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, explicó que a pesar de que en el Concilio Vaticano II ya estaba de algún modo contenida la doctrina revelada y reconocida por la Iglesia respecto a este tema, todavía no estaban maduros los tiempos para su proclamación pública.


Sin embargo, a la luz de las consideraciones aquí expuestas, creo que somos muchos los que consideramos que ya han llegado esos tiempos. Y por eso, me uno a los 570 obispos de todo el mundo y más de 8 millones de fieles que han pedido a Roma la proclamación del quinto dogma mariano. Para que cuando la Iglesia lo juzgue prudente, podamos dirigirnos a María como corredentora y mediadora de la Gracia (Jesucristo) y por Él, de todas las gracias. [6]


Cuenta una leyenda que en un monasterio, uno de los monjes que aspiraba a ser santo, acudía en sus apuros y dificultades ante un ícono de Nuestra Señora y se dirigía a Ella con este grito: “Monstra te esse Matrem”(Demuestra que eres Madre). Era un grito de exigencia, de urgencia; pero respaldado por el instinto cristiano de la devoción a la Virgen. 

La leyenda dice que en una de estas ocasiones, Ella le contestó: “MONSTRA TE ESSE FILIUM” (Muestra que Tú eres hijo). Ojalá nuestro reconocimiento a la Reina de La Paz, nos permita descubrir este don que Dios le concedió de ser corredentora y mediadora de toda gracia.

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[1] RENÉ LAURENTIN, “La Virgen y la Misa” Al servicio de la paz de Cristo. Ed Desclée de Brouwer, pág 14. (Nota: algunas reflexiones de este artículo se inspiran en este opúsculo del gran teólogo mariano).
[2] Del discurso pronunciado por S.S. Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964, en la sesión de clausura de la tercera etapa conciliar) (S.S. Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964)
[3] RENÉ LAURENTIN, “La Virgen y la Misa” Al servicio de la paz de Cristo. Ed Desclée de Brouwer, pág 46
[3b] Este pensamiento, de que María al pie de la Cruz toma el lugar que Eva, parece haber sido insinuado por el mismo San Juan evangelista.
[4] F. M. Baun, O.P., La Mére des fidèles, Essai de théologie johannique, París-Tournai, Casterman, 1953, pág 34, n. 1, pp. 82-96
[5] Mensajes del concilio Vaticano II a la humanidad. A las mujeres, número 11. (Las negritas son mías)
[6] Sugiero humildemente que al mismo tiempo que se proclame el dogma, se incluya dicha proclamación como un párrafo en el catecismo de la Iglesia católica, en la primera parte, segunda sección, capítulo tercero, artículo 9.

1 comentario:

nikkisa889 dijo...

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